VALÈNCIA. A veces, en la vida surgen contratiempos, como que se te rompa el termo eléctrico. Parece que carece de importancia, pero sí la tiene, sobre todo si deja de funcionar en vísperas de la Semana Santa. No encuentras a nadie para que te lo instale, y hay pocas tiendas abiertas para comprar uno nuevo.
Un hombre como yo, que intenta vivir apartado del mundo, refugiándose en sus libros, películas y periódicos, se da de bruces con la realidad cuando le suceden estos imprevistos. La realidad es cruel en la España de 2023. Nada tiene que ver con la Arcadia feliz que nos cuentan cada día las numerosísimas periodistas empoderadas de la televisión pública (¡salen tan pocos varones en los telediarios!).
He de precisar que fue a mi madre, y no a mí, a quien se le estropeó el calentador. Pero yo tuve que resolver la papeleta. Y sudé, vaya sí sudé, para conseguirlo. Hay que emplear una mezcla de astucia, humildad fingida, tenacidad y unas gotas de coquetería para que un fontanero, un electricista o un albañil te hagan el favor de pisar tu domicilio.
Me pasó, hace unos meses, cuando busqué un carpintero. Removí Roma con Santiago para que cepillaran unas puertas y me hicieran unas baldas para unos armarios empotrados. Como era faena de poca importancia, los carpinteros a los que recurrí me daban largas, me chuleaban, no contestaban mis mensajes o, si te cogían el teléfono, te decían eso tan socorrido de “Ya te llamaré”. Y por supuesto no llamaban. Al final, un honrado ciudadano rumano, que no era carpintero de profesión, me lo hizo por un precio muy razonable. Le quedé muy agradecido.
Pero volvamos al calentador de mi madre, la señora Victoria. No es lo mismo que rechinen las puertas a no poder ducharse. Lo primero puede esperar; lo segundo es urgente. Nos hicimos con tres o cuatro números de teléfono. O no te lo cogían o saltaba el contestador. Dejabas el mensaje pero como si nada. En la ferretería donde compramos el termo nos facilitaron los teléfonos de otros dos fontaneros. Probé suerte y esta vez me lo cogieron. Pregunté precios, y parecían estar de acuerdo: ¡120 euros! Regateé con el primero pero sin éxito. Me dijo que eran lentejas, así que le di el visto bueno porque el otro andaba liadísimo con tantos pisos en construcción.
Craso error. Porque ahora empieza lo malo, como hubiese escrito Javier Marías. El fontanero, que llamaré R., llegó acompañado de un joven ayudante suramericano. Tomaron medidas y se marcharon. Sólo volvió uno, el ayudante, con dos piezas, que llaman latiguillos. “¿Y su jefe?” “No va a venir, voy a poner yo el termo”. “Eso no era lo convenido”, le contesto. El tal R. tiene que cambiarlo. “Si no lo hace él, no hay trato”. Llama al jefe y el jefe me llama a mí y, en un tono muy nervioso, presume de tener ocho empleados a su cargo para vomitar después: “Que te den por el puto culo”. Así, como lo leéis, en un lenguaje muy poco inclusivo. He tenido que vivir más de media vida para que un fontanero me mande a tomar por el culo. ¡Eso no son formas! Al escucharlo me quedé anonadado, obnubilado y muy descolocado. No supe qué contestar porque no me lo esperaba, y colgué.
¿Qué hacer? Seis días sin agua caliente eran mucho tiempo, quizá demasiado. De nuestra zozobra podría escribir sus memorias el bidet. Sólo nos quedaba una carta, la del fontanero Juan L., que aceptó venir al día siguiente, lo que provocó el lógico regocijo en mi madre y en mí.
“En la vida hay que tener suerte: todo depende de dar con la persona adecuada”
A la hora convenida llegó con su ayudante, y todo fue bien. Para que luego me hablen de igualdad. Todos somos diferentes. En la vida hay que tener suerte: todo depende de dar con la persona adecuada. Juan L. se ocupó de lo principal de la faena, tal como habíamos acordado. Hablamos de la afición al equipo de nuestra tierra, que comparte con la del Barça (nadie es perfecto); del nuevo feminismo y de la falta de recambio generacional para la gente como él, que vive de un oficio. Hijo de fontanero, cree que con los oficios ocurrirá como en el campo. “Serán los extranjeros los que los cojan”, me dice. Nos cobró 120 euros, pero hubiéramos pagado el doble. Cuando se marcharon, mi madre y yo éramos las personas más felices del barrio. Besamos el suelo pisado por Juan Luis y su joven ayudante.
¡Qué dulzura, qué placer inenarrable, notar cómo el agua muy caliente caía sobre mi cabeza para resbalar por los hombros y recorrer mi trabajada espalda!
Ya duchado y perfumado me lancé a la calle con una mirada distinta, diríase que feliz. Y me fui al parque más hermoso del mundo, y allí en un banco, blanco fácil de las cagaditas de las palomas, reflexioné sobre los errores de mi existencia. Me pregunté: en lugar de ir a la Universidad y pasarte la vida entre libros, ¿por qué no te hiciste fontanero, electricista o albañil? ¿Por qué no aprendiste un oficio como Dios manda? Tendrías siempre trabajo y ganarías más que muchos licenciados.
Lo veo en mi instituto. Muchos padres, por un clasismo estúpido, se empecinan en que sus hijos cursen el bachillerato cuando no sirven para estudiar. Les darán el título, como el de la ESO, pero no llegarán a ninguna parte. Porque no saben hacer nada. En cambio, Fran, mi nuevo peluquero, tiene 20 años y lleva trabajando desde que cumplió los 18. Le va bien y lo van a hacer fijo. Ese es el ejemplo en el que deberían mirarse muchos jóvenes. Aprended un oficio, chicos. Yo me alegro por Fran y también por mí. Porque si hubiera muchos como él, mis pensiones estarían aseguradas, pero no lo están, se ponga como se ponga el bravucón del ministro Escrivá.
Sumario:
“En lugar de ir a la Universidad, ¿por qué no te hiciste fontanero, electricista o albañil? ¿Por qué no aprendiste un oficio?