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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Desmuerta sin retorno

27/05/2022 - 

Todo dios sabe ya que el mundo está enfermo, no es un descubrimiento. Llevamos tiempo sintiéndonos enfermos sin estarlo, o sin tener un nombre para ello, cada vez más resignados a la idea de que no se puede vivir sano en una sociedad averiada. “Bajo el barniz de una salud perfecta ─dice Anne Boyer en Desmorir (Sexto Piso) ─, estábamos enfermos y totalmente sanos en un mundo enfermizo”. Leerla es asistir a su desmuerte, al tesón con el que le da a la tecla Rewind y desanda su cáncer de mama (casi padecemos la dentera de ese rechinar que emitían los viejos casettes viajando hacia atrás), pasa por su dolor y su agotamiento. Volvemos con ella a la vida pero volvemos transformados para siempre. “La mortalidad es un marco de referencia maravilloso”, concluye, y es rotunda cuando añade “los que subestiman la belleza y el lujo de la supervivencia lo hacen porque rara vez han estado casi muertos”.

Para quien no ha sido nunca oncológico, este Premio Pulitzer 2020 ayuda a poner en valor la propia capacidad, la amplitud mental, la solicitud del cuerpo libre de mutilaciones, lejos de la trituradora millonaria y contaminante de un cóctel oncológico. Pero es muchas cosas más. En un estilo híbrido entre la reflexión, el reportaje, la poesía y la autoficción, la autora viaja con soltura desde lo micro a lo macroscópico, su perspicacia y su coraje repasan por igual nuestras células y nuestras creencias. Un poema, como Boyer se propone, “estridente, honesto y gótico” como su sufrimiento. Quien lo lee sin estar en diálogo con sus propias mitosis, a salvo todavía dentro de su regalado bienestar, en su muerte lenta, pausada, en su intoxicación irreversible pero morosa, hace una lectura distinta de quien ha visitado ya la sala de oncología. Pero el libro igualmente nutre y transforma. Deja secuelas.

Quien lo lee desde la experiencia del cáncer debe de sentir una liberación, debe de agradecer que alguien ponga palabras a lo huérfano de palabras, y no sé cuánto duele hacerlo pero imagino que mucho. Por eso no sé si recomendárselo a una amiga que visito estos días recién salida de quirófano, a quien el trabajo le ha “costado un riñón”, según nos dice al hablarnos del tumor que le han extirpado. Es la misma de antes, pero no lo es. Espío detrás de sus sonrisas el gasto de energía que emplea para no preocuparnos y me acuerdo de las páginas de Boyer, de su militancia contra los lazos rosas y la mercantilización del pensamiento positivo. De su denuncia de la moral tan sádica que culpabiliza a los enfermos y los desconecta de la comunidad, tanto para explicar su dolor como para aliviarlo. Hay dosis de ironía tan altas en sus páginas como las hay de adriamicina y cisplatino. Un humor inteligente y cáustico que amortigua el viaje. “Arráncate el pelo a puñados en lugares que generan ansiedad social ─dispara con mordacidad─: Sephora, el juzgado de familia, el Banco de América… sin importar que sea a la vista de los hombres… arráncate de raíz matas de vello púbico… los pelos de tu nariz a cualquier encargado de recursos humanos que te niegue una baja”.

También hay género, como no podía ser distinto hablando de tetas, y demoledoras conclusiones sobre la expectativa social de que una mujer muera sonriendo. Contra el mandato de las enfermas “luchadoras, sexis, inteligentes, mordaces”. Nos describe cómo acudió ella al trabajo diez días después de su mastectomía sin saber si estaba viva o muerta. Con alguien que le sostenía los libros de camino al aula. “Ponte guapa, te sentirás mejor, para conseguir tu kit de maquillaje de calidad gratuito, corre cinco kilómetros, llevar-o-no-llevar-peluca-en-el-sexo es una cuestión que el libro recomienda preguntar a tu marido”. Pero la autora no se recrea en la autocompasión, simplemente pasa el bisturí por ese sistema de creencias que llamamos cultura del cáncer, o de la enfermedad, hecho de ideas que no siempre son ciertas o libres de contradicciones, pero que se han hecho un hueco en el sistema porque son hegemónicas. El concepto se lo tomo prestado a Javier Erro, que lo utiliza en salud mental. En su ensayo Pájaros en la cabeza (Virus editorial), el psicólogo describe esta cultura de la salud mental llena de creencias y prácticas que caen dentro por selección natural, porque pueden sostenerse, no porque sean irrefutables. Han brotado del momento histórico y social y no implican verdad, sino consenso. Nuestro momento neoliberal las ha inyectado muy adentro.

Pertenecemos a esa cultura, como a la cultura del cuerpo, y tarde o temprano tendremos que pensarla porque también somos “un sistema dentro de otro sistema”, mismidad y alteridad, cuerpo entre cuerpos. Lo que Boyer no quiere que se perpetúe es ese “régimen ideológico del cáncer” que induce a creer que “una superviviente siga pareciendo una traición a las muertas”. No sé si caeré en el 50 % de personas que, en el mundo industrializado, tarde o temprano desarrollan cáncer, lo sepan o lo ignoren. Pero después de leer este ensayo ya anticipo mejor cómo puede uno deslizarse hacia otra categoría, otra forma de consumir el cuerpo, la singularidad o su desaparición y el tiempo (“el tiempo, aparte del dolor, el trabajo, la familia, la mortalidad, la medicina, la información, la estética, la historia, la verdad, el amor, la literatura y el dinero, es el otro gran problema del cáncer”). Pasar de sujeto a objeto, conjunto de datos, contenedor de sustancias contaminantes, sostén de una industria millonaria (“tendría que exhalar acciones”). Verme absorbida en el escrutinio de mí misma, de lo arrebatado, de quién era una antes de un diagnóstico, de su antigua frivolidad, de su viejo empacho. Descifrar por fin el malentendido de la belleza (“la modesta porción de engaño y transitoriedad”), de la energía desdeñada, malograda. Una puede ser un bulto, un código de barras, con una merma en su capacidad de tocar el mundo, de influir en él, para mejorarlo o arruinarlo. Apenas le dejan al enfermo, eso lo he aprendido, esa rendija para cambiar el ceño del oncólogo que la atiende, cambiar su expresión con preguntas incómodas, apenas le queda a uno un peso en la gran colmena. Lo interesante es descubrir que esto ya pasaba antes, mucho antes, de que se oyera la palabra cáncer. Y lo más común es acceder a la quimioterapia con “obediencia ritual”, por “lucro, superstición y hechizo cultural”, como quien salta de un edificio porque le encañonan con un arma (curiosa metáfora, la misma que usó Foster Wallace para explicar el impulso suicida).

Respirar es oxidarse, ya lo aprendimos en aquellas lejanas lecciones de biología de bachillerato. Lo que no se nos dijo es que el aire asequible en este mundo-vertedero es un dardo para nuestro ADN y la poeta y ensayista americana se propone conjurarlo, “volver a anclar a tierra lo atmosférico como nueva evidencia”. Lamenta que desconozcamos “el origen de las cosas del mundo”, que estemos “huérfanos de causa, condenados, en nuestro desamparo, a hacer conjeturas del efecto y… huérfanos de verdad, condenados únicamente al error”.

Vivimos también condenados a tapar el dolor, a demonizarlo y negarlo. Byung Chul-Han, en su Sociedad Paliativa (Herder), nos descubre que el dolor está despolitizado, sólo es médico, ya no entraña poder. La consecuencia es que “impera en todas partes una algofobia o fobia al dolor ─denuncia ─, un miedo generalizado al sufrimiento”. En la época pre-moderna de los mártires, el dolor era exhibido para intimidar; en nuestro tiempo la disidencia degrada a diseño y el dolor ya no es heroico, sino discreto, “se relega a espacios tales como cárceles, cuarteles, manicomios, fábricas o escuelas”.  

“El fracaso moral del cáncer ─resume Boyer─ no reside en las personas que mueren: reside en el mundo que las enferma, las arruina a cambio de una cura que también las enferma y, después, cuando la cura no surte efecto, las culpa de su propia muerte”.

Por eso, y porque no existe apenas literatura del cáncer en primera persona tan llena de incorrección política y poesía, libros como este deberían florecer como las mitosis desbocadas que provoca el agujero de ozono o los microplásticos que amasamos en nuestras vellosidades del colon.

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