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la cultura invisible / OPINIÓN

El día que Kerry Watkins me salvó de escucharme

24/11/2018 - 

 Imagino que Kerry Watkins nació en torno a los años sesenta o setenta en el Ulster, una zona en guerra en aquella época. Creció en el campo, cerca del pueblo pero rodeado de vacas. Imagino que tuvo una adolescencia agreste, donde a la férrea educación católica —nadie podía besarse en público, por ejemplo, en un pub hasta finales de los noventa— llegaban ecos del punk de los setenta y ochenta que sonaba en las grandes capitales. Imagino también que, una mañana, después de haber reunido unas cuantas libras ayudando a los vecinos a arreglar el cercado, mover el estiércol o cuidar de los animales, tomó el bus de la línea intercomarcal y fue hasta Dublín o Belfast, entró en una tienda de instrumentos y compró una guitarra. Lo único seguro que sé de Kerry Watkins es que compró una guitarra. Posiblemente la única guitarra clásica no acústica del país. No sé si por su precio o porque Kerry quería una así. Kerry, el bueno de Kerry… o quizá debería decir la buena de Kerry, porque tampoco sé su sexo, ni siquiera eso sé con certeza.

Imagino que Kerry creció, formó una familia o no. Quizá tan sólo era un chaval que, como todos, intentaba meter el mundo en una botella de cerveza. Quizá era una joven a la que pegaban los otros hijos de granjeros, y detenía los golpes con su guitarra. Convertidos sus dedos en gotas de mar tropical de otras latitudes. O quizá Kerry fuera la reina del baile de su promoción y algún hijo de perra le metió la lengua tan hondo que dejó de hablar, y de comer, y de sentir… incluso el fresco atlántico eran pétalos de rosa en su aterido rostro de piedra. O quizá Kerry era un padre de familia numerosa, como todas en aquel religioso valle, con demasiadas bocas detrás como para escapar del campo e ir a refugiarse a una ciudad de fundación vikinga como Dublín, que resistió las más duras amenazas pero no pudo protegerse de la heroína en los noventa, que llegó como una nieve de muerte a todas y cada una de sus calles. Convirtiendo la urbe al completo en un gran suburbio sin ley. No era lugar para una familia del norte. Así que Kerry no fue a ninguna parte. Se quedó en aquel lugar fronterizo; no hay frontera más terrible que la que uno lleva dentro.

Y pasó el tiempo, y Kerry Watkins amó, enterró a un hermano, o a una madre, perdió el trabajo, encontró un perro —quizá el mismo Border Collie callejero que me acompañaba cada mañana al tajo aquel verano del demonio que pasé en su pueblo—, y leyó algún libro lleno de mentiras y verdades, que son lo mismo.

Y un día Kerry, empujado por el hambre, o por la necesidad de espacio en la casa, o por el aburrimiento, cargó una camioneta con todas sus pertenencias y las de los suyos y escogió una calle del pueblo donde ponerlo todo en venta. Me decanto por pensar en la primera posibilidad, porque nadie se despojaría de todo en la calle, desnudaría su alma, sus recuerdos y los entregaría a manos de desconocidos por un puñado maldito de euros. Nada puede comprar una foto, nada puede comprar todas esas cosas impregnadas de la vida de una familia, y no estoy haciendo una metáfora, su piel muerta descamada yace sobre todas esas cosas.

… no hay frontera más terrible que la que uno lleva dentro

A veces olvido que Kerry Watkins me salvó la vida. No estaba en peligro de muerte, creo. Pero me salvó la vida. Me salvó de escucharme por más tiempo, de lamentarme. Me salvó de enterrarme vivo en toda aquella tierra que excavaba en el yacimiento arqueológico. A veces me olvido de que le debo la vida a alguien que no conozco, porque me dio aquello que me hizo salir del agujero más hondo en el que he estado jamás. Pero a veces pienso en él, o ella, en Kerry, y me pregunto si la vida le habrá devuelto aquello que él me dio. Por ejemplo, el otro día, cuando mi hijo de diez meses se arrastró sin vacilar por toda la casa hasta llegar a la guitarra que lleva grabado a navaja el nombre de Kerry Watkins, y se puso a tocar las cuerdas y a hacer salir una música tan pura como insoportable. Entonces volví a pensar en Kerry. En cómo aquella mañana gris salí del infierno para pasear sobre los charcos y vi a una familia que se desposeía de todo cuanto habían amado hasta entonces. Y desde lo lejos la vi, la guitarra. La única guitarra clásica que he visto en Irlanda estaba allí. En la calle. Me acerqué y le pregunté a un hombre cuánto pedía por ella. Quince euros, dijo. Entonces le debo quince euros, respondí, porque ya es mía. Quince euros me costó salvarme. Comencé a escribir canciones, a purificarme, a purgar el dolor, el miedo, el silencio, las sombras de una cama vacía, de una vida vacía a dos mil kilómetros de casa, y un día… meses después, salió el sol. No un sol como los demás, un sol de invierno con nubes marrones que llevaban nieve desde el norte hasta el infierno, y lo convirtieron en mar, y de nuevo música aplastando aquel goteo insoportable que salía del grifo de la ducha. No era Black Friday, pero fue la mejor compra que he hecho en mi vida. De hecho, compré mi vida por quince euros, la recuperé. Y entonces, un día, vi su nombre grabado en ella. No me había fijado hasta entonces, pero allí estaba; Kerry Watkins, ponía.

A veces pienso que debería buscar a Kerry, sea aquel hombre, su mujer, su hijo, hija o quien fuera. Puede que ni siquiera aquella familia de la camioneta fuera la de Kerry. Quizá habían encontrado la guitarra, o la habían comprado ya grabada a navaja. No lo sé. Sea como sea, podría buscar a Kerry, remover cielo, tierra y mar, y llegar hasta Kerry, y devolverle la guitarra. Yo ya no la necesito. Sí para tocar, claro, pero tengo otras para tocar. Otras que sólo sirven para tocar. Pero esta guitarra, la de Kerry, sirve también para salvar vidas, para llenarlas de sueños, de besos, de familia, en mi caso. Y ya no la necesito. Yo ya me salvé. Y quizá ahora Kerry la necesite más que nunca, y necesite saber que me salvó. Porque cuando una persona salva a otra debería saberlo, porque tan sólo ese hecho quizá podría salvarla a ella también. Quizá lo haga, quizá busque a Kerry un día, le tienda la guitarra sin más explicación, y le diga: gracias, Kerry Watkins, gracias por prestarme tu guitarra.


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