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el interior de las cosas / OPINIÓN

El fin de la realidad

10/05/2021 - 

Con mayo la luz madrileña se volvía blanca y temerosa. Era el mes de la virgen en aquel colegio militar de la infancia. Con flores a María todas las semanas. Niñas con sus ramos para ofrecer a la Inmaculada Concepción, ramos desiguales de clases sociales desiguales. No servían las florecillas salvajes que crecían en los jardines de la Virgen del Puerto, junto al puente de Segovia. Las monjas advertían que la virgen necesitaba lo mejor de las floristerías para sentirse halagada. Había niñas que llevábamos amapolas y lilas robadas de algún jardín privado. O rosas de la rosaleda de Madrid, que en mayo era un primor. Era un mes duro porque nos sentíamos inferiores frente a tanto mandamiento de pulcritud y purismo. Aquellas monjas nos marcaron a hierro en tiempos difíciles. Aquel Madrid era doloroso. Y el de ahora, también. Parece que el tiempo devuelve lo peor de los viejos tiempos. Hoy, Madrid es aquella ciudad temerosa. 

Pero había otros meses de mayo. En aquel patio florido, con la buganvilla trepando por una de las fachadas de la casa, y el jazmín por otra de las caras de aquella vivienda que engulló la pantanada de Tous, mi abuela se sentaba junto a la pila de piedra del corral, en su baja silla de enea, con un plato de hojalata donde cada tarde pelaba y cortaba verduras, judías, patatas, acelgas, desgranaba guisantes, habas… Y lo hacía mirando las innumerables macetas y jardineras que había en aquel corral. Porque las tardes de primavera eran lo más parecido a un paraíso infinito, un placer que adorábamos en la palma de la mano por miedo a perderlo. Y lo perdimos. 

Mi prima María Antonia también tuvo la suerte de convivir con una abuela, como la mía, que se empeñaron en inculcarnos los mejores valores. Inolvidables tardes de bordar trozos de tela con nido de abeja, que nos pagaban, para convertirse, después, en costosos vestidos infantiles. Tardes de radionovelas, chascarrillos y risas socarronas. Instantes entrañables con quienes nos enseñaron lo realmente importante de la vida. Porque aquellas mujeres, aquellas abuelas, sacrificaron su vida para formar a sus hijas, hijos, nietas y nietos, en la sabiduría de ser buenas personas. Desde hace décadas, la mayoría de las mujeres han sido esclavas de todos los tiempos, imposibilitadas para ejercer su desarrollo personal, formación y acceder al mundo social y laboral. Estas mujeres de tantas generaciones se rebelaron educando a su descendencia para ser personas importantes, luchadoras, solidarias y preparadas para combatir las dificultades de este mundo.


En la novela Paradiso, de Lezama Lima, he recuperado la esperanza de quienes guardamos como un tesoro las experiencias vividas y la memora. Un querido amigo me ha guiado en algunos significados de esta magnífica novela. Hay un itinerario espiritual que recorre los textos de Lezama Lima. Y escribe sobre las abuelas, sobre esos seres queridos familiares, sobre todo mujeres, que han vivido para transmitir vida y preparar a los suyos como personas importantes y ejemplares. Para que vivamos la vida que ellas no pudieron vivir. Aquí surge la definición de personas importantes, ese calificativo que en esta sociedad dedicamos a quienes copan los titulares de prensa.

Estos días escuchaba en la radio un comentario de un relevante periodista que mostraba indignación por quienes esta sociedad califica de “importantes”. Decía que nos equivocamos porque pensamos siempre en los que están arriba y los realmente importantes son los que están abajo. Babeamos con políticos y políticas que cambian de imagen y subvencionan liderazgos imposibles, que pretenden marcar agendas locales, provinciales, autonómicas, nacionales y hasta internacionales. Poseen la etiqueta de gente importante. Y no solamente políticos, hay poderosos y lobbies que se posicionan en cualquier asunto de actualidad. Pero la realidad es otra historia.

Las personas realmente importantes son quienes suben una persiana cada día en su negocio, son quienes dedican su tiempo, solidaridad y dinero a ayudar a los más vulnerables, quienes nos protegen en el sector sanitario, las mujeres que cuidan y se ven obligadas a abandonar su vida laboral, quienes se rebelan cada día por lograr una sociedad y un mundo mejor. Por eso el matriarcado, las mujeres de tantas y tantas generaciones son tan importantes y únicas. Supieron que el mundo las marginaría, rechazaría, y legaron el patrimonio de la rabia y la reivindicación en sus descendientes. Desde abajo se entiende mejor la sociedad que hoy habitamos. 

Estos planteamientos, quizás, nos ayuden a entender la rocambolesca política que ha triunfado en Madrid, en Europa, y que puede extenderse a otros territorios. Han usado y abusado de estos principios vitales de supervivencia. Han traspasado todos los límites maquinando estrategias maquiavélicas para hacer creer que sus formas de hacer política pasan por proteger a los de abajo. 

Escribiendo este artículo escucho la noticia de la muerte de José Manuel Caballero Bonald. Mucha tristeza con el último viaje de uno de los mejores integrantes de la Generación de los 50. Maestro de las palabras y, sobre todo, de la poesía. Escribir libros para él era cuestión mundana, pero hacer poesía era recordar y plasmar la memoria que engendramos a lo largo de cada día de la vida. En una de sus últimas entrevistas, en El País, el 14 de junio de 2020, decía que estamos viviendo el fin de un tramo de la historia, el fin de la realidad. En adelante habrá nuevos modelos, nuevos vínculos, nuevos hábitos. ¿Cómo vamos a neutralizar los efectos de esa guerra bacteriológica? Cómo diría un trágico griego, un dios abyecto intenta usurparnos el futuro.

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