Este domingo, si este maldito virus, este maldito nuevo mundo, no nos hubiera cambiado la vida, hubiera paseado con mis dos pequeños por la Alameda, empujando el carro de Biel y aferrándome a la mano de Aimar para cumplir el ritual de firar a los nietos. Desde luego no serían navajas infantiles como mandaba la tradición que cada año cumplía el entrañable abuelo de mis hijos, ni tampoco un polluelo de colores ni pajaritos enjaulados. Aquellos pequeños tambores de colores vibrantes eran y son el mejor regalo, hacer ruido para la fiesta grande de la gente del campo, simular que hacemos un retaule. Y el tiempo se detiene en esta estampa maravillosa de cada segundo domingo de septiembre en la Alameda de Morella, esos momentos que, con su luz, anuncian la llegada del otoño y del larguísimo invierno.
"El tiempo se detiene en esta estampa maravillosa de cada segundo domingo de septiembre en la Fira de Morella, esos momentos que anuncian la llegada del otoño y del largo invierno".
Si este maldito virus no nos hubiera cambiado la vida, este año subiríamos a alguno de los tractores supersónicos que se exhiben, y pasearíamos entre la algarabía de gente que se reúne masivamente en la Fira de Morella, procedentes de otras comarcas, de otros territorios, con la búsqueda común de las mejores herramientas y vehículos agrícolas y de las mejores especies vacunas y ovinas. Además, este fin de semana estaríamos desalando, y congelando para el invierno, el mejor bacalao de uno de los puestos aragoneses de la Fira. También nos hubiéramos surtido de quesos de La Plana, L’Empordà, del Matarranya, embutidos de La Vall d’Aran, turrón de Catí, alguna cacerola y otra olla de barro. Pero, sin duda, nos pasaríamos un buen rato mirando las exposiciones de estufas de hierro y los puestos de ferretería, de tornillos, candados, tuercas, martillos, cuchillos, cencerros…. Espacios que hipnotizan por la vida que sirven, por la variedad que nos recuerdan los viejos oficios y colmados. La Fira de Morella es una de las más antiguas del país valenciano, un privilegio real de Jaume I (1257), y uno de los mejores momentos del calendario morellano.
"El coronavirus ha invadido cualquier espacio, cualquier perspectiva optimista. No sabemos qué va a pasar mañana, cómo van a ser los próximos meses, cómo serán las fiestas navideñas".
Aunque nos esforcemos y miremos con cierto optimismo esta cruda realidad, la vida nos está cambiando. Increíblemente, jodidamente. El coronavirus ha invadido cualquier espacio, cualquier perspectiva optimista. No sabemos qué va a pasar mañana, cómo van a ser los próximos meses, cómo serán las fiestas navideñas. No sabemos si veremos este año, o el próximo, a nuestros seres queridos que tanto añoramos. Familia, amigas y amigos que deseamos abrazar infinitamente. Necesitamos tocarnos, palpar cada sentimiento, sonreírnos sin murallas, enlazar nuestras manos y seguir siendo seres libres. Hoy, las afirmaciones comunes más usadas son “no estamos para nada…” “cuando esto pase…” “cada vez estamos peor…” “es lo que hay…”. Es desolador. Sentimos que somos grupos de riesgo y salimos a la calle en silencio, con nuestros rostros cubiertos, como si no pasara nada. Cada día es sorprendente, observamos, detenidos en un paso de cebra, en un semáforo, mirando el entorno, somos personas que esperan, caminan, y somos irreconocibles. Normalizamos la mascarilla, la limpieza constante de manos, mientras el tiempo nos advierte que tan solo llevamos unos meses en este nuevo mundo.
La música sonaba la tarde del sábado en Castelló. Un perfecto y precioso concierto de la Banda Municipal en la plaza de Huerto Sogueros en homenaje a las víctimas del coronavirus. Un encuentro emotivo que mostró la cara de la nueva realidad. Medidas de seguridad, control de aforo, distancia entre músicos y entre público. Es lo que hay en este ambiente incierto y maldito ante el que no debemos detenernos. La vuelta a los colegios ha sido, y seguirá siendo, una dura prueba. Pero no podemos parar la vida. El alarmante incremento de nuevos casos de coronavirus, aquí y en el resto del mundo, solo puede llevarnos a otro confinamiento. Las cifras son muy preocupantes y, en algunos países, escalofriantes. La incertidumbre, también. Además, la tensión del sistema sanitario comienza, de nuevo. De los aplausos en los balcones estamos pasando a las agresiones verbales y físicas en los centros de salud, del agradecimiento a la sanidad publica estamos viviendo peligrosamente un duro escenario social ante el aumento de contagios. Pero no podemos parar la vida.
El otro virus que acecha sin piedad es la manipulación, las mentiras, el populismo que se hace hueco entre el desasosiego colectivo. Salvadores del destino, salvapatrias que machacan cada día con consignas que llegan a una ciudadanía cada vez más desanimada. Constantes comunicados a la contra, a la bronca, acosando, destruyendo lo que se intenta construir en tiempos muy difíciles. Mensajes que también están blanqueando la dictadura franquista, que juegan maquiavélicamente con las personas. Declaraciones de la derecha que ponen al descubierto que no tienen ningún interés en proteger a los más vulnerables, a quienes precisan urgentemente de respuestas políticas e institucionales. Son los mismos y las mismas de siempre. Es una pandemia que se está extendiendo miserablemente tras esas mascarillas oscuras, siniestras, esas señales de la ultraderecha que muestran la malvada fuerza y determinación autoritaria de quienes van a salvar a las sociedades. Esas señales que producen miedo y nos avisan del silencio de los corderos.
"El otro virus que acecha sin piedad es la manipulación, las mentiras, el populismo que se hace hueco entre el desasosiego colectivo."
Los días parecen transcurrir ente visillos, como el título de la genial novela de Carmen Martín Gaite. Una complacencia y conformismo que debemos combatir. Las carreras de Pancho en el bellísimo Parque Ribalta de Castelló, que acaba de descubrir, los olores a puchero y sofrito de paella que fluyen en el patio interior de mi nueva casa son el mejor estímulo de la vida que también fluye. A pesar de todo. Pero, entre visillos, en ese preciso instante que nos estremece, que se detiene el aliento, sin saber qué hacer ni sentir, este incierto mundo está pariendo una nueva era.