EL INTERIOR DE LAS COSAS / OPINIÓN

El oficio más hermoso del mundo

21/02/2023 - 

Sigo pensando en algo que escuché el pasado sábado en Morella, en el Teatro Municipal, en la jornada de homenaje al añorado periodista Josep Martí Gómez. Fue una intervención de Montserrat Domínguez, directora de Contenidos de la Cadena SER, en el marco de una mesa redonda de periodistas que recordaron a nuestro querido Josep. Domínguez habló de la memoria, de la experiencia y sabiduría del periodismo, del vacío de referentes que existe en las redacciones, de la orfandad que gotea sobre quienes vamos sumando años y quienes nos enamoramos y aprendimos El oficio más hermoso del mundo, -título de uno de los libros de Josep Martí Gómez-, gracias a esa memoria, a ese legado imprescindible de quienes nos precedieron y que quedó aprehendido en la piel, en nuestras conciencias y en el desarrollo de la profesión. Así crecimos como periodistas.

Aquellas redacciones en las que por la mañana estaban vacías, como en la Avenida del Mar de Castelló. Aquellos periódicos donde quien respondía al teléfono era el mejor contacto para contar lo que estaba pasando, donde las puertas de la redacción estaban siempre abiertas a la ciudadanía. Es imposible olvidar aquel sonido del repetitivo tecleo de las máquinas de escribir, aquellos dedos que lanzábamos sobre las teclas porque teníamos que contar deprisa lo que habíamos vivido y encontrado, y porque la hora de cierre del periódico presionaba a lo bestia. 

Aquellas redacciones en las que cada mañana estaban vacías, por las tardes y sus noches eran un espacio mágico en el que confluían todos los sonidos de la vida. La neblina del humo del tabaco flotaba entre aquellas mesas de la Avenida del Mar, el periodismo fumaba empedernidamente. Escribías en tu máquina y jugabas a mantener el equilibrio del cigarrillo en la boca. Éramos la hostia.

Foto: Gabriel Pacheco

No calentábamos las sillas de la redacción. Nunca. Estábamos en la calle, viviendo con la gente el día a día

Sigo pensando en ese momento concreto de la tarde del sábado, en aquel periodismo, en aquella manera de trabajar, de sentir y de vivir. El que fuera ‘mi director’, mi querido amigo, Javier Andrés Beltrán, en Mediterráneo, cuando yo era ‘su redactora jefa’ recordaba este sábado aquellos tiempos de los años ochenta cercanos a los noventa. No calentábamos las sillas de la redacción. Nunca. Estábamos en la calle, viviendo con la gente el día a día, con sus inquietudes, problemas, con sus sentimientos. Recordaba Andrés que antes de derribar la antigua prisión provincial de Castelló, en la Ronda Magdalena, le propuse un reportaje sobre aquello que escribieron los reclusos en las paredes de las celdas. Eran los años ochenta y aquella ocurrencia le gustó a mi director, que ya era un joven estupendo periodista. 

En aquel momento no era inusual que Mediterráneo tuviera como referente el género periodístico del reportaje, las entrevistas y las crónicas. En este reportaje me acompañó mi desaparecido y querido reportero gráfico de cabecera, Vicent Gamir, como siempre, -luego llegó mi querido Antonio Pradas-. Tanto Vicent como yo éramos una especie rara, nómadas de la palabra escrita y fotografiada. Nos colábamos en todos los jardines espinosos, con los ojos enormemente abiertos, con toda la curiosidad y el respeto por tantas realidades vividas.

Foto: Ion Zupcu 

decidimos que nuestro compromiso y obligación profesional era ser la voz, la palabra y la imagen de quienes no tuvieron voz ni palabra, ni justicia social

Iban a derribar aquel edificio redondo que guardaba demasiada miseria, mierda, miedo, impotencia y tanta angustia de personas encarceladas, muchas eran ‘elementos subversivos’, otros, delincuentes sin la opción de tener segundas oportunidades. Junto a Vicent Gamir, recorrimos aquel edificio vacío y silencioso, estremecidos, impresionados. En algún momento nos mirábamos cruzando miradas empañadas de lágrimas. En segundos, decidimos que nuestro compromiso y obligación profesional era ser la voz, la palabra y la imagen de quienes no tuvieron voz ni palabra, ni justicia social, de aquellos olvidados, invisibles, vulnerables. Aquello era el periodismo que decidimos ejercer siempre. Por siempre. 

Entre aquellas paredes ladeadas de la Ronda Magdalena se ejecutaron numerosas penas de muerte por garrote vil. Sucedía como en la magistral película de mi estimado Luis García Berlanga, El verdugo. En Castelló era ese personaje que llegaba a la estación del ferrocarril del Parque Ribalta y que era recibido por aquellas algarabías infantiles que no entendían nada pero que sabía que llegaba a la ciudad ‘un personaje’.

Foto: Jack Davison

En los años de la cárcel provincial castellonense, Martí Gómez pasó por esta ciudad, trabajó en Mediterráneo, y después voló entre Madrid, por siempre en Barcelona y en Londres. Esta historia reitera aquello que dijo, de forma magistral, Montserrat Domínguez el sábado en Morella sobre la memoria y el buen hacer, con quien compartí el humo del tabaco en algún instante, en la calle, junto a quien admiro mucho, al mega periodista Enric González (ay! no le dije nada).

no significa que fuéramos mejores que las nuevas generaciones profesionales

Aquella forma de ejercer la profesión no significa que fuéramos mejores que las nuevas generaciones profesionales. Éramos la estirpe que veníamos de los tiempos de una transición institucional, política y social de este país. Veníamos de la palabra escrita, del mejor y más ético periodístico, del buen uso del diccionario de sinónimos, de aquellas agendas personales de contactos que eran la joya de la corona, de poseer una curiosidad infinita por explorar aquello que nos rodeaba, aquello en lo que detenerse porque sentíamos que era noticia, desde la cabeza y el corazón. Y éramos jóvenes periodistas trabajando en un contexto empresarial que nada tiene que ver con lo que está pasando en esta puta realidad.

Mi relación con Josep Martí Gómez comenzó con una conversación en la que intercambiamos estas cosas que estoy escribiendo. Alucinó cuando le dije que fui redactora jefa de Mediterráneo con 25 años, siendo la única mujer, junto a Maria Consuelo Reina, en Las Provincias, que teníamos semejante responsabilidad en este país en aquellos años. Y alucinó más porque la situación no ha cambiado mucho, porque a Josep le dolía especial y profundamente, la precariedad laboral de las y los jóvenes periodistas.

Foto: Jarek Puczel  

La admiración que siento por Martí Gómez es también el sentimiento hacia un ser muy querido. He tenido la suerte de conocerle, de sentirle, de mirarle a esos ojos detenidos que escrutaban cualquier sentimiento. Este pasado fin de semana en Morella ha sido mágico y tremendamente emotivo. Las tres mesas redondas que se desarrollaron el sábado en el Teatro Municipal aportaron mucha esperanza en un mundo convulso y jodido. Y también estremecieron al poner sobre la mesa un periodismo que ya no existe.

Pero para mí, lo mejor de este fin de semana ha sido abrazar y achuchar a María Elena, quien ha sido la eterna compañera de Martí Gómez. Y a su hija María, y a su otra hija Isabel, que vive en Denver, y que su hijo Eric protagonizó lo mejor del sábado al recordar aquello que escribió sobre su abuelo después de caminar juntos por su barrio de Barcelona. Abuelo, estás muy callado, no hablas. Josep Martí Gómez le respondió: La vida es bonita. A los pocos días nos dejó este gran ser humano. Y esa frase es el relato que ha construido este pasado fin de semana morellano y un futuro lleno de referencias hacia el maestro.

Una de las historias más emotivas y periodísticas de este homenaje ha sido, asimismo, una reciente entrevista en Radio Valencia de la cadena SER en la que Elena hablaba de su marido, del padre de sus dos hijas, desde el amor, la humildad y la sencillez. Eran compañeros de vida y de oficio, aunque Elena no sea periodista, pero él era gente corriente, algo que un día me dijo. Qué bueno y que malo que seas gente corriente. Así era Josep Martí Gómez, humilde, amable, amoroso, solidario, profesional del mejor periodismo, capaz de mirar directa y profundamente a los ojos de la noticia. 

(Querida María Elena, -qué risas nos regalamos- no fui capaz de tatuarme  algo como aquella mariposa de colores que luce en uno de tus hombros y en los de tu hija Isabel, pero, -ya tú sabes-, nos quisimos a través de Josep, nos queremos y a partir de ahora vamos a convivir historias interminables, y no solo gozando del festival de la carxofa de Benicarló. )

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