“Escribir, no lo sabía, es ponerle música al movimiento mudo de las cosas, etiquetar gestos, miradas redondas o huidizas, poner la vida que yo quiero que esté donde no la hay o, hacer que me roce si está moribunda o apática, articular lo quieto, animar lo que no respira…”
Son las primeras frases con las que lleno mi libreta, he venido con un saco de dormir al Oceanogràfic y pasaré una noche escribiendo en el túnel de los tiburones. Le tengo más miedo al frío que al bloqueo creativo y no me equivoco: en este taller de escritura se crean disparadores enseguida, lazos, ideas, mundos, proyectos. Llevo sólo unas horas aquí dentro con veinte desconocidos que persiguen lo mismo que yo y pronto sé que no me he equivocado.
Nuria Labari y María Bastarós han montado este encuentro creativo y saldrán de aquí con sus cuadernos llenos, se hacen rodear de veinte alumnas (y tres alumnos) para que no suene tan disparatado, al fin y a al cabo tienen familia ahí fuera, una reputación, se les trata como a personas racionales. Pero pasar la noche aquí abajo como crías era una idea irrenunciable.
Daniel, un músico y escritor, ha traído su saxo y lo toca mientras paseamos entre los tanques nada más llegar. Los visitantes se han ido, mantenimiento no apagará la luz hasta las tres de la madrugada, sólo se queda una monitora del parque con nosotros. Nos explica la fauna, nos reparte colchonetas y almohadas.
“El saxo y el azul ondulante son melancólicos ⸺ escribo⸺, la sumisión del banco de meros también lo es…”. Han pedido un ejercicio de mirada rápida, aún no sé ni el nombre de los peces que cruzan el acuario pero sigo. “La música respira entre los tanques del acuario y sus habitantes no lo han advertido pero yo sí, yo soy quien conecta el mundo seco y el mundo líquido, las dos danzas, pongo la sincronía entre la caída del tiburón en diagonal (ostentoso, grave) y el aleteo indolente de la manta raya. Yo, que siempre me sentí anfibia, animal de orilla, entiendo el placer que trae conectar mundos, bailes, juegos de luz…”
Nos acabamos de conocer y nos vamos a enfundar pronto el pijama, reina una espontanea camaradería. No todo el mundo ha comprado el fin del mundo o, si lo ha hecho, en esto se traduce. Una chica muy locuaz ha traído un pijama monopieza de la pantera rosa con capulla y orejitas. Cuesta que su grupo baje la voz cuando nos atenúan la luz para que durmamos en nuestros sacos, creo que ha venido con su madre. Somos casi todo mujeres, casi todas tan jóvenes que no dejaré de vigilar a la tortuga marina e identificarme con ella. Las jubiladas son luminosas, se encantan con cualquier detalle, defienden con saña su lentitud porque se la han trabajado. Esta facilidad para establecer el campamento quizá tenga que ver con que hemos compartido nuestros escritos y una fuente de patatas fritas, o que hemos hecho un ejercicio especial para alterar la conciencia y nos hayamos mirado a la cara durante minutos, luego hemos compartido lo sentido y escrito pero apenas hemos hablado de nuestra vida civil ahí fuera.
En la consulta, un paciente me cuenta entusiasmado su grupo de marcha nórdica, otra su enganche con los coloquios de cine, a los pocos días acompaño a una amiga a su club de lectura (a los presenciales acuden jubilados, los digitales sin embargo están llenos de jóvenes). Parece que pensar la vida y pensarla bien se esté convirtiendo en tendencia pero no da titulares de prensa. Letraheridos, inquietos varios, humanistas de pelaje diverso, frecuentan conferencias, retiros de crecimiento, foros de lectura, talleres de creación literaria, artesanía o cocina, se cultivan, sanan, dejan reposar las ideas, abren ventanas por dentro. Parece una legión silenciosa de personas detrás de algo tan humano como jugar, crecer, descubrir mundos. Gente ambiciosa pero sin ruido ni cacharrazos, sin ostentación ni descalificativos, sin recuentos de likes. Personas que se preguntan qué significa estar vivo, qué sentido tiene nuestro paso por la existencia, qué es una emoción, qué la conciencia; cómo nos puede calar la experiencia ampliada de los otros, muertos o vivos, los que hablan desde los libros y son ya imposibles de callar.
Todo este enjambre humano hace su labor en la periferia y parece que no está pero está, sería más rico si el trabajo no nos vampirizara como lo hace. Bob Black, en su desenfadado La abolición del trabajo, contraponía a éste el juego. No defendía el ocio ni el tiempo libre, ciclos para recargar energía que absorberá el trabajo, sino el instinto lúdico con su “aristrocrático desdén por los resultados”. El caso es que se extiende una legión de personas que contraponen vida a la industria de la mala salud, la que nos apuntala para seguir produciendo. Frente a la salud de consumir y rendir, la de pararse y mirar, entenderse, contenerse, volver a la semilla.
“Me fijo en la espuma que se expande en la parte alta del acuario ⸺sigo en mi libreta⸺ y sé que la rebelión de los peces se dio hace mucho tiempo, que fue alegre, que fue viva; imagino un inconformismo lleno de fe, de esperanza, nada más ser traídos aquí dentro, una resistencia vigorosa que mutaría pronto en esta apatía, el vidrio que conocemos en los ojos de los peces”.