Cuatro botellas abiertas para afrontar desde la dinámica urbana la enésima crisis del botellón
VALÈNCIA. El botellón, más conocido como ‘lo del botellón’, puede zanjarse desde la síntesis: todo mal - los jóvenes fatal. También es verdad que, haciéndonos un poco los locos, podríamos abordar un fenómeno sociológico que funciona como prueba de cargo que se explica desde el urbanismo como cierta causa-efecto. Que la reflexión urbana no lo aborde, sino que lo encasille, poniéndose la venda en los ojos para limitarlo a molestia generacional, tal que el acné, define cómo de alejadas están los segmentos urbanitas dependiendo de su edad y su posición en el plano.
Reflexionaba hace unos días Manuel Vicent (siempre certero, me falta añadir) sobre el episodio pionero: “la idea que tuvo un chaval desconocido, a quien por su edad o por no tener pasta suficiente le fue negada la entrada en una discoteca. Para hacer frente a su impotencia se le ocurrió comprar alcohol a granel en un bazar chino y convocar una noche de sábado a su pandilla, chicos y chicas, en un oscuro callejón. Allí colocó el radiocasete sobre el capó de un coche, puso música a toda mecha, abrió el botellón y comenzaron todos a beber, a bailar, a reír y a todo lo demás hasta la madrugada. Aquel chaval sin pretenderlo había descubierto una nueva forma de estar en este jodido mundo: cabalgar sin parar hacia ninguna parte”.
El usuario cero, el inventor imaginario del botellón, sin pretenderlo también descolocó las coordenadas con las que nos anclamos a la ciudad. Creó zonificaciones nuevas ajenas a códigos conocidos. Con uso efímero pero episódico. Grietas que favorecidas por la proximidad a los dispensadores de alcohol, por las condiciones idóneas o vaya usted a saber por qué, se convirtieron en hábitats fértiles para la socialización espontánea. Conforma una cámara oscura de cuyo contenido aparentemente no queremos saber nada pero que termina proyectando una imagen nítida de nuestra manera común de estar en los sitios.
Por no persistir en la penumbra, acudir a la visión del urbanismo consigue alumbrar algo más . Chema Segovia es coordinador del área sociedad-cultura-ciudad en Culturalink, durante cinco años coordinador de proyectos de espacio público de La Marina de València y uno de los urbanistas de la ciutat con una visión más directa de las tensiones que se producen a partir de habitar en comunidad. Para Segovia esta nueva crisis del botellón, como una erupción, consigue verbalizar varios síntomas. Bebamos por partes.
“La polémica refleja lo poco que comprendemos a la juventud cuando nos hacemos adultos. Es paradójico porque todos hemos sido jóvenes, pero al crecer perdemos la perspectiva y la gente que tiene entre 16 y 26 años se convierten en un misterio para nosotros”, refleja Segovia. “El botellón ilustra bien esta idea. Creo que uno de los principales problemas es que es una práctica que no entendemos porque sucede en unos lugares, activa un tipo de rituales y responde a unas motivaciones que hemos dejado de compartir. En base a eso, nos genera desasosiego”.
La valla del campus de Tarongers, levantada hace apenas un año con la justificación de que cercar las instalaciones evitaría convertir el recinto en botellódromo, ilustra un proceso marcado por las dinámicas de temor.
Oscuridad, grupúsculos, espacios encriptados… El planteamiento para abordar el problema se convierte en parte del problema. Asignar atributos cargados de estigma, hace inviable cualquier atisbo de comprensión mútua. Es puro combustible del miedo. “Nos inquieta que sea de noche, en zonas generalmente apartadas, el hecho de que una multitud se junte, que lo hagan por disfrute, que además se empleen formas de desinhibir las interacciones... Para darle justificación al miedo que todo eso nos provoca, lo describimos en términos de problema de salud pública, de decoro urbano y de molestia a la vida comunitaria, y a la juventud la imaginamos como un grupo de inconscientes que no saben lo que hacen o de descarriados que debe uno domar”, sigue Chema Segovia. “Yo recuerdo tener veinte años, ir de botellones y pensar que aquello era mucho más relajado de lo que se veía por la tele y que la crispación lo único que hacía era ahondar en esa desconexión de comprensiones”.
Tras un primer diagnóstico tocaría apostar por la llamada a la comprensión, a la pedagogía bienintencionada. Que sí, que del botellón saldremos mejores. Pero como enfoca el propio Segovia, si algo ha enseñado la recurrencia es que “fallan las estrategias para tratar de gestionar el conflicto, que son dos: la represiva o la de integración. La primera se basa en la actuación policial a pie de calle y en promover que los padres adopten una actitud más autoritaria con sus hijos, incrementando ambas la distancia entre adultos y jóvenes, que ya digo que a mi entender es la raíz del problema. La de la integración, consistente en cosas como tratar de generar oferta cultural y de ocio alternativa al botellón o en intentar suprimirlo a través de la pedagogía. Suena mejor pero también ha tenido una ineficacia crónica. Vuelve a plantearse desde el mundo adulto hacia el de los jóvenes, tiene un carácter invasivo y muestra un desconocimiento grande de sus inquietudes, de sus modos de relacionarse y de expresarse”.
Ese individuo inventor del botellón con el que fantaseaba Manuel Vicent fue capaz, con su decisión, de provocar espacios que se transforman en no-lugares. Un conflicto espacial que tensiona bloques irreconciliables.
Pero igual, volvamos a jugárnosla, lo que está pasando tiene más que ver con que una realidad mucho mayor, mucho más incómoda, se manifiesta en áreas de la ciudad como manchas a las que tratamos con la misma superstición y temor que si fueran una aparición paranormal que no va con nosotros. “La cuestión de fondo”, resumirá Chema Segovia, “es que la juventud es un colectivo que sufre cuatro tipos de formas de exclusión en nuestra sociedad: la socioeconómica, a causa de un sistema educativo que tiene el abandono escolar como elemento estructural y de un mercado laboral que les cierra las puertas; la urbana, porque una ciudad pensada por los adultos y volcada al consumo los expulsa de cantidad de sitios; la ciudadana, porque se les considera gente que todavía se está formando y no está preparada para opinar y participar plenamente; y la cultural, porque no entendemos sus códigos, sus formas de ver el mundo y sus maneras de hacerse a sí mismos”.
Vayamos abriendo la quinta botella…