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EL ALGORITMO ES EL MENSAJE / OPINIÓN

El buen propósito de los millonarios

17/01/2022 - 

Usted no lo sabe pero hoy es el día en que abandona sus buenos propósitos para 2022. No lo digo yo, ni tampoco la ciencia (a la que le otorgamos nuestras certezas hasta que llegaron los teléfonos emitiendo nuestras vidas desde el bolsillo); lo dice el faro que todo lo alumbra, el big data. Strava, una de las apps más utilizadas en el mundo por deportistas profesionales y amateurs, sabe que el 17 de septiembre es el día en que la humanidad abandona sus propósitos de Año Nuevo. La media internacional de millones de promesas tan a uno mismo como no cumplidas hace de hoy el día internacional de la falta de voluntad.

¿Pero de qué humanidad hablamos? Entiéndase que lo que sigue es un pensamiento sobre los problemas del primer mundo. En concreto, del primer mundo que esquiva el riesgo de exclusión social pese a lo de la inflación. Desde esta orilla del privilegio, el día en que ‘oficialmente’ hemos tirado la toalla con lo del inglés y el six-pack, les propongo reconsiderar sus prioridades e inspirarnos en los que más posibilidades tienen de equivocarse y volver a empezar. Los que más tienen, los millonarios, a la chita callando, tienen un propósito vital que envidio: desconectarse de internet y, de paso, desconectar a los suyos.

Empecemos a darnos cuenta desde lo(s) más pequeño(s) porque tremendo debate se ha formado en torno a una pregunta sin respuesta: ¿a qué edad deben tener acceso las criaturas a internet? ¿Y a los videojuegos? ¿Y a una tablet o a un teléfono móvil? Confesaba Penelope Cruz en el popular matinal televisivo de la CBS que siente “como si el mundo estuviera haciendo una especie de experimento” con los niños exponiéndoles a las redes sociales. Ella y Javier Bardem han decidido que sus hijos no tengan perfiles en estas plataformas hasta los 16. Y, más allá de la entrevista y sus reflexiones (interesantes), si le preguntan a cualquier madre que les rodee les responderá algo parecido a lo que contestaría cualquier padre que les rodee: “¿hasta los 16?, ¿Cómo lo hacen?”.

Intúyase a mitad de artículo de lo que va: el privilegio de desconectarse y, para el común de los mortales, el propósito de hacerlo tanto como se pueda en este nuevo año. El sistema económico y muy especialmente la cosa de lo laboral nos han convencido de que hay que estar conectados. Es la neofórmula del ‘consuma todo el tiempo por el bien del sistema’. A cambio de esa entelequia que sitúa a internet como una especie de acceso a toda la información (ni que estuviera toda ni que ésta fuera neutral), lo cierto es que a la obligatoriedad social de estar conectados se ha sumado una especie de fatalismo autocumplido: la Covid-19. Este es el cóctel, así que volvamos a la duda del progenitor ante el privilegio de desconectar a los hijos: ¿cómo lo hacen Javier y Penélope?

Supóngase una hija. Suponga que a inicios de 2020, ésta cumplió los 14. Ahora trate de adivinar exactamente en qué mes de qué año volverá a disfrutar de espacios de socialización seguros, de planes no exhaustivamente planificados, de libertad en los movimientos para disfrutar de una serie de beneficios –por interacción– de su condición más social como humana que es. Es posible que el mismo rango de libertad que usted disfrutó entre los 14 y los 18 ahora suceda casi exclusivamente online. No le pido que elucubre qué efectos tendrá todo esto a futuro (da vértigo), pero si antes de una pandemia global por coronavirus era difícil imaginar escenarios de desconexión digital, ¿cuánto lo es ahora?

Más allá de los menores, ómicron ha sido un guantazo de realidad para los adultos. Desde la ingenuidad, nuestro sueño de volver a socializar estas Navidades nos ha postrado en casa. Un tsunami de contagios que, pese a los efectos aminorados gracias a la vacunación masiva, hace de esta pesadilla de la distancia social otra condena de obligatoriedad a las pantallas. Conectados durante 12, 14 y hasta 16 horas al día. ¡Al día! Conectados a nuestra bombona de oxígeno social. A nuestra pareja, familia, amigos. Videoreunidos en chándal y devastados mentalmente con cada resumen semanal de las horas que uno ha pasado mirando el móvil o frente al ordenador. Inimaginable, desolador, pero real.

La Historia demuestra que los privilegiados siempre han tenido el margen de tiempo libre suficiente como para encontrar en el ascetismo un modo de vida más sano. Desde que hace unos años emergiera la moda del ayuno intermitente, docenas de libros publicados en cada idioma y cientos de influencers efímeros al respecto, reconozco que este movimiento siempre me lleva a recordar a figura de Siddhārtha Gautama, Buda. El joven aristócrata eligió el ascetismo, el ayuno y la meditación, por la misma razón por la que Cruz y Bardem no permitirán a sus hijos tener redes sociales hasta los 16: porque pueden. Porque tienen alternativas, recursos, cómo suplementar aquello que tantos no. El ayuno intermitente, de hecho, es un rasgo de poder que se plantean quien puede tomar decisiones ordenadas sobre su alimentación y corregirlas si derivan en cualquier problema (TCA).

Así que este año todo apunta a que usted no puede, pero vaya que si puede. Puede desconectarse y vivir, desconectarse y salir, y hasta –desde la rebeldía– pasear contra las normas; esto es, en pareja o solo, por la huerta o la montaña, a varias hectáreas de cualquier otra persona y con la mascarilla bajada. A lo loco. Pero desconéctese, por su bien. Interprételo como el propósito viable ahora que todos los demás ya se han incumplido (lo del madrugón, el gimnasio tres veces a la semana, los carbohidratos, la recena, la gratitud, el mindfulness, los 10.000 pasos diarios…). Prueben a no ponerse los auriculares antes de salir de casa, a disfrutar del silencio en el transporte público o en el coche. Hagan ayuno de notificaciones, mensajes publicitarios personalizados a cambio de cualquier lacasito de dopamina por ese tuit tan ingenioso, por esa foto aparentemente improvisada, por la nada misma que es su “estado” actualizado en LinkedIn o WhatsApp. Atrévase a poner su móvil en escala de grises y exhiba –por desaparición– el privilegio de no estar siempre disponible. Muchos ya no pueden permitírselo, así que disfrútelo (si es que puede).


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