El autor ruso escribió esta historia acerca de un futuro totalitario, ultratradicional, autocrático e hipócrita en dos mil seis, y desde entonces no ha hecho otra cosa que perder gramos de ficción
VALÈNCIA. En determinado momento de la vida a uno le enseñan eso de que la historia es un péndulo, y luego, estando convencido de que la idea algo lleva de verdad —o mucho—, se lo refutan. La historia avanza repitiendo aciertos y errores del pasado, pero no de un modo tan equilibrado ni tan claro. La historia no se repite: solo algunas cosas. Esas cosas, en realidad, ni siquiera es que ocurran de la misma forma, y en todo caso, nada tiene de sorprendente, porque al fin y al cabo de lo que hablamos es de los derroteros que toman las pasiones e inercias humanas, y en ese terreno, no ha habido nada nuevo bajo el sol desde hace ni se sabe cuánto. Últimamente parece que volvemos a episodios oscuros ya vividos, pero eso es imposible: estamos creando nuevas formas de oscuridad que luego nos tocará recorrer, como esos niveles o mapas que uno crea en un videojuego a sabiendas de que luego lo pasará mal.
Sí es cierto que el odio que durante un tiempo quedó relegado al ámbito doméstico o a círculos de confianza, ahora se exhibe sin complejos, con alegría, con la cabeza bien alta. Claro que ahora también existen los móviles-cámara y las redes sociales, y todo se ve más que antes. Quizás ese odio ni siquiera era tan casero, y lo que ocurría era que no teníamos ocasión de convivir con él 24/7 a través de múltiples canales. Lo que es innegable es que hay una reacción y que esa reacción ve con malos ojos casi todo. Al final, a base de negar desde las vacunas hasta los derechos humanos, se encierra más y más en sí misma, al otro lado de unas murallas de rabia y desconfianza al abrigo de las cuales propugna un retorno a unos valores que supuestamente eran fantásticos pero que ciertamente no lo eran, ni siquiera lo serían para muchos de quienes anhelan con vehemencia volver a ellos, a la Arcadia feliz en la que las casas no se okupaban, no había virus asesinos que nos confinasen, la gasolina dejaba margen para comprar después un paquete de Fortuna, y todo era por tanto, en definitiva, infinitamente más sencillo.
Hace unos cuantos siglos, allá por el siglo XVI, el zar Iván el Terrible se volvió también muy desconfiado. Intuyendo conspiraciones de la aristocracia en cualquier esquina y tras cualquier cortina, decidió tomar cartas en el asunto, creando un Estado dentro del Estado, la oprichnina, en el que gozaba de poder ilimitado: una prerrogativa que le fue permitida tras una espantada que dejó a Rusia sin monarca y en una situación un tanto comprometida para los diferentes agentes sociales de la nación. Para proteger su cortijo absolutista, el zar formó una fuerza especial pseudomonacal y de aspecto ascético que le sería leal solamente a él, los oprichniks, a los que concedió inmunidad para hacer y deshacer a su antojo. Los oprichniks, claro, hicieron lo que haría cualquiera y lo que ha hecho siempre todo el mundo en esa situación: abusar del poder y actuar con una extrema e innecesaria crueldad. Al final los oprichniks se le fueron tanto de las manos al zar que tuvo que disolverlos cuando aún pudo.
Los oprichniks no han vuelto a pisar las calles de Moscú nunca más, al menos todavía, pero el ruso Vladimir Sorokin quiso imaginar que sí podrían hacerlo en esta novela inquietante, retorcida e inteligente que es El día del oprichnik, publicada por Alfaguara hace ya algunos años (en 2008), con traducción de Yulia Dobrovolskaia y José María Muñoz Rovira. Sorokin nos pone en la piel de un oprichnik del futuro —2027, un futuro ahora bastante cercano—, encargado de defender al Soberano haciendo valer su ley medieval en una Rusia aislada del resto del mundo por la Gran Muralla. El paisaje que pinta Sorokin es singular: coches autónomos con auténticas cabezas de perro cambiables a modo de adorno, inmensas autopistas amuralladas por las que discurre una nueva Ruta de la Seda que conecta una nueva China imperial con el París de una Europa, según se nos dice, en decadencia, poblada por ateos, libertinos, perversos y por yonquis ciberpunks procedentes del mundo árabe.
En la Santa Rusia del Soberano la cocaína, la marihuana y el speed han sido legalizadas por contribuir al bienestar del pueblo, pero sobre todo, por no afectar a su rendimiento, sino todo lo contrario. Los opiáceos, por otro lado, no se toleran. Entre las innumerables ventajas que ofrece el pertenecer a la hermandad de la oprichnina se encuentra el acceso a una droga estrafalaria, cuya ingesta subcutánea en una sauna constituye uno de los capítulos que más levantan el vuelo de la novela: la droga en sí son alevines dorados de esturión que remontan el torrente sanguíneo hasta el cerebro, provocando un viaje mental colectivo de primer nivel en el que los oprichniks sintonizan la misma frecuencia alucinógena introspectiva y se convierten en un dragón que vuela hasta el país enemigo y lo abrasa sin contemplaciones, pero sí con mucha imaginación.
La prosa de Sorokin es muy especial: el autor emula un lenguaje híbrido entre la jerga arrabalera, el fanatismo arcaico de un caballero del medievo, y las intrigas de un agente del KGB. El resultado es único: “¡Caramba, frente a la Universidad vieja se aprestan para una flagelación! Interesante. Aminoro y me acerco. En este lugar es donde azotan a los intelectuales. En la plaza Manezhnaya, un poco más allá, es donde se castiga a los gusanos de la Junta Provincial; en el Patíbulo reciben su correctivo los de las Chancillerías. A los arcabuceros se les da estopa en los cuarteles. Y al resto de infamante morralla se la trata en las plazas Smolenskaya o Miusskaya, en el camino Mozhaysky y en el mercado Yasenev […] En la tarima de madera aguarda enhiesta la figura de Shka Ivanov, el famoso verdugo de los intelectuales moscovitas”.
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