ANÁLISIS / OPINIÓN

El eje de la política

15/05/2023 - 

VALÈNCIA. Quizás, al leer el titular, usted ha pensado que íbamos a hablar de las elecciones. O al menos de un tema que saldrá a menudo durante estas elecciones (y las siguientes, y las otras…), porque es nuestro gran clásico electoral: Cataluña. O, por decirlo fino, el “problema de la organización territorial del estado”. Llegaremos ahí, pero antes demos una vuelta por el mundo y la Historia.

¿Cuál es el eje de la política? Hay dos famosos aforismos al respecto, que sin embargo son totalmente contradictorios. Uno es un adagio de la política estadounidense, que dice que “toda la política es local”. El otro es la aseveración de Otto von Bismarck de que “la política es política exterior”.

Quizás la contradicción se puede resolver con un “depende”: depende de quien seas. Si por ejemplo eres Estonia, toda tu política va a girar irremediablemente alrededor del hecho de que tu vecino es Rusia, que Rusia tiene 100 veces tu población y recursos, que entre tu capital y Moscú la elevación más alta es un montecillo de 300 metros de altura, y que la frontera es un riachuelo de tres metros de ancho que se seca en verano. Ante este hecho, incluso una inocua reforma laboral puede tener ramificaciones internacionales si, por ejemplo, afecta desproporcionadamente a la minoría rusa. O dicho de otra forma: en Estonia toda la política es, efectivamente, política exterior, porque Estonia sencillamente no se puede permitir grandes disensos internos.

Sin embargo, si eres un imperio, es distinto. Porque si algo caracteriza a un imperio es, precisamente, el poder ignorar al mundo exterior. O incluso ¡subordinarlo a sus cuitas interiores! En el Imperio Romano, algo tan impactante a largo plazo como la invasión y romanización de Gran Bretaña se decidió simplemente porque el emperador Claudio quería afianzar su gobierno mediante un triunfo. Ahora mismo, Estados Unidos es el imperio dominante, y está interviniendo en la guerra con un importante apoyo a Ucrania. Para Joe Biden, esta es (oficialmente) una lucha por la democracia y el derecho internacional… pero a lo mejor también influye el hecho de que Michigan y Wisconsin son swing states de cara a 2024 y albergan una considerable comunidad de polaco-americanos. Y si esto nos parece demasiado cínico, recordemos cómo durante décadas la política estadounidense hacia Cuba se ha regido básicamente por la importancia de Florida (con su importante población de exiliados cubanos) en el colegio electoral. O cómo el interés de los granjeros del Midwest en exportar grano a la URSS ayudó a Ronald Reagan a vender un cierto deshielo con Gorbachov. Estas conexiones nos pueden parecer ridículas al contemplar los detalles más estrambóticos de las elecciones estadounidenses, pero así es como funciona la política imperial desde los tiempos de Sargón de Acad.

Joe Biden. Foto: PRESIDENCIA DE ESTADOS UNIDOS

¿Y dónde se sitúa España? Pues España sufre la maldición del pelotón. A nivel mundial, somos un país relativamente menor, y desde luego no un imperio (y cuando lo éramos, pues igual: se sangraba a las colonias para convertir la política local en una balsa de aceite – por eso el catalanismo político despega justo después de la pérdida de las última posesiones en el Desastre de 1898). Al mismo tiempo, tampoco somos Estonia: somos un país mediano en una península relativamente aislada del resto del continente excepto en nuestra frontera con Francia, donde los Pirineos actúan de frontera natural. Y no estamos pegados a un imperio hostil que nos quintuplica en población o riqueza. En consecuencia, podemos “permitirnos” una intensa política interior… pero solo en los límites que nos dejan los imperios.

Uno de esos es Estados Unidos, y no tengo que recordarles que España no ha ido abiertamente en contra de los intereses de Estados Unidos desde, al menos, 1898 – las consecuencias de entonces parecen estar bien aprendidas. El otro imperio es muy sui generis, porque resulta que formamos parte del mismo y tenemos cierta voz y voto en configurar sus políticas. Me refiero a la Unión Europea. Aunque ahí ya resulta que la voz y el voto cuentan cada vez menos. Lo que cuenta, al menos desde la crisis de 2008 y los consiguientes rescates, es el dinero que trae cada uno a la mesa. Para las izquierdas, esto es un campo abonado para hacer populismo anti-UE, matizado sin embargo por el poco recorrido que tuvo para la izquierda griega en 2014. Para las derechas es un poco más complicado porque ese mismo modelo (el dinero se impone a los votos) les gustaría importarlo aquí también. Así que tiran de nacionalismo identitario. Por eso, lo más cerca que han estado las derechas de hablar contra la UE fue cuando se rechazaron las órdenes de extradición del juez Pablo Llarena. ¿Ven? Ya hemos llegado a Cataluña.

Carles Puigdemont. Foto: JAN VAN DE VEL/EUROPEAN PARLIAME/DPA

Desde hace tres décadas, Cataluña es el eje de nuestra política nacional. Es algo que podemos lamentar, pero que hasta cierto punto es inevitable. Porque los votantes igual no se informan hasta niveles enfermizos de todos los detalles de la actualidad política, pero tampoco son tontos. Y si nuestra política exterior y de seguridad se hace en Washington, nuestra política monetaria se hace en el BCE, y nuestra política económica y energética está condicionada desde Bruselas… ¿qué nos queda que podamos discutir libremente? ¿Sobre qué podemos votar en soberanía? Pues sobre la organización territorial del estado. Es casi lo único donde un político todavía puede prometer algo sustancial, ¡y cumplirlo! Parte del fracaso del primer Podemos vino de no saber reconocer, o de no saber explicar, esta limitación de la política en los márgenes imperiales. Parte del ascenso (habrá que ver si algún día coronado con éxito) de Marine Le Pen y del Frente Nacional es insistir machaconamente en los efectos de esa limitación durante ya cuatro décadas.

Hay que aclarar que no es una cuestión de leyes: la Constitución Española permite intervenir empresas e incluso expropiar, y parece difícil que expropiarle 10.000 viviendas a un fondo buitre estadounidense fuera a pasarle factura electoralmente a un gobierno de izquierdas. El problema es que dicho fondo contribuye a las campañas de congresistas y senadores, el presidente de EEUU necesita de estos congresistas y senadores, y un telefonazo hace el resto. Sargón de Acad, sin saber lo que es un teléfono, reconocería sin problemas el mecanismo.

¿Cuál es la alternativa? Pues no muy agradable. Sí, aún es posible cambiar las cosas, pero no bastan mayorías sencillas, pongamos 53-47, porque al menos parte de esa mayoría será dudosa y poco firme, y en un sistema imperial el poder central apoyará a la minoría con toda su artillería hasta que la mayoría se desmorone, véase Grecia en 2014. Hacen falta mayorías abrumadoras para resistir a eso, y en una sociedad moderna, diversa y plural es casi imposible un consenso así. Vladimir Putin, que sí tiene dichas mayorías, ha tardado 25 años en construirlas machacando alternativas y controlando los medios y al estado ruso – y todo para jugárselo a suerte o verdad en Ucrania (aunque posiblemente es lo que le está permitiendo resistir tras el fracaso de la intervención relámpago). Bismarck también tuvo grandes mayorías detrás, y también las usó para ir a la guerra. Tres guerras que establecieron un estado alemán en el centro de Europa, potente pero a la vez expuesto en todas sus fronteras (razón por la que Bismarck siempre optó por “ser Estonia” en lugar de “ser Imperio Romano”), y bastante autoritario y pagado de si mismo. Y en cuanto la mano prudente de Bismarck soltó el timón, los instrumentos creados por él adquirieron vida propia, con los resultados conocidos. Porque esa es otra: incluso si el gobernante es hábil, a largo plazo siempre llega un inútil megalomaníaco (o dos, en el caso de Alemania) que usarán ese poder para jugar a los imperios.

Todo esto no significa que debamos olvidarnos del voto, ni mucho menos desecharlo por inútil. Simplemente, tenemos que ser conscientes de sus límites sin caer en el cinismo. En eso consiste la política en los márgenes imperiales. Puede que no podamos expropiar a BlackRock y convertir sus activos en vivienda pública, pero eso no significa que haya que privatizar vivienda pública y cedérsela a BlackRock a precios irrisorios. Y si vamos a hablar mucho de Cataluña… pues al menos saber por qué.

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