Tarde de domingo y breves momentos de empate con el desasosiego. Meloni ha ganado en Italia. Putin no va de farol. Cubro el día con momentos sándwich en medio de placas de tedio y desazón, huyo de una siesta larga que no me he ganado. Me levanto para castigarme un poco frente al ordenador y enseguida la migraña se despierta conmigo y me topa, me enseña a sujetar el dolor, la neblina, el cuerpo desobediente.
Los momentos de empate no me los debo tampoco sino que los trae la tormenta. El cielo se pone oscuro muy rápido y bajamos a Noa cuando el parque se está vaciando de los últimos domingueros. Nos cruzamos entre ellos, que salen agachados y ruidosos, casi felices, a pesar de la ultraderecha victoriosa por Europa, a pesar de que Putin recluta rusos a la fuerza. Quién diría que íbamos a echar de menos el verano más sofocante que se recuerda, que íbamos a desear que sólo fuera el Hombre del Tiempo quien caldeara la estación desde la tele. Más de uno se pregunta si habrá que acostumbrarse al malestar o sólo intentar esquivarlo. Me digo si a la desazón de esto-era-todo no habrá que oponer comienzos, sacarlos de la chistera, proyectos mis veces demorados, inicios falsos o genuinos. Una paciente a la que deja su novio me confiesa entre sollozos que le hace feliz cambiar el pilates por el tenis. Pronto vendrá con un nuevo corte de pelo. Me identifico con ella, hay que reactivar el misterio y la intriga, son una especie amenazada. Asumo poco a poco que crecer tampoco traerá una explicación completa, pero que la cosa no iba de entender sino más bien de dosificarse: la energía, el tiempo, los sueños, los amores. De moverse y mutar sin perder la forma. Flexo-extensión cuádriceps. Inclinaciones laterales; la vida puede ser una larga clase de gimnasia para mayores.
Me fijo en gente lúcida y brillante que ha hecho el mismo viaje por nosotros y ha vuelto a salvo para contarnos cosas. Me fijo en quienes han escrito la cara B de todas las guerras. Fernán Gómez, por ejemplo, que llenó las páginas de Las bicicletas son para el verano de la violencia sufrida por los madrileños comunes y asediados, habló de la parte y del todo, nos emocionó con esa familia avergonzada de colarse en la cocina para robar un cacillo de lentejas. O Smeltana Alexeievich (La guerra no tiene rostro de mujer) y su registro amoroso de voces femeninas, voces que sabían conjugar la ternura y la ferocidad, que no luchaban la misma guerra que los hombres a pesar de volver mutiladas y llenas de barro igual que ellos. Virginia Woolf (que se mató al imaginar con demasiada vivacidad que Hitler llegaba a su puerta), admitía que el pasado era más interesante que el presente y se daba cuenta de que “las cosas que suceden en el presente no son más importantes… es la historia quien se encarga de aclararlas y darles profundidad” (si hubiera sido consecuente con sus palabras, no se habría metido en el Ouse con los bolsillos llenos de piedras). ¿Cómo bautizarán nuestra década los historiadores dentro de cien años?, ¿en qué detalle se fijarán? Nos resulta imposible dar con la dimensión del momento y nadie puede venir del futuro para contárnoslo. Cualquiera podría definir como bélico el instante en el que paga la gasolina o la cesta de la compra. Es fácil dar cuenta de las guerras diarias con uno mismo y con los demás, pero decir si Europa está en guerra, si ya empezó, si no ha empezado, si qué cosa es Europa, resulta agotador. Si el nombre que trae el conflicto en los titulares (guerra de Ucrania, de Rusia, del petróleo…) se está dejando la parte importante dentro o fuera, ¿quién puede adivinarlo?
Las palabras deberían servir de mapa pero a veces dibujan un terreno inventado, ¿alguien pensaba antes del 2020 que la normalidad era normal? Sospechamos, eso sí, que muchas de las ideas que nos dieron esqueleto ya no pueden ser eternas y quizá lo único que haya caducado sea nuestra complacencia. El delito de haber crecido entre el final de una Guerra Fría y la siguiente. La idea torcida de que las cosas buenas viven sin riego, que los geranios de nuestro balcón florecer sin agua y aguantar veranos de aire inflamado que queman como un soplete.
Al menos tenemos esto, me digo, un domingo, una lluvia tímida, bien educada, que casi pide permiso antes de mojarnos la camiseta, que nos hace correr sin mucho drama, buscar la marquesina de la parada, un árbol o un portal. Es prodigioso que algo se parezca a lo que debería parecerse y case bien con el nombre que le dieron nuestros abuelos. Septiembre. Otoño. Fin de ciclo. Pasan buenas cosas todos los días, me digo al retirarme el pelo pegado a la cara, y sólo se trata de estar atento. Las personas vitales suman más que las que no aman la vida. Hay mujeres quemando velos en Irán, hallazgos científicos sorprendentes, niños sin mascarilla guardando fila en sus patios y terrazas llenas de gente que absorbe el último sol, que ha decidido regalárselo antes de sucumbir al invierno peor anunciado. En los descansillos de las casas o en las consultas médicas abundan quienes se encogen de hombros ante la que se avecina. Ya sabemos de crisis, se oye aquí y allá, y se cuenta con cierta resiliencia.
Si te dejaran viajar quinientos años, pregunta mi hija, ¿irías adelante o atrás? Y yo, gran aguafiestas con los test, le pido que me aclare si se trata de viajar como mujer, porque si es así no me muevo ni un día. El futuro no le seduce a nadie y en el pasado no hay dónde meterse, ¿cómo hace uno para inventarse las ganas de seguir adelante? Me doy valor para reunir toda la imaginación posible. Haré un recuento de grandes remontadores. Quiero repasar cada día los optimistas de la Historia, haré una lista en cuanto llegue a casa. Como la chica que ha dejado el pylates por el tenis, yo me desapuntaré del pesimismo para asistir al optimismo. Cambiaré de dieta y lo haré antes que ella venga con un nuevo color de pelo. Estamos mejor preparados que nunca para la adversidad, sólo faltaba que la Historia dejara de mimarnos. Encontrar el impulso, el reto. Ciertas conquistas eran más escurridizas de lo que creímos, Simone de Beauvoir ya lo advirtió con el feminismo y ahora se ponen en la picota nuevos valores que nos son naturales como respirar: la libertad, la democracia, el disfrute de la naturaleza.
Cada vez que recojo a mi hija y sus amigas, el coche se me llena de adolescentes, se me llena de futuro. Intento ser un chófer diligente y mudo, pero me golpean sus canciones de moda, sus estribillos lanzados a presión, las risas, los cacareos. Todo me roza y me lleva atrás, no quinientos años pero sí unos treinta: las de catorce éramos nosotras, bulliciosas e hipercríticas con los chicos, alegres como burbujas de champán, coreando los 40 Principales y retando la paciencia del padre chófer de turno. Mamá, qué prefieres, me dice mi hija entre codazos y risitas, desafiando mi gravedad de chófer, un chico de los que te tienes que trabajar mucho y es tóxico y no sabes nunca o uno que te dice que qué guapa (los padres de los ochenta no sufrían preguntas trampa como esa). De los tóxicos, respondo, hay que salir por patas, chicas, ¿cuál era el tóxico? Déjalo, déjalo mamá. El padre de mi amiga ponía el coche a 18 grados, pero yo creía temblar de emoción. Teníamos que haberle interrogado más y hoy seríamos un poco sabias (cuántos años lleva darse cuenta de este punto). Me limito a espiarlas en el retrovisor y me sobrecogen sus caras diáfanas, su piel por cuajar, sus cuerpos ajenos al dolor, como yemas al aire, como seres húmedos y reptantes sin caparazón óseo, sin palabras para el amor, tal cual lo canta Serrat en su canción, senzilles i tendres.
Cuando cruzamos la Ciudad de las Ciencias siento que no conduzco un coche sino el siglo mismo, que las dirijo al Futuro entre los edificios de Calatrava y que ese Futuro, con luna llena al fondo de la avenida, no puede ser tan malo como lo pintan por todas partes. Nuestras conquistas venían hechas y el Futuro era una de ellas, pero a esta generación le queda poca complacencia. Y las niñas dale que dale con Morat y Coldplay y la rubia americana esa que me cae fatal, sin sospechar que mi viaje no termina en Blasco Ibáñez.