En pocas ocasiones la sociedad estadounidense sufrió un impacto emocional y económico tan grave como el derivado del crack del 29. Los bancos, en los que confiaban, y el mercado, que era sagrado, habían volatilizado el dinero de millones de inversores y ahorradores, lo que hundió la inversión y envió al paro y la miseria a millones de personas. El humor gráfico en los medios lo plasmó en toda su crudeza, pero lo paradójico es que esos chistes, con sutiles cambios estéticos, siguen siendo válidos
VALÈNCIA. No sé si han visto los picos que ha dado el desempleo en España, pero son muy divertidos. Son tres. El de 1985, en plena reconversión del tinglado industrial que se heredó del franquismo, fue del 21,65%. El de 1994, tras la famosa crisis del 92, fue del 24,55%. Y el de 2012, tras el colapso bancario y Lehman Brothers, del 25,8%. Es algo que va en aumento, como la deuda del Reino, y que avanza de forma inversamente proporcional a las condiciones de trabajo. Ahora mismo, la ley podrá decir lo que sea, que no dice gran cosa, y las inspecciones estar ahí pero sin estar, que luego en el mercado real, en b, o en el del fraude de ley de las nuevas tecnologías, las App tipo Glovo, Uber y demás, el trabajo va, poco a poco, tomando características de las condiciones del proletariado decimonónico.
El impacto cultural de estos estragos es manifiesto, aunque oscila de la alarma social cuando llegan las noticias más trágicas al cinismo, desapego, pesimismo y disidencia del humor negro que solo tiene como función, dadas las circunstancias, conseguir lo único que es gratis: la risa. Los ejemplos de todo esto en la actualidad son abundantes, porque a las publicaciones editoriales hay que añadir las redes sociales, donde cualquiera puede expresar el sentir popular con la situación de forma tan magistral como cualquier humorista aunque no sea un profesional. Al fin y al cabo, el buen humorista lo es más por ser persona que por un gran talento.
Dicho lo cual, lo más curioso es echar la vista atrás y comprobar cómo se repiten los fenómenos y el humor prevalece. Si nos vamos a la gran crisis histórica que condicionó el siglo XX, la de la Gran Depresión derivada del crack del 29, época en la que surgieron los fascismos y se recrudeció el autoritarismo -los mismos ecos que en la actualidad- nos encontramos con que el humor, con solo cambiarle la ropa a los dibujos, ya podría ser perfectamente válido.
Uno de los grandes maestros fue Otto Soglow, que publicó en la marxista New Masses, el demócrata New York World o el New Yorker, entre otras, donde se hizo famosa su tira más reconocida, Little King. Historietas cortas sobre un monarca que pasaba olímpicamente de sus obligaciones y se dedicaba a divertirse y perseguir mujeres. En España hubo desde 1978 un personaje similar en Bruguera, El mini Rey, obra de Joan March, orientado a los niños y más centrado en el personaje secundario, Esbirro, que se tenía que deslomar para cumplir con los caprichos del monarca. March dijo que su personaje estaba inspirado en su familia, con la que vivió en una casa del siglo XVI hasta los 25 años, aunque hasta el título es parecido al antecedente estadounidense.
Soglow publicó en 1934 un libro dedicado a la crisis económica, Wasn't the depression terrible?. La portada con la que se popularizó era la de una pareja sin ropa, cubierta solo por un barril, como se había retratado siempre en los comics la pobreza extrema, en la que ella le entregaba un barril pequeñito a un sorprendido marido, que se daba cuenta en ese instante de que había sido padre. En esa línea de chistes destacaba también el de una conversación entre dos críos en la que uno le dice al otro que de mayor quiere ser rico, pero para no pagar impuestos. Nada ha cambiado.
Un poco antes, en 1932, John T. McCutcheon, ganó el premio Pulitzer por una viñeta. Un hombre aparecía arruinado en un banco del parque. Entre sus ropas, hay un cartel que dice "víctima del colapso bancario". Se le acerca una ardilla y le pregunta "¿Pero por qué no ahorraste dinero en los buenos tiempos?" y contesta con mayúsculas "¡Lo hice!".
El humor de derechas tampoco ha envejecido cien años después. Tanto Quincy Scott en 1935 como Herbert Johnson ese mismo año recurrieron a la figura de una barca que en un extremo tiene a una mujer que pesa más que su marido y la barca se hunde. La de Scott iba contra los planes de Roosevelt del New Deal, la política intervencionista del presidente para reformar el sistema bancario y el mercado financiero y la institución de ayudas a los agricultores, entre otras medidas. La de Johnson, hacía referencia al coste de esas políticas, que aumentaron el déficit público, y se sufragaron con impuestos. Para este dibujante, las políticas fiscales expansivas sacaban del agua el motor de la lancha e impedían los negocios. El cuento de nunca acabar, la misma peleita que se puede leer hoy en redes sociales o saldrá a relucir en los debates electorales.
Si hubiera que señalar un cambio concreto es el del humor sobre los empresarios. En multitud de chistes salen perdiendo. Esto es, haciendo cola para tirarse por la ventana, vendiendo fruta en la calle, hablando con su mayordomo entre chabolas. Es curioso, porque entonces se veía que los grandes accionistas se iban a la ruina. Ahora parece más difícil de ver. De un toñazo como el de WeWork, por ejemplo, Adam Neuman salió con casi mil millones de dólares en la buchaca.
Otro detalle curioso es que, en estos años, mientras los humoristas sacaban toda la artillería, entre las vanguardias revolucionarias había un debate estético de primer orden. Concretamente en Estados Unidos, el historiador de arte Jerome Klein arremetió contra quienes, en un afán expresionista, convertían sus obras en "pura ornamentación" y que "han mirado desde la ventana del estudio a la calle, pero todavía no han bajado a ella" aunque estuvieran alineados con la izquierda.
Phil Bard, de cuyo compromiso no podía dudar nadie puesto que, en esa misma década, marchó como voluntario a la Guerra de España con la Brigada Lincoln, hizo un dibujo crítico con los artistas que priorizaban la expresión por encima del contenido que los retrató perfectamente. Era un pintor subido en un caballo de juguete. La imagen emulaba a Don Quijote. Hoy tampoco es difícil distinguir a quien saca provecho estético del mensaje, incluso a quien lo rentabiliza o convierte en salida laboral, frente a los calcinados activistas sociales que se encargan de las denuncias sociales más prosaicas. Decía el sabio que el cambio es lo único inmutable, pero, le contestó Lampedusa, para que todo siga como está.