VALÈNCIA. Tradicionalmente, los padres recelan de sus hijos cuando verbalizan una vocación artística. Demos gracias entonces a Mario Morricone por ir a contracorriente y matricular en el Conservatorio a su primogénito, Ennio, cuando a los nueve años le contó que quería ser médico. El fallecido compositor y director de orquesta firmó, antes de su muerte en 2020, más de 500 bandas sonoras de películas y series con las que ha trascendido el audiovisual para erigirse en maestro de la música. Su influjo ha trascendido el séptimo arte para medirse con Mozart, Beethoven y Schubert, como recitó, siempre hiperbólico, Quentin Tarantino, al recoger el Globo de Oro destinado al italiano por la banda sonora de Los odiosos ocho (2016).
Sus admiradores van de Quincy Jones a Barry Levinson, de Dulce Pontes a Hans Zimmer, Céline Dion o Joan Báez. Bruce Springsteen se sirvió de la celebre melodía de Hasta que llegó su hora (Sergio Leone, 1968) como broche final de todos los conciertos de su gira de The Ghost of Tom Joad; el guitarrista Pat Metheny considera la partitura de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) como “uno de los lugares más profundos, icónicos y artísticos” a los que hace referencia en su jazz; y desde 1983, Metallica arranca sus directos con una versión trash metal del tema El éxtasis del oro, de El bueno, el feo y el malo (Sergio Leone, 1966).
Fue reconocido con un Óscar honorífico en 2006 y ganó la estatuilla a la mejor banda sonora en 2016 por la cinta de Tarantino, y en 2020 era reconocido junto al también compositor John Williams con el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Acumulaba dos Grammy, tres Globos de Oro, cinco BAFTA, 10 David de Donatello y el conocido como el Nobel de la música, el Premio de Música Polar en 2010. Pero no siempre fue idolatrado.
Así lo revela el documental Ennio: el maestro, programado en Movistar Plus+ a partir del próximo 15 de septiembre. Cuando Morricone empezó a trabajar en el cine, el docente que más le marcó en su vida, Goffredo Petrassi, y al que Ennio sustituyó en el diseño de la banda sonora de La Biblia (John Huston, 1966), espetó que la composición de cine para un músico era “como prostituirse, una condena moral”.
De resultas, su alumno más brillante se sintió culpable. En la película afirma que incluso llego a componer “con sed de venganza”, porque quería resarcirse de esa culpabilidad.
En busca de sonidos traumáticos
El director Giuseppe Tornatore celebra al compositor de bandas sonoras más prolífico de la historia con una película para la que cuenta con la última entrevista a Ennio. En la propuesta, el músico introduce a la audiencia en su proceso creativo y hace partícipes del proceso de composición de bandas sonoras memorables, pero también de su gesta hasta elevar la música de cine a un lugar respetable.
Hizo su primera película, El federal (Luciano Salce) en 1961 y le dijo a su mujer que en 1970 lo dejaba, pero no se tomó ni un respiro, aunque sí lo compatibilizó un tiempo con la música concreta.
A mediados de los sesenta e influido por la asistencia a un concierto de John Cale a un curso de verano de música contemporánea en Darmstadt, se integró en el Gruppo di Improvvisazione di Nuova Consonanza, uno de los primeros colectivos experimentales de compositores. Esa experiencia en la “búsqueda de sonidos traumáticos” la trasladó a su trabajo como arreglista en el sello RCA, donde, entre otras libertades, introdujo el sonido de una lata, del tecleo en una máquina de escribir y el chapoteo en una bañera, para personalizar las canciones de los artistas de la casa discográfica. En ese periodo llegó incluso a trabajar con Chet Baker.
La conexión valenciana
Un valenciano, Ricardo Blasco, fue el director de su primer western, Gringo (1963) pero del mismo modo que hizo Las pistolas no discuten (Mario Caiano, 1964), las firmo con el seudónimo de Dan Savio.
Pero entonces, llego Sergio Leone, un compañero de colegio que se convirtió en el principal baluarte del spaghetti western. Morricone dotó de trascendencia al género. “En aquel momento nadie había probado una música tan operística en una película del Oeste”, resume Clint Eastwood en el documental.
Con el uso de una guitarra eléctrica y los sonido de un látigo, un yunque y una campana en Por un puñado de dólares (1964), creo un lenguaje nuevo que impactó en la cultura de la época. En La muerte tenía un precio (1965) fue más allá y empleó la Tocata y fuga en Re menor de Bach. Las referencias más elevadas convivían con los hallazgos de la vida cotidiana, como la deuda que mantiene Hasta que llegó su hora (1968) con el crujido que hizo un tramoyista al subir a una escalera durante un concierto en Florencia.
“La música de estos westerns eran construcciones de una arquitectura y una sabiduría premeditadas que las hacían increíbles. Voces, sonidos, ruido, timbre y tono eran los ladrillos que utilizaba para construir sus catedrales”, admira el compositor, director de orquesta y pianista italiano Nicola Piovani.
El reconocimiento en una flauta de pan
A finales de los sesenta, Morricone era una garantía para productores y directores. Solo en 1969 se estrenaron 29 películas con su música. La envidia entre sus pares se convirtió en calumnia y llegaron a acusarle de no haberlas compuesto todas.
Con el tiempo firmó obras maestras como las bandas sonoras de Novecento (Bernardo Bertolucci, 1978) y Días del cielo (Terrence Malick, 1978), pero el reconocimiento definitivo le llegó de la mano de su gran amigo Leone. El visionado de Érase una vez en América (1984) le provocó una emoción tan honda al intelectual, compositor y músico italiano Boris Porena, que le escribió una carta para disculparse.
A los grandes músicos académicos de las generaciones anteriores les costó mucho reconocer mucho el talento de Morricone. Les era familiar, pero no prestaban atención a su talento. La misiva de Porena constituyó una disculpa a toda una etapa histórica de desprecio a la música de cine.
“Sin Ennio muchos de nosotros no estaríamos aquí, lingüísticamente seríamos diferentes, más pobres”, sintetiza Piovani, ganador del Óscar a la mejor banda sonora por La vida es bella (Roberto Benigni, 1997).
Tras uno de sus conciertos de música cinematográfica de Morricone en París, con el público entregado, Piovani se dirigió al camerino para preguntarle si era consciente de que aquella era la gran música del siglo XX. El maestro le respondió que estaba empezando a pensarlo.