Hace algunas semanas, el rey emérito volvió a España, después de casi dos años de exilio autoimpuesto en los Emiratos Árabes. Su retorno fue celebrado por la gran mayoría de los comentaristas y medios, con alabanzas que en ocasiones rozaban lo surreal, pero que en general se han centrado en su “gran contribución a hacer de España un país democrático”, en lo que parecían obituarios adelantados: ya ha empezado la lucha por definir su legado.
El legado de Juan Carlos de Borbón se suele resumir precisamente en que “nos trajo la democracia”. Una frase que lleva implícita dos ideas que conviene tomarse con cuidado. La primera, que el rey emérito quería traernos la democracia. Sinceramente: la idea de Juan Carlos I mirándose al espejo en la mañana del 23 de noviembre de 1975 y diciéndole a su reflejo “tú vas a traer la democracia a España, aunque te cueste el trono” es sencillamente ridícula. El objetivo vital principal -por no decir único- de Juan Carlos, desde que tuvo uso de razón (y en sintonía con quienes le precedieron en la dinastía, todo hay que decirlo), era obtener el trono y conservarlo. Todo lo que hizo fue siempre encaminado a lograr esto último. Si se hizo “demócrata” (tras su coronación y no antes, obviamente) fue porque llegó a la conclusión de que la democracia iba a ganar. Por la misma podría haber llegado a la conclusión de que el franquismo era más firme que una roca y nombrar presidente del gobierno a José Antonio Girón de Velasco en vez de a Adolfo Suárez. Con lo que llegamos a la segunda idea implícita en las alabanzas que se le cantan: la idea de que la Transición podría no haber resultado nunca en una democracia. También esto es ridículo.
¿Alguien se imagina la España de hoy, año 2022, todavía como una dictadura autoritaria? La mera idea es grotesca, y ya lo era en 1976: la inmensa mayoría de los españoles quería una democracia, y la inmensa mayoría de los españoles asumía que la democracia vendría. Como mucho podía haber discusión sobre el cuándo, el cómo, el tipo de democracia, y la letra pequeña. La prueba es que los partidos abiertamente franquistas, unidos en la “Alianza Nacional 18 de Julio”, no sacaron ni un solo escaño en las elecciones de 1977, e incluso en 1979, con una Constitución que “dejaba fuera a Dios” y creaba un estado de las autonomías, la ultraderecha de los “franquistas inmovilistas” apenas logró el solitario escaño de Blas Piñar. Los “franquistas aperturistas” agrupados en torno a Manuel Fraga, por su parte, en ambas elecciones se quedaron en porcentajes de un solo dígito.
La realidad es que en 1975 la España franquista ya era una completa anomalía en Europa (y así era percibida por los propios españoles), que se sostenía fundamentalmente por una razón: el miedo. La absoluta certeza, en amplias capas de la población, de que Franco no dudaría ni un segundo en exiliar, encarcelar o fusilar a centenares de miles de personas si pensaba que la pervivencia de su régimen así lo exigía. Certeza que venía avalada por el hecho de que Franco ya había hecho exactamente eso para llegar al poder. Muerto Franco, esa certeza dejó de existir: Juan Carlos simplemente no era el tipo de persona que fusilara a centenares de miles para mantenerse en el poder (sus hagiógrafos también nos venden esto como un “mérito” digno de alabanzas - ¡cuando debería ser lo mínimo exigible a cualquier persona!), aunque solo fuera porque no querría que le abuchearan al ir a esquiar en Suiza o a cenar a Paris. A partir de ahí, la llegada de una democracia compatible con las europeas era inevitable. Oponerse a ello habría arrastrado a la Corona, y Juan Carlos tenía bastantes ejemplos muy cercanos para recordárselo: su abuelo Alfonso XIII en 1931, su cuñado Constantino de Grecia (expulsado por partida doble: primero por los coroneles, y luego por el pueblo) en 1973, y la caída del régimen de Salazar en Portugal en 1974.
Juan Carlos, sencillamente, siguió la línea política que le aseguraba mayor posibilidad de pervivencia, y eso exigía alcanzar algún tipo de acuerdo con la oposición democrática. De esto se encargó Adolfo Suárez, y quedó plasmado en la Constitución de 1978, en cuya redacción todo estuvo abierto a debate… excepto la monarquía (y la bandera), que a su vez fue blindada con la inviolabilidad del rey. Quizás la mejor prueba de la absoluta anomalía del franquismo es que en la Constitución en casi todas las cuestiones se impuso el criterio de la oposición (luego el régimen se encargó de la letra pequeña, lo que paradójicamente ha llevado a una cierta frustración izquierdista con la propia Constitución).
Pero, sobre todo, la narrativa “el rey nos trajo la democracia [y qué son cuatro pecadillos en paraísos fiscales al lado de esto]” es una verdadera ofensa a toda la oposición antifranquista. Porque los opositores al régimen, todos los que se organizaron, se manifestaron, montaron redes, fueron detenidos y torturados… todos ellos, según esta narrativa, fueron unos pringados que tendrían que haberse quedado quietecitos esperando a que el buen rey lo resolviera todo. Y hasta el día de hoy, nuestra democracia adolece de una cierta falta de ethos: carecemos de una conciencia de que es nuestra porque nosotros la hemos ganado y podemos reformarla si queremos. En amplias capas de la población, se la considera una dádiva real, y modificarla poco menos que una herejía (detrás de esto, obviamente, hay poco de patriotismo o agradecimiento a la Corona, pero sí una fría consciencia de que los chiringuitos edificados a su sombra igual no sobreviven a una reforma del conjunto).
Toda esta problemática ha salido a relucir con la vuelta a España del rey emérito, que tras dos años llegó para ver una regata y ni siquiera tuvo algunas palabras de contrición. En la narrativa oficial, como todas las causas han sido cerradas, no hay nada por lo que pedir perdón. Pero con una institución tan simbólica como la Monarquía, las cosas no se pueden reducir a legal o ilegal. Tampoco es ilegal irse a Tanzania a cazar jirafas acompañado de una amante mientras la tasa de paro en España supera el 25%, pero en este (hipotético) caso igual la Zarzuela pediría perdón (si los pillaran).
Las cosas han cambiado bastante en 10 años: lo que antes habría sido una falta de respeto a todo el país, ahora le sirve a una parte para entonar un “que se jodan los progres” como resumen de la narrativa que ciertas derechas están cultivando: este gobierno es ilegítimo porque tiene apoyos que nosotros no aprobamos, el país es nuestro y lo vamos a recuperar, las leyes solo son para los pobres, los impuestos son un robo y por ello esconder el dinero en paraísos fiscales es legítima defensa. Todo acompañado por la transformación de la Corona en una institución “de parte”. Parece que, una vez perdida la inocencia, la Casa Real ha echado cuentas, ha determinado fríamente los apoyos necesarios para bloquear una reforma constitucional (y para eso bastan entre un tercio y un cuarto del electorado), cultiva dichos apoyos con todos los gestos y símbolos que la legalidad le permite, y a partir de ahí está decidida a aguantar hasta que los republicanos se cansen. ¡Y eso que la “oficialidad progre” decía por boca de Alfonso Guerra que el rey emérito debía volver cuanto antes, no se nos fuera a morir lejos de España!
Sobre esto último: desde el siglo XVIII, España ha tenido nueve reyes. Dos siguen vivos. De los otros siete, nada menos que cinco han fallecido fuera de España, casi todos en Italia (Carlos IV en Nápoles, José Bonaparte en Florencia, Amadeo I en Turín, Alfonso XIII en Roma, Isabel II rompe la racha muriendo en París). Incluso limitándonos a los Borbones, son más los que fallecen fuera que dentro. De los dos que lograron morir dentro de las fronteras del reino, uno es Alfonso XII, llegado al trono tras un golpe contra la Primera República y fallecido tan repentinamente a la joven edad de 27 años que no le dio tiempo ni a caer en desgracia. Y el otro es Fernando VII, probablemente el peor rey que ha tenido España. Morir en España no garantiza nada, y morir fuera no es para nada una anomalía. Y encima, los tres Borbones muertos en tierras lejanas, Carlos IV, Isabel II y Alfonso XIII, han acabado todos enterrados en la Cripta Real de El Escorial. Alfonso Guerra puede estar tranquilo: por mucho escándalo, los reyes retornan… incluso después de muertos.