En la novela de Chesterton El hombre que fue Jueves, la Policía británica logra infiltrar al poeta Gabriel Syme en una célula anarquista de Londres que está preparando un atentado. Entra con el alias de Jueves en un grupo clandestino de siete personas que utilizan como nombres en clave los días de la semana. A medida que avanza el relato, Jueves descubre que Martes es también un agente infiltrado por Scotland Yard, y lo mismo le ocurre sucesivamente con Lunes, Miércoles, Viernes y Sábado, que se comportan como anarquistas para evitar ser descubiertos y también creían ser los únicos infiltrados. Incluso Domingo, el líder de la célula, parece que es policía, aunque el autor no acaba de aclararlo.
Como en la obra de Chesterton, es posible que algunos visitantes que se alojan en apartamentos turísticos de València descubran con sorpresa que sus vecinos valencianos no son lo que parecen. Que ese muchacho pelirrojo de piel blanquecina y pecosa del piso de al lado no tiene pinta de mediterráneo y que el matrimonio despistado que sale por el portal de enfrente parece más nórdico que del barrio del Mercat. Pongamos que hablo de la plaza Lope de Vega, junto a la Plaza Redonda, o la de la Merced, donde alzando la vista hacia cualquier lado no se ven más que edificios convertidos en alojamientos turísticos llenos de infiltrados que salen a la calle para pasear por una València que se empieza a parecer demasiado a otros centros históricos que han visitado.
Es una pena pero no hay vuelta atrás. El centro de las ciudades turísticas marcha hacia la uniformidad a una velocidad que nadie supo prever. Allí donde cierra un comercio de toda la vida abre una franquicia o una tienda de recuerdos en la que pone Souvenirs; allí donde hay más turistas que vecinos los comercios y la hostelería se orientan a esa nueva clientela. El proceso parece imparable y no es consuelo que aún queden rincones que merecen ser descubiertos... por los turistas.
La culpa no es de quienes vienen a conocer la ciudad, todos somos turistas cuando salimos fuera, todos deambulamos por ciudades y pueblos que queremos conocer; la causa, más que la culpa, es una conjunción de factores de sobra conocidos, que empezó por los vuelos low cost, siguió con las aplicaciones de viajes y de alojamientos turísticos y tuvo su despegue definitivo a raíz de la pandemia, que despertó el carpe diem en gran parte de la población mundial. Antes viajar era un lujo y hoy las escapadas son parte imprescindible del ocio de la clase media.
La solución, si la hay, no es lamentarse ni escribir artículos nostálgicos como este. Los turistas son bienvenidos, dejan dinero, crean empleo y generan endorfinas a quienes somos amigables indicándoles una dirección o recomendándoles un sitio para comer. Hay voces que piden que València deje de promocionarse como destino turístico, pero eso es peligroso porque hay mucha gente que vive de esto.
Lo que se echa de menos es una estrategia para no morir de éxito con el turismo. Parece que el nuevo responsable de Visit Valencia, Tono Franco, la tiene, según expuso en la interesante entrevista que le hizo Estefanía Pastor, pero tampoco es una responsabilidad solo de él.
Por ejemplo, parece necesario frenar el aumento de los pisos turísticos –de momento, hay una moratoria– para evitar que el turista sea Jueves y, de paso, ayudar a paliar el problema de la vivienda. Son problemas relacionados, aunque la principal causa de la falta de viviendas no son los apartamentos turísticos, que sí son los culpables de la despersonalización de algunos barrios.
Es cierto que cada edificio antiguo transformado en bloque de apartamentos supone diez o doce hogares menos en una ciudad que, como la mayoría de las capitales españolas, tienen un grave problema de acceso a la vivienda que no parece tener solución a corto plazo. Pero ni todos los pisos turísticos se pueden convertir en viviendas –hay muchos en bajos comerciales y otros que ocupan suelo terciario, como un hotel– ni cabe pensar que la solución al problema de la vivienda pasa por prohibir los alojamientos turísticos, porque entonces igual lo que nos cargamos es el turismo.
El número de apartamentos turísticos en València es difícil de calcular. Registrados –legales– hay unos 5.800 pero el Ayuntamiento calcula que son unos 10.300 los que se anuncian en las plataformas que los comercializan. Si Catalá consiguiera cerrar esos 4.500 'ilegales' y que la mayoría salieran al mercado de alquiler o de segunda mano, se relajaría la tensión de precios.
Pero sería solo un parche. El mercado de la vivienda en España está como está porque la población ha aumentado en un millón de personas en solo dos años hasta casi 49 millones, y lo ha hecho especialmente en las capitales. La población de Valencia ha pasado de 800.000 a 830.000 personas –a pesar de la expulsión de jóvenes al área metropolitana porque aquí no hay quien viva– y toda esa gente necesita un hogar.
Como el ritmo de construcción en València ha ido muy por detrás, en parte por el atasco en el departamento de Urbanismo del Ayuntamiento, y el de vivienda pública ha sido prácticamente nulo en la última década, los precios se han disparado hasta provocar que descienda la venta de pisos porque la gente opta por el alquiler, lo que a su vez provoca que el precio de los alquileres también se dispare.
La vivienda es un bien de primera necesidad pero está sometido a las leyes de la oferta y la demanda, como la comida. De lo que se deduce que una solución –diría que la principal– a medio y largo plazo consiste en construir más viviendas, y cuantas más públicas mejor. Por eso, no veo mucho sentido a que una de las reivindicaciones de la manifestación de este sábado en València por el derecho a la vivienda fuera que se paralicen todos los PAI de la ciudad.