VALÈNCIA. Me encuentro en el Café de Flore, en Saint-Germain, sentado en una de esas mesas que tanto frecuento y que solían reunir a Camus, Sartre, Mastroianni o Piccoli. Todavía hoy las ocupan muchos editores para corregir nuevos manuscritos y, por tanto de alguna manera, el curso de nuestros pensamientos. Apurando mi cafè noir constato una vez más que París es esa ciudad amuleto donde todas las piezas encajan, donde aquello que decía Marguerite Yourcenar, que el tiempo es un gran escultor, cobra todo el sentido. He sacado el cuaderno donde voy anotando ideas para una nueva novela histórica. Pero en vez de seguir en el siglo XVI, he preferido dedicar unas palabras a alguien a quien admiro y quiero mucho. Mi hermano Enrique Arce,
En cada uno de mis reencuentros con Quique, siento vibrar todo eso que nos caracteriza, denomina y hermana. Eso que se siente entre personas que no necesitan el lenguaje de las palabras para entenderse. Nos hemos reencontrado en diferentes situaciones en la vida. Siempre conectados por los mismos sueños e ilusiones desde tiempos de formación, de lucha por abrirnos un hueco en el difícil mundo al que hemos decidido dedicar nuestras vidas. Eso mismo que tan solo es reservado a unos pocos y por un tiempo limitado: la interpretación.
Quique supo que sería actor, estudiando las carreras de Derecho y Empresariales. Con él compartí formación en Valencia y en Londres. Luego yo continué en Madrid y él en New York donde siguió formándose cuatro años en la prestigiosa American Academy of Dramatic Arts. Continuaron periplos de regreso a un Madrid en el que no encajaba del todo y las consecuentes heridas. Hoy, treinta años de decisiones más o menos acertadas, errores, caídas, volver a ponerse en pie una y mil veces, y mil veces y una volver a caer, desaparecer, reinventarse, es toda una lección de resistencia. Porque se encuentra en ese lugar que tanto había soñado. Sí, definitivamente, tres décadas de apuesta y trabajo han dado los frutos deseados, tal y como sugiere la matemática del universo, esa en la que muchos no creen, pero en la que unos pocos vuelcan toda la energía posible de sus deseos y objetivos. Enrique ha entregado a cada época cantidades ingentes de luces y de sombras en esa misma dirección, la que le indicaba el destino de su sueño. Con decisión y fe, ha trabajado y ha dado todo lo posible para que sucediera. Así que hoy podemos afirmar que Enrique le está dando hoy a aquel Quique de hace treinta años todo aquello que éste soñaba.
En esta ocasión nos hemos reencontrado en París, donde hemos celebrado todo lo que le está pasando. En la Citè de la Lumière está rodando Murder Mistery 2, la nueva película de Adam Sandler y Jennifer Aniston, que cuenta también en el reparto con Melanie Laurent y Mark Strong entre otros. En este proyecto se encuentra inmerso, tras acumular recientemente participaciones en películas a las órdenes de Woody Allen, o junto a Mel Gibson o Schwarzeneger, por seguir añadiendo ejemplos.
Caminar con Quique por París es casi imposible. Todo el mundo le reconoce y quiere hacerse fotos con él. En los bulevares de las Tullerías es difícil avanzar veinte metros sin una nueva interrupción. Una chica dejó su tienda de souvenirs, cuando pasó Quique junto a ella, y nos persiguió casi hasta la estatua dorada de Juana de Arco para conseguir una foto, jugándose el puesto de trabajo. Él se entrega en cada uno de esos momentos con generosidad y sonrisa. No solo a la gente que le reconoce por las calles de muchas ciudades del mundo, sino también a sus compañeros de rodaje, tal y como pude comprobar en el set de rodaje al que estuve invitado. Aniston, Sandler le abrazan, le alaban su oficio. El propio Sandler me comentó en el set que Arce “lo va a romper en la película”. Enrique está viviendo el sueño de Quique, ese que en muchos momentos creyó imposible. Acaba incluso de ser nominado a Mejor Actor para los prestigiosos Premios Internacionales Septimius Awards, que se entregarán el próximo 7 de junio en Amsterdam.
Pero hay algo en su mirada que confirma que no es absoluta su alegría. Una diminuta sombra, una partícula de desánimo que puedo percibir en sus ojos, quizás porque le conozco bien, o quizás porque en menor medida también habita en mi mirada la misma partícula, y que no es sino el ser consciente de que, aunque cada vez siga conquistando altura mundial en su oficio, quedará más y más mermada de un modo paradójico, absurdo y proporcional la posibilidad de trabajo y reconocimiento en esa ciudad que tanto ama, de la que tanto habla y pasea con orgullo por cada continente. Su ciudad natal. Porque sabe que Valencia es una madre que suele abandonar siempre a sus hijos, cuando estos le salen artistas.