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el interior de las cosas / OPINIÓN

Ensayo sobre la ceguera

16/03/2020 - 

 El tren traqueteaba con pereza y retraso, con sus vagones llenos de personas por encima de su aforo. La supresión de horarios concentraba el pasado lunes a los pasajeros de tres o cuatro turnos de Cercanías entre València y Castelló, entre Castelló y València. Hemos pasado cada día de la semana, como otros días y semanas, viendo la salida del sol en Borriana y su atardecer en Almassora. Y respirando el aire viciado de los vagones de estos trenes. Decenas de estudiantes, trabajadoras y trabajadores de las comarcas con trazado de vías. Personas desconocidas, cercanas, lejanas. Cada día hemos compartido el aire y los pensamientos, ocupando todas las plazas sentadas, y muchas de pie en los pasillos. Cada día el silencio era más inquietante, comenzaban a llegar los primeros rostros con mascarilla, manos enfundadas en guantes de látex, movimientos convulsivos de lavado de manos con líquidos desinfectantes. El jueves éramos gente convulsionada, extraña, atrapada en ese sigilo que anticipaba la llegada de algo excepcional. El viernes los trenes se deshabitaron de estudiantes, creciendo el vacío y los silencios. La persona indigente que cada día subía en la estación de Puçol con su casa a cuestas, se apeó en Castelló con torpeza y semblante triste. Pensé con rabia qué pasaría con él, con su vida, si se declaraba el confinamiento de la población, qué pasará con las personas que no tienen techo donde cobijarse, que pasaría con esas vecinas y vecinos que residen en nuestras calles y parques si se limitan o suspenden los servicios de atención social. 

Esta pandemia nos está poniendo a prueba, al sistema, a los gobiernos, los partidos políticos, las empresas, los agentes sociales y a la ciudadanía, que va a ser la gran víctima de esta crisis

El regreso a València, el viernes, ha sido el viaje más extraño jamás vivido. Incertidumbre, más mascarillas, más guantes, más convulsiones. Miradas de reojo a quien estornuda, disculpas ante esa tos que dices que es personal e intransferible, que es cosa del tabaco, que no se preocupe ni me mire así (y devuelves la mirada, y piensas socarronamente que igual la nicotina es un escudo protector). Íbamos sentados, de uno en uno, sin compartir grupos de asientos. Una persona en cada espacio, mirándose con recelo. Al mismo tiempo se respiraba sosiego, recogimiento. Los trenes, incluso, se volvieron puntuales y ágiles, veloces. Pero al llegar a la estación del Nord todo cambió el pasado viernes. Estaba desbordada de gente con maletas, familias enteras que, pensé, escapaban fatal y erróneamente a sus pueblos. Aislamientos al calor del hogar familiar y de la segunda residencia, una huida que lleva posibles contagios en sus equipajes. Tal como han hecho tantas y tantos madrileños saliendo del mega eje de la pandemia en este país. Exigimos que no vengan a nuestras playas, pero nosotros inundamos los pueblos del interior con nuestros virus a cuestas, unos pueblos donde residen, sobre todo, personas mayores, nuestros mayores. 

Durante dos semanas, o más tiempo, no podré besar ni achuchar a mis nietos, ni atosigarles con mis canciones mal cantadas, ni agobiarles con esa incontinencia verbal que nos brota en estos momentos de la vida, con esos deseos de sueños y libertad que les dedico mirándoles a sus enormes ojos oscuros. No podré, ni podremos. No quiero ni debo hacerlo. Tampoco a nuestros mayores ni a quienes queremos. Hay que ser responsables y aprender a vivir con estas limitaciones que, por cierto, no son el fin del mundo. Ayer fue el cumpleaños de mi padre. Hubiera celebrado sus 91 años. Murió joven, con una bronquitis crónica que arrastraba desde la infancia debido a enfermedades respiratorias que no se cuidaban ni curaban. Tiempos de guerra y postguerra, de hambre, carencias, miserias y el peor de los aislamientos y confinamientos. Mi padre nos enseñó a vivir en las dificultades, en las carencias, a sobrevivir en tiempos difíciles. Nos enseñó a respetar la realidad, la autenticidad, a valorar las pequeñas cosas. Aprendimos que en días como estos hay que mantener la calma y cumplir las normas, sin alarmar ni convulsionar.

El Ayuntamiento de Castelló decretó la alarma y se comenzó a aplicar la prevención el 20 de febrero, ante el primer caso positivo, con la creación de una Mesa de Seguimiento del coronavirus

Hoy mi padre sería población de alto riesgo, y yo no hubiera aceptado que muriera por no haberse aplicado la prevención necesaria, las medidas que ahora se han adoptado. Nuestros mayores tienen también derecho a la vida, a su vida limitada y enferma. Declarar el estado de alarma conlleva decisiones extremas, importantes y, aunque han llegado tarde, por fin, se han aplicado. El Ayuntamiento de Castelló decretó la alarma y se comenzó a aplicar la prevención el pasado 20 de febrero, ante el primer caso positivo, con la creación de una Mesa de Seguimiento del coronavirus. Un avance que ha generado confianza y coherencia, preparando a una población que ha sido ejemplar. Tras la suspensión de las Fallas y de las fiestas de la Magdalena, la respuesta castellonense fue enorme. Apoyo, empatía, comprensión, responsabilidad y colaboración. El sector del ocio y la hostelería comenzó a cerrar sus locales el pasado jueves. Y la noche del sábado nos fundimos en un gran abrazo ciudadano para agradecer y aplaudir a las personas de los centros sanitarios que se están dejando la piel para combatir esta pandemia. Así tiene que ser la conciencia ciudadana. Siempre. 

El sábado por la tarde, ante una nevera y despensa vacías, había que acudir a comprar. En las fruterías y verdulerías de barrio, sin problemas. Sin embargo, el Mercadona de la calle Carcagente de Castelló estaba semivacío, de gente y de productos. Habían arrasado con todo material de celulosa, huevos, lácteos y productos cárnicos. Pero había alternativas, la sección de pescadería ofrecía precios rebajados por acumulación de mercancía no vendida. Las consecuencias de la bola de nieve global, que crece engullendo una sobredosis de comunicación social y bulos, eran devastadoras. Solo quedaba un paquete de servilletas de papel, de las corrientes, que necesitas, te vas acercando al producto y, aún con escaso público, observas que un señor se dirige hacia ti, precipitadamente, para lanzarse a por esas servilletas que tú tenías al alcance. Si alguien sobrecarga un carro con papel higiénico, servilletas de papel y rollos de cocina, otro alguien piensa que algo está pasando, que debe existir un motivo por el cual acumular la celulosa, que, seguro, el gobierno nos están ocultando información. Hay rasgos humanos más devastadores que cualquier virus. Y se repite la historia. En el supermercado desierto y desabastecido releí mentalmente algunas frases de uno de los mejores libros de la historia, Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago. Una comunidad sufre una epidemia de ceguera que afecta a toda la población. Es muy contagiosa y, de repente, paraliza el ánimo, la rutina, y la ciudad se queda en blanco. Es un viaje al interior del ser humano envuelto en la ceguera del mundo y la propia. Un ensayo sobre la humanidad, que apuntó la periodista, traductora y compañera de Saramago, Pilar del Río. Lean, lean en estos días de prevención y encierro. 

Quizás aprendamos a respetarnos, a mirarnos de frente. Ojalá los ojos que quedan libres,  con una mascarilla en el rostro, se abran de par en par para estimar con la mirada

Este virus nos está poniendo en nuestro sitio. La mermada inversión y reconocimiento a la investigación que hemos sufrido, impide prevenir e investigar cuando toca, los recortes y la mala gestión de gobiernos corruptos han devorado la sanidad pública en varias autonomías como es el caso de Madrid. Ponemos precio político y electoral a cualquier decisión trascendental para la ciudadanía, no somos capaces de estar unidos frente a las necesidades sociales, no somos valientes para reaccionar y actuar, desconfiamos de todo y de todos. Esta pandemia nos está poniendo a prueba, al sistema, a los gobiernos, los partidos políticos, las empresas, los agentes sociales y a la ciudadanía que va a ser la gran víctima de esta crisis.

Quizás este confinamiento nos devuelva la alegría de estar vivos, de sentir, los valores de la humildad, empatía, respeto y solidaridad. Puede que nos haga gente más humana y sensible. Vamos a vivir nuevas formas de relacionarnos, de estimarnos y ayudarnos. Este fin de semana se ha comenzado, -se ha recuperado-, compartir con vecinos del edificio y, también, entre los dos lados de la calle, entre balcones y ventanas que comentan, aplauden y brindan por el futuro. Hemos vuelto a hablarnos, a comunicarnos en una  sociedad que es individualista y solitaria. Hablamos por teléfono más que nunca, escuchando las voces amigas, huyendo del silencio de los chats online. Pero la tecnología también nos acerca y nos une. Videollamada para sentir cerca a tu amiga que, además, se recupera de una operación de fémur, para comprobar que la familia se encuentra bien. Incluso, ayer celebramos un vermut online, con tomadilles, como se dice en Morella, a través de streaming. Quizás aprendamos a respetarnos, a mirarnos de frente. Ojalá los ojos que quedan libres, con una mascarilla en el rostro, se abran de par en par para estimar con la mirada.

Ya ves, querida Minerva, lo que estamos viviendo. ¿Qué más contarte en esta carta sobre lo que aquí está pasando si tú vives atada al racionamiento y aislamiento en tu isla guajira?. O cómo viven nuestras amigas palestinas que sufren un check point a cada paso de su país ocupado, controles del gobierno israelí indignos e inhumanos, o nuestras amigas de Gaza y de otros países que viven en estado de guerra, con bombas cayendo del cielo y muriendo en la tierra, o los miles de refugiados en campamentos europeos abandonados a la libre circulación del virus y de toda ignominia europea, o nuestras hermanas saharauis confinadas en los campamentos de Tinduf. Qué cosa la condición humana, querida Minerva.

…Si no somos capaces de vivir eternamente como personas, hagamos lo posible para no vivir enteramente como animales… Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven. 

José Saramago


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