Los días de fiesta, Fallas y Magdalena, abren en canal los sentimientos ciudadanos. Y llenan las calles de una desbordada alegría que permanece adormecida el resto del año porque el bullicio de la semana fallera y magdalenera es la explosión de la convivencia y las tradiciones compartidas. La ciudad renace y brilla espléndidamente. Una vez al año es preciso practicar esta entrega feliz y placentera.
Les escribo desde la Plaza de la Virgen, en València, a los pies del Micalet. Rodeada del compás de la bella música de las bandas de casi todo el territorio autonómico, y del ensordecedor ruido de cohetes, masclets, trons, tracas… La pirotecnia estalla en las calles inundadas, además, por el humo de las paradas que fríen y refríen buñuelos, churros y porras. En la Ofrenda los sonidos son especiales con el paso de miles de falleras y falleros que cumplen con la entrega multitudinaria de flores a la Xeperudeta para completar la monumental estructura que se ha elevado en medio de la plaza. Los estimulantes aromas florales que permanecen durante unos días en el barrio nos recuerdan, el día después del 19 de marzo, todos los colores que han habitado el cielo y la tierra de esta ciudad. Y pasa lo mismo en Borriana, Benicarló, La Vall d’Uixó y Almenara, que también esperan quemar mañana el magnífico arte fallero.
Entre visillos veo pasar también mi vida, mi memoria infantil de la mano de mis abuelos en la Falla Monteolivete, en la Ofrenda, desfilando agotada con aquellos zapatos forrados de la tela del traje fallero y aquellas medias de punto de ganchillo que tejía mi abuela y que eran una maldición para los pequeños pies.
Estoy viendo pasar las Fallas entre visillos, como viera pasar la vida Carmen Martín Gaite en su magistral obra. Viendo pasar el bullicio, la alegría, la música y también la falta de civismo y la suciedad acumulada cada día en las calles del barrio del Carmen. Pero una aglomeración tan masiva como la que se produce en Fallas o en Magdalena es difícil de controlar. Entre visillos veo pasar también mi vida, mi memoria infantil de la mano de mis abuelos en la Falla Monteolivete, en la Ofrenda, desfilando agotada con aquellos zapatos forrados de la tela del traje fallero y aquellas medias de punto de ganchillo que tejía mi abuela y que eran una maldición para los pequeños pies. Y no entendías mucho viviendo como yo vivía en un Madrid donde no se celebraba casi nada.
Mi momento especial fallero era, y siempre ha sido, la Mascletá. De la mano de mis abuelos y de mi tío padrino, muy pequeña, en primera fila, casi tocando las vallas de protección, aspiré el olor y aprendí todas las notas musicales de la pólvora. Después, con mis amigas y amigos de Gavarda, que devorábamos las fallas como si fueran los últimos días de nuestras vidas, comprendí que la Mascletá era una forma de gozar, levitar y tocar el cielo. Algunos ya no están, pero cada año les siento a mi lado, riendo, bailando, soñando. Regresé a València hace seis años, y he vuelto a emocionarme a pie de calle en la Mascletá, he sido privilegiada al poder vivirla en primera línea, sintiendo la mano de mis abuelos y levitando para volver a tocar el cielo. Pero, este año, la vida está pasando entre visillos, y la pólvora solo estalla en mi memoria. Honestamente, siempre hay alguien o algo que te jode los días y los soles espléndidos.
Decidí vivir en el Carmen, entre estas calles laberínticas que forman parte de mi geografía anímica, de aquellos años setenta y ochenta en los que corríamos escapando de la Brigada 26, en los que, muy jóvenes, descubrimos que este País Valencià merecía recuperar su dignidad y su historia. Nuestras fallas eran populares, combativas y eternas. Desde la mítica King Kong hasta cualquier verbena que vibrara en las calles. Ayer pasé por Santa Catalina, donde mi añorado amigo Frans vivió y murió, donde la falla de la plaza crece hasta su ventana, donde soñamos un día que nuestra vida sería un maravilloso tránsito.
Es indiferente donde residas porque la vida, como escribiera José Agustín Goytisolo a su hija Julia, te empuja como un aullido interminable. Ahora veo pasar el tiempo entre visillos, con el tensiómetro cerca ante tantas emociones.
Las Fallas de este año, además, han significado un cambio en la imagen de las mujeres, a pesar de que siguen siendo reinas y princesas engalanadas. Un empoderamiento que no debe detenerse, que debe romper los moldes impuestos y centrarse en la igualdad, en la no discriminación de las mujeres en los centros de poder del mundo festivo. Como parece difícil eliminar el papel festivo de las “reinas”, -ojalá fuera posible-, el protagonismo y protocolo que marca a las mujeres falleras mayores y reinas en las fiestas debería convertirse en la voz de todas, en una plataforma reivindicativa y combativa.
He regresado a València, aunque mis pasos y mi corazón siguen en Castellón y Morella. Es indiferente donde residas porque la vida, como escribiera José Agustín Goytisolo a su hija Julia, te empuja como un aullido interminable. Ahora veo pasar el tiempo entre visillos, con el tensiómetro cerca, con la presión sistólica y diastólica desbordadas ante tantas emociones, tomando mil pastillas en lugar de las litronas falleras de los Toneles. Pastillas para soñar. Fallas y Magdalena para soñar.
Esta semana arranca Magdalena. Festa Plena. Mis magdalenas han sido siempre bellísimas. El viernes, de la festa, la vesprà, era el día del gran estallido ciudadano. Y la noche del sábado se vivía en blanco. Algunos años sentí que el mundo era demasiado hermoso cuando regresabas al amanecer de Sant Roc, cuando el Mesón del Vino era el epicentro de la alegría y la convivencia, cuando un niño pequeño con su pañuelo, gorra y blusa negra te sonreía feliz desde su carrito cargado de globos. Magdalena sigue siendo también mi fiesta, esta gran fiesta hermanada, cálida. Una semana que deseo escapar de los visillos y del tensiómetro. Y vivir todas las magdalenas en una. ¡Magdalena Vítol!