ALICANTE. No conozco a ninguna persona inteligente que sea fea. Si alguien nos parece feo es porque, al final, no es inteligente. Algo así me pasa cuando pienso en la suma de los años. Tampoco conozco a nadie que esté mejor a los veinte que a los cuarenta. La edad, al final, es algo así como un gran reserva: cuantos más años, mejor. La belleza se condensa, atrae y permanece con el paso de la vida. Es como que reposan las facciones entre las marcas de expresión. La lacra de la edad que ha arrastrado nuestra sociedad desde antaño es un mal que ha causado mucho más daño del que somos conscientes, porque parece que no nos esté permitido envejecer.
“La arruga es bella”, dijo Adolfo Domínguez hace muchísimo tiempo, en un intento de hablar de algo más que de dejar de planchar la ropa. Y así nació su filosofía de marca, en 1982, cuando la campaña publicitaria caló en nosotros de forma irremediable.
La excusa era perfecta: presentar una nueva colección de prendas confeccionadas en lino y señalar que, a pesar de que esa ropa no estuviese impecablemente planchada, debido a ser un tejido fácilmente arrugable, quienes lo vistiesen continuarían estando elegantes, convirtiendo aquellas piezas y ese género textil en una segunda piel. La pregunta a la sociedad era clara: si las prendas pueden arrugarse, ¿nosotros no?
El lema de la campaña, creado por el publicista Luis Carballo Tabaoda, tuvo tal repercusión que acabó convirtiéndose en mucho más que una simple frase publicitaria, incorporándose como un popular dicho en el lenguaje popular, aunque con el tiempo se le ha ido dando más sentido y significado hacia las arrugas que aparecen en la piel a causa de la edad.
Porque la moda parece esa industria en la que solo pueden entrar aquellos que, como dijo Gabriel García Márquez, “son tan jóvenes que no parecen mortales”. Este mal nos ha acechado siempre. Envejecer no ha sido el sueño de nadie, nunca, pero en los noventa las pasarelas se llenaron de chicas y chicos jovencísimos que empezaron demasiado jóvenes y, a los veintiún años, ya vivían su edad como una lacra. Eran perfectos.
Fue el momento de Naomi, Claudia y todas las demás. No eran mujeres u hombres, eran seres de otro planeta. No se les permitía arrugarse, ni perder peso o engordar. Murió la maniquí y nació la top model de los noventa. Y en ese momento nos hicieron creer –no ellas o ellos, tampoco nadie en especial– que envejecer no estaba a nuestro alcance. Como si hubiese algo de malo o inmoral en ello, en lugar de ver en los años, como escribió Elvira Lindo en esos lugares que dice que no quiere compartir con nadie, “la implacable sensación de que la vida se me queda corta”.
Día a día buscamos la fuente de la eterna juventud en el bótox y ácido hialurónico, en las cremas milagrosas que harán de nuestra vejez algo exquisito. Se ha popularizado el babybotox para aquellos que todavía la palabra sin baby se les queda grande porque siguen siendo jóvenes.
Durante años he estado viendo en cada marca de mi piel un problema, en lugar de ver en ellas la suma de la vida. Porque no hay problema en estriarse, arrugarse, mancharse, engordar o perder peso.
No veo el inconveniente de que alguien tenga pelo y al otro ya le haya caído. “Y una mierda voy a estar yo gorda, el problema lo tiene la industria y las tallas. ¿Tú sabes cómo sí que me veo? Guapa”, me dijo una chica cuando se enteró de que escribía sobre moda.
Y hoy, que mientras termino de escribir me vuelve a venir el gran Adolfo Domínguez a la mente, recuerdo esa frase suya que dice que “el alma modela hasta los huesos”.
Y así, sin más, la belleza de arrugarse y de la vida. En general. Porque lo raro, al final, es vivir.