Gracias a Pedro Sánchez, el más ilustre depositario y servidor de todas las virtudes políticas y humanas que este país ha conocido, he comprendido que el primer ejercicio de falsedad pública del que fui testigo aconteció en mi preadolescencia. Apenas si contaba con trece años cuando un cariacontecido y lacrimógeno Arias Navarro proclamaba, con voz entrecortada: "¡Españoles! ¡Franco ha muerto!". España entera lo pudo ver y escuchar en aquella entrañable televisión en blanco y negro. Pero este suceso, de importancia capital para el devenir del país, por extraño que parezca, nunca tuvo lugar. Gracias a Pedro Sánchez sabemos que Franco no ha muerto, todo lo contrario, está más vivo que nunca, diría más: se ha convertido en una celebridad que causa envidia, incluso, entre quienes ostentan una estrella en el paseo de la fama. ¿Quién de ellos ha recibido un centenar de actos conmemorativos? Que yo sepa, ni Elvis Presley gozó de tanto reconocimiento público. No sé si obedece a esa legendaria baraka, de la que se hizo tributario en tierras del Rif, o al desmedido empeño de esta izquierda que se ha convertido en el "Espectro deplorable de sí misma", como diría Edipo rey en Colono.
Hay que reconocer que nuestro presidente siempre nos pone a prueba. Es lógico que así suceda porque con él nos acercamos a la figura del filósofo Carneades, de quien se dice que estando en el Foro de Roma deleitó a todos con un discurso a favor de la justicia, lo que no le impidió que pronunciara otro muy distinto al día siguiente. Su arrogancia nos sitúa ante una prueba que exige de nosotros un espíritu nada acomodaticio, lo que nos obliga a actuar en conciencia para desenmascarar una forma de entender la política que atenta contra la concordia y el bien común; nos exige recriminar a quien, para ocultar sus miserias familiares y la corrupción endémica de su partido, acude a la historia para distorsionarla en beneficio propio, hechos que me llevan a recordar las palabras, siempre vigentes, de ese gran poeta que fue Juan Ramón Jiménez, quien escribió una verdad tan actual como imperecedera: "Los sucesos de España son un insulto, una rebelión contra la inteligencia". Lo son. Por esta razón, guardar silencio nos incrimina y nos delata como personas y como ciudadanos.
Hace algunos años, Pérez Reverte escribió: "Si perdemos nuestra memoria, perdemos España". No deseo perder ni la memoria ni, menos aún, a España. Ambas están cosidas a mi piel, hasta el punto de que me sucede lo mismo que a Cicerón, quien no dudó en afirmar: "A mí no me preocupa cómo será el Estado después de que llegue mi muerte, de lo que me preocupa es cómo es hoy". A mí me preocupa que, bajo ese rostro amable, tan bello como vacío de contenido, se esconda una máscara autoritaria que odia y humilla a quienes no compartimos su credo sectario, hasta el punto de situarnos en una imaginaria fachoesfera que solo existe en la mente de un político que no siente reparos en admitir que su mujer pueda dirigir un Máster del que ni podría estar inscrita como alumna por carecer de título universitario, y por el que hoy está imputada por el "fascismo" judicial.
Pero de todo tiene la culpa Franco, ¡cómo no! Tiene la culpa de todos los casos de corrupción de su partido. Tiene la culpa de que haya pactado con la extrema izquierda, con los independentistas y con los supremacistas. Tiene la culpa de los infinitos desaciertos de Tezanos, de que el fiscal general actúe como un fiel heraldo del gobierno, de que Cándido Pumpido se enternezca ante las necesidades jurídicas del gobierno, de las divagaciones retóricas de Yolanda Díaz –"4 de cada 3… de cada 4 personas, 3 de las que son 12". Lo reconozco: tanta brillantez me confunde–, de las pasiones inconfesables de Errejón, del chaletazo de Pablo Iglesias –hay maledicentes que lo comparan con el Pazo de Meirás–, de que la pérfida Ayuso arrase en la Comunidad de Madrid, del triunfo de Trump, de la pandemia, de las sempiternas Champions del Real Madrid, de la inmigración masiva, de que la people no use el lenguaje inclusivo y hasta del cambio climático. Incluso tiene la culpa de que nuestros padres no nos inculcarán el rencor hacia quienes no ganaron la guerra. No tengo constancia de que nadie de mi generación preguntara en qué bando estuvo su padre. ¡Qué nos importaba a nosotros! Tampoco en la Facultad de Filosofía y Letras o en la de Derecho presencié discriminación alguna por la ideología en la que se militara. Nuestras preocupaciones eran otras muy distintas. Nos interesaba el cine, la literatura, el deporte o las chicas. La política quedaba para espacios reducidos, pero sin enconamiento.
Por desgracia, el cambio de paradigma político cambió con la llegada de Zapatero y Podemos. El socialismo más rancio y el populismo totalitario polarizó y envenenó la convivencia. Lo trágico es que hoy en día siguen instalados en el guerracivilismo más atávico. Zapatero, con sus brotes verdes, sigue negando que Venezuela sea un régimen dictatorial, ¡vamos!, que la ve como la Suecia del sur. Los podemitas, y sus variantes, a lo suyo: reivindicando cárceles vivientes, como Cuba, o acogiéndose a la leyenda negra, la que, en su falsedad, denigra a España. ¿Y nuestro presidente? Deseoso de acudir, genuflexo, a visitar a un golpista, convicto y confeso, como es Carles Puigdemont. Desconozco si hablarán en catalán, como hacía Aznar en la intimidad con Jordi Pujol. Es el mismo Aznar que en 2002 condenó al franquismo. En su pusilanimidad, no fue consciente de que al hacerlo desacreditaba al Rey –hijo político de Franco– y a una transición que vino "de la ley a la ley", como dijera, en afortunada frase, Torcuato Fernández-Miranda. Pero el miedo al que dirán pesa mucho en esta pseudoderecha, cuyos principios, si es que los tienen, los venden nada más tocar moqueta.
Los historiadores sabemos que el futuro se construye y se proyecta sobre los cimientos que deja el pasado. Pero si tenemos que hablar de la historia, ¡ojo!, porque esta es más poliédrica de lo que parece a primera vista. Sin hostilidad alguna, le pregunto a nuestro insigne presidente: ¿quién votó la República? ¿Por qué intelectuales como Ortega, Pérez de Ayala, Marañón o Unamuno la repudiaron, si fueron ellos los que impulsaron la Agrupación al Servicio de la República? ¿Ha tenido a bien leer el artículo titulado "¡No es esto, no es esto!", publicado por Ortega en octubre del 31? En él se puede leer: "La “República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo". ¿Ha tenido a bien leer el libro de Niceto Alcalá-Zamora titulado Los defectos de la Constitución de 1931? El que fuera presidente de la II República durante los años 1931-1936, concluye: "Se hizo una Constitución que invita a la guerra civil". ¿Sabe cuántos periódicos fueron censurados o cerrados durante la sacrosanta República? ¿Sabe qué partido propició el golpe de estado de 1934? ¿Sabe quién mandó a ejecutar, con nocturnidad y alevosía, a Calvo Sotelo? ¿Sabe quién fue el inductor de los asesinatos de Paracuellos, y a cuantos se ejecutaron? ¿Sabe que solo en Madrid hubo un total de 345 checas, que no eran, precisamente, centros de lectura? ¿Le echamos la culpa a Franco o, en buena medida, a su partido? Le pongo solo un ejemplo. Largo Caballero, El Liberal, 20 de enero de 1936: "Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada. Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos". ¿Le hacemos cien actos al Lenin español?
"Envejecer aprendiendo" (Cicerón). Así he procurado que fuera mi vida: aprendiendo de quienes poseen un conocimiento largamente arraigado, y repudiando a los que pretenden mantenernos en una sórdida minoría de edad. Esta vivencia me ha llevado a comprender que la línea divisoria entre lo progresista y lo reaccionario no pasa por diseñar eslóganes más o menos afortunados, sino por restaurar una virtud política tan perdida como olvidada.
Juan Alfredo Obarrio Moreno es catedrático de derecho romano