Pienso que septiembre es un enero sin caché. Es como un lunes que no acaba y un café que llega frío. Es la verborrea del final del calendario, es una cascada de intenciones y el diluvio del que piensa que todavía existe otra oportunidad. En septiembre hay tantas listas como propósitos y el deseo de que todo empiece desde cero. He olvidado muchas frases no anotadas pero siempre existe ese atroz consentimiento de uno mismo hacia el sí condescendiente del que pasa página sin más.
Creo que ha llegado el momento de iniciar o hacer reset, de empezar a construir desde el cimiento corroído de los casi veinte meses de letargo, de abogar por lo que no abarcamos y empezar a discernir ese pequeño haz de luz, casi nada comparado con los días de verano. Ha llegado el momento de decir adiós a lo pasado en su forma de existencia deletérea, y de hablar más bajo cuando todos usan exabruptos sin control, de empezar a usar palabras adecuadas y olvidar inventos-retrocesos-cognitivos. Ha llegado el momento de adorar al ser humano como centro de este caos impersonal, de entender la sociedad como un gran grupo de individuos y olvidar la masa informe que nos fagocita a cada paso, porque entiendo que un conjunto está formado por los seres más pequeños y sus filias y sus fobias, y los días que ha tachado en rojo con un NO, y su ropa para lluvia, para amar o pasear, o descansar de los infiernos.
Ha llegado el momento de entendernos y querernos, y asumir que no ocupamos más que el último de los espacios que han dejado otros con anterioridad, y que nadie, ni siquiera ese que viste con las botas de cowboy, es más que un simple mecanismo para que todo esto funcione, aunque a veces lo haga del revés. Ha llegado el momento de acordar que fenecemos si callamos y morimos si no amamos, y que esperar a que suceda es una opción, una opción que desechamos los que hemos apostado por la vida, y es que el campo de actuación es como el campo de batalla y que le contradigan sino a Houellebecq. A ver quién es el listo.
Ha llegado el momento de incidir en la verdad y en la cultura, y de usar las herramientas con las cuales olvidar lo que te oprime. Piensa ahora –hazlo- en las páginas de un libro o un estanque, en las olas, la humedad o la feliz idiosincrasia de un Negroni bien servido. Ha llegado el momento de objetar con las palabras y los actos, de incidir en la vergüenza, en la mentira y minar lo intolerable como prólogo a un epílogo continental. Nadie ha contemplado el evitar lo inevitable. Yo de ti aceptaría el universo o buscaría otro camino –tantas veces ejerciste de manera no exitosa el papel de Larry Darrell en El filo de la navaja-, y si no, no queda más opción que una lucha encarnizada que no osarás ganar porque nunca imaginaste lo que harías en la cima.
Ha llegado el momento de aceptar el precipicio y disfrutar en el camino de la música y el viento de Mancini, de la piel cuando se eriza, del olor a sal y a madrugada, del ruido de los hielos cuando caen contra el cristal, de sabor, sudor y de las sábanas pegadas, y de aquello que nos hace imaginar eternos, aunque solo sea efímero, un respiro entrecortado y unos labios que se abren cuando callan porque no quedan palabras para hablar de lo insondable.
Ha llegado el momento de empezar una carrera sin sentido, donde ya no cabe el sentimiento infructuoso del que no ha logrado ganar, donde buscas contemplar y desprenderte de lo mucho que has acumulado en los trasteros de la mente, la memoria envejecida de las telarañas y del moho. Dicen que no existen los románticos y es verdad. Porque no ha quedado ni rastro de los Beckford o los Byron o los Brummell o quizá del propio Bergson. Justo ahora cuando más necesitamos la pasión, al individuo y a la libertad.
Ha llegado el momento de viajar a Grecia sin maletas y tomarte aquel helado en Taormina –otra vez-, de empezar un poemario cuando cae el sol en Vernazza o parar en una roca como Ruskin, de beber los cocktail sin pajita y arrastrar por Gamla Stan lo que te queda en la mirada de ese Stendhal juvenil, de estimular nuestros sentidos escuchando las gaviotas en el Bósforo, o esperar en un sillón color burdeos ese triángulo de eternidad de nombre Sachertorte.
Ha llegado el momento de la educación reeducativa, de olvidarnos de conceptos y de dogmas, y dejar de ser lo que te imponen o aconsejan o susurran porque nunca las palabras sotto voce fueron tan dañinas y afiladas. Y son de mala educación los gritos, los susurros, las cadenas, las esposas, las hebillas que no tienen agujeros o la doma con un látigo ya usado. Es de mala educación la educación con apellidos, buena, mala o reeducativa.
Ha llegado el momento de empezar a rechazar el pensamiento positivo, y también el negativo, y asumir que somos todos suficientemente independientes para hacer, pensar o comportarnos como somos, que es como debemos ser también, y que nadie, ni siquiera locos como yo que en estas líneas hablan de otras cosas y parece que jamás concluyen nada, puedan ser capaces de inocularnos una obligación que -quizá en algún momento- lleguemos a considerar auto impuesta, siendo en realidad un movimiento irracional no volitivo.
Por lo tanto –y para evitar el desconcierto- ha llegado el momento, sobre todo, de elegir sin despedidas, y entender que lo que queda es paraíso y muerte, o la muerte en el edén, que no hay nada positivo o negativo sino formas de observar la realidad, y que si Waugh y Faulkner o McCarthy utilizaron en sus obras la expresión latina es porque el título del lienzo de Poussin era tan esclarecedor como intuitivo.
Sí, todo es cuestión de convivencia. Love & hate en los nudillos de las manos.
Et in arcadia ego, según el óleo del francés.