En la célebre pieza de Chejov, el Profesor se despide de tío Vania y deja la casa con su bella esposa después de que hayan intentado matarlo. A Telégin, tierno desocupado y tañidor de guitarras rusas, le dice “permita que un viejo añada a su despedida una observación: ¡hay que ocuparse en algo! ¡Hay que hacer algo útil!”
Intento estos días hacer algo útil. Como el Profesor, siento que hay fusiles apuntándome en cuanto echo un vistazo rápido a los titulares de prensa. La ética del trabajo pequeño y la utilidad es un refugio estos días, una respuesta de patio particular, de quien siente avidez de sentido. La extrañeza de este mundo es superlativa y ser europeo ha dejado de significar dignidad, derechos humanos, progreso. Por eso dirijo mi lupa de aumento a los pequeños avances de mi familia, mis pacientes, mi escritura. He visto vídeos en bucle sobre el ascenso neonazi en Alemania y me he tenido que desincrustar de la pantalla porque el horror me tenía imantada, así que intento olvidar lo que he visto, practicar la amnesia, la banalidad, la vuelta a lo superfluo. Por el parque veo jóvenes practicando el equilibrio sobre un elástico que estiran entre dos troncos y me siento una igual, yo también domestico el vértigo. Pero sé que nadie frena a Netanyahu, que hay tropas norcoreanas en Rusia. Y lo último es Kamala admitiendo que Trump es fascista hasta la médula. ¿Cómo seguir caminando sobre esta goma elástica? Cuanto más crece el horror alrededor, más se dilata nuestra refractariedad, parece un mecanismo de defensa; hundimos el hocico en lo cercano, lo inofensivo, lo conocido.
¿Somos como aquellos alemanes que miraban para otro lado mientras su gobierno levantaba campos de exterminio? Esto me lo pregunta un paciente, uno que me anuncia que Meloni ha levantado una especie de Guantánamo en Albania y es como una jaula inmensa de alquiler. Aquí, añade con indignación, solo se habla del precio de la vida y de la gasolina, del turismo y la vivienda. Ya no interesa lo de Ucrania, añade, y pronto tampoco se hablará de Gaza, porque nadie quiere que se le corte la digestión. Mi paciente es un octogenario que vivió con orgullo la entrada de nuestro país en la Unión Europea y sintió que la misera que habían conocido sus padres no volvería. De la miseria a la opulencia, me explica, de la opulencia a la miseria moral de ahora, concluye. Admite que votar ya no le hace ilusión porque es como elegir un pack de yogures: compras una idea y te colocan dos o tres que no compartes. Y se pregunta para qué ha servido el progreso, para qué la memoria y la inteligencia. Los animales no matan, doctora, los animales son menos salvajes. Pero hoy tenemos educación obligatoria, le digo, y mejoras materiales muy obvias. Existen países con sanidad social como la nuestra. Y aquí hay por fin guarderías gratuitas y permisos de paternidad. Pero no consigo enderezar su espíritu, solo consigo sentirme como una vendedora de enciclopedias. El paciente sale más ligero de mi consulta, pero yo me quedo derrotada.
Me pregunto hasta qué punto he comprado el mensaje del sistema: no puedes cambiar el mundo, pero sí puedes cambiar tu mundo. Dedícate a ti, mira hacia dentro, ¿soy cómplice de una falacia? Mientras el mundo de uno sea el mundo de todos, nuestra historia pequeña se inscribirá siempre en la Historia con mayúsculas, ¿cómo podemos reconducirla?
De camino a casa imagino a Europa como una señora cansada y triste que se podría sentar en mi sillón de consulta, ¿qué le ofrecería?, ¿terapia o medicación? Supongo que ambas cosas. Intentaría que me hablara del inicio del declive, descubrir el punto de inflexión que inició todo. ¿A dónde nos remontaríamos?, ¿a la era Thatcher? Como todos los malestares humanos, el inicio del mal sería complejo y difícil de datar, una marea lenta y venenosa iniciada en silencio.
Doctora, empezaría, siento que ya no soy la de antes... Estoy vacía. Si mis padres viviesen, no me iban a reconocer... De joven tuve orgullo y tuve metas, ahora solo pienso en llegar a fin de mes. Camino despacio, llego tarde a todo, me duele todo. Y paso el día entretenida en minucias porque no puedo concentrarme en nada importante. Duermo fatal, sueño con militares, con explosiones y tanques, y me despierto ya cansada para todo el día, sin apetito ni ganas. No disfruto de las cosas, tengo de todo y no soy feliz. Estoy irritable, pego puñetazos en la mesa y me salen exabruptos que no sé ni de dónde salen, ¡he autorizado jaulas para inmigrantes a la puerta de mi casa!, ¿qué estoy haciendo? Ya no sé quién soy... Discuto con mis hijos hasta quedar exhausta, exigen cosas que ni entiendo, se dejan comprar por el mismo diablo y no respetan la memoria ni el legado de los que consiguieron libertad y derechos para ellos.
Me he hecho mayor, doctora, ¿tiene usted algo para animarme?