Impedimenta continúa su inestimable labor por el bien del mundo hispanoparlante editando un nuevo título del genio polaco Stanisław Lem, una extraordinaria antología de relatos metálicos
VALÈNCIA. Los dioses que hemos creado a lo largo de nuestra breve historia son, en su mayoría, exaltaciones de nuestras pasiones de naturaleza esencialmente humana. A medida que fuimos construyendo el edificio del conocimiento, estas divinidades se volvieron más complejas: los dioses dejaron de ser personificaciones de los asuntos que más nos preocupaban —el amor, la muerte, la cosecha, la guerra, el océano—, para representar cuestiones todavía más incognoscibles: el ser, el no ser, el todo, la nada. Con esto no estamos queriendo desacreditar ninguna fe ni afirmar que conocemos la verdad trascendental: simplemente estamos repasando nuestra historia, una historia que, remontando a contracorriente el enorme pesimismo que asola nuestra especie hoy día, habla de la sorprendente lucha de unos animales que por una serie de azares genéticos, abandonaron la llevadera inopia del desconocer el irremediable futuro de la extinción individual, y se vieron impelidos a tratar de entender lo que quién sabe si un cerebro como el que portamos de serie es capaz de entender. Hemos hecho muchas cosas mal, pero también hemos hecho muchas bien. Lo cierto es que el mamífero ser humano es consciente de su existencia y sabe en todo momento que no es inmortal. Esto puede ser un privilegio, o una terrible condena. Teniendo que capear estas circunstancias, imaginamos todo tipo de respuestas, creamos los mitos. Estos mitos nos han acompañado desde entonces, porque en comparación con otros seres, como los dinosaurios, hemos habitado la Tierra un suspiro geológico. Un suspiro, eso sí, muy productivo. Las historias, y en concreto, las fábulas, nos han ayudado a transmitir valores y advertencias. Muchos de los textos que consideramos sagrados no dejan de ser la codificación en forma de metáforas y analogías de un saber que nos ha ayudado a sobrevivir. Todas esas historias, por supuesto, están hechas de carne y hueso. Los mitos son lo que nosotros somos. Es normal.
Ahora bien: de la misma manera que el desarrollo de la tecnología nuclear supuso un antes y un después en el curso de nuestra historia, la voluntad de crear inteligencia ajena a nuestra evolución, promete cambiarlo todo. Si lográsemos crear inteligencias conscientes, ¿qué historias escribirían para explicar su existencia? ¿Cómo serían sus mitos? Hubo quien ya trabajó en ese sentido. La mente preclara del genio polaco Stanisław Lem llegó más lejos que nadie tratando de ponerse en el lugar de unas inteligencias que de momento, no existen. Lo hizo, por ejemplo, con Golem XIV, con Solaris, con La voz del amo, con Astronautas, y de un modo muy diferente, con Fábulas de robots, antología que publica también Impedimenta con traducción de Jadwiga Maurizio. En esta ocasión, Lem, en lugar de optar por el registro duro de las obras mencionadas, genera un universo de relatos de tipo legendario, solo que en lugar de partir del ser humano, parte de seres robóticos, aunque esta definición se quede muy corta. Los protagonistas de las fábulas de Lem comparten su inhumanidad, pero de un modo tan imaginativo que no puede reducirse al exiguo paraguas de una etiqueta. Estas leyendas son los mitos de un mundo de metal, de tiempos no lineales, de configuraciones de la materia radicalmente distintas a las que solemos contemplar. Sus tribulaciones, sus éxitos y sus fracasos, son por tanto muy diferentes. Pongamos un ejemplo: “Héptodo logró resistir un poco más, pero su destino fue más amargo. Su nave se metió entre dos torbellinos gravitacionales, llamados Bajrida y Centilia; el primero de estos torbellinos acelera el tiempo, mientras que Centilia lo retrasa, y entre ambos existe una zona de estancamiento en la que en ciertos momentos resulta imposible salir hacia delante o retroceder. Allí se extravió Héptodo y allí continúa, junto con los innumerables galeones y fragatas de otros conquistadores de astros, piratas y cazasombras, sin envejecer ni un ápice, en medio del más silencioso y espantoso aburrimiento que lleva por nombre Eternidad”.
A esto nos referíamos. Las Fábulas de robots de Lem tienen moraleja. Son ficciones familiares que hablan a otros: en ellas, los paliduchos, esos seres mitológicos peligrosos, vengativos, portadores de una muerte blanca, son el mal del que se debe recelar y huir. El lobo en el bosque cósmico. El Drácula inverso del Soy leyenda literario. Si algo caracteriza la obra de Lem es su búsqueda de una verdad externa a nuestros marcos conceptuales y convenciones. Durante toda su vida Lem trató de imaginar razonamientos e intuiciones más allá de lo humano. Su gesta literaria es el haber conseguido parecer un narrador alien, en el amplio sentido de la palabra. ¿Cómo sería un primer contacto real, no hollywoodiense? ¿Qué errores fatales cometeríamos, que decisiones tomaríamos en base a lo que, por lo menos hoy en día, sabemos de nosotros mismos? Las historias de Lem, precisamente por su perspectiva, son un espejo demasiado nítido. Lem era demasiado inteligente para caer en lugares comunes sobre la supuesta maldad inherente a nuestra especie. En lugar de eso, Lem analizaba hasta lo doloroso nuestra forma de ser en un universo que probablemente, pese a nuestro heroico esfuerzo por saber, sea infinitamente más extraño de lo que podemos llegar a soñar. Nuestra capacidad para imaginar, al fin y al cabo, tiene límites. Límites muy estrechos. Es evidente que el corsé de lo cárnico le incomodaba. Su mirada se encontraba décadas por delante de nuestros prejuicios. Lem, claro, era humano. Pero escribiendo conseguía no parecerlo. En estas fábulas, que son una pieza esencial de su bibliografía, recurre a un tipo de relato que podría o no ser común a otros seres pensantes para empujar así un poco —o mucho— las fronteras de las historias que nos contamos. Pese a lo breve de sus cuentos, uno percibe que simplificaba lo que su inteligencia era capaz de concebir. Los robots de Lem no son simples androides, ni son los extraterrestres que tendemos a imaginar —que no dejan de ser seres terrestres distorsionados—: unos son una estructura que envuelve un planeta, otros son demiurgos de proporciones inimaginables, otros son gélidas estructuras o ardientes existencias cuyas elecciones no tienen nada que ver con lo que nosotros consideraríamos razonable. Robot es la palabra que Lem utilizó para mostrarnos lo que quizás sea, o quizás no, pero que uno sospecha que puede ser más acertado que lo que probablemente lleguemos a comprobar.
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