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Bitácora de un mundo reinventado / OPINIÓN

Finales que son inicios

17/09/2021 - 

Ya quedan pocas cosas que nos recuerden el paso ordinario de los ciclos. Septiembre y el olor del plástico para forrar los libros es una de ellas.

Me ocupo de Sociales y Lengua Española en la mesa de la cocina y mando a mi hija a por una tijera distinta a la del pescado, este año quiere que le enseñe cómo se forran los libros. Me deleito con los diez minutos de atención que me he ganado, tomo las medidas con la punta de la lengua fuera y doy instrucciones precisas mientras ella obedece y pone los deditos en el rollo para que no se nos rebele. En un momento real, delicado, libre de móviles y de reclamos. Le pido una regla y me mira perpleja, ¿acaso ya no usáis reglas en la escuela? Se encoge de hombros. Me cuesta imaginarla rayando el margen de cada hoja, ni atenta a la caligrafía. En este mundo que se desmigaja y rebautiza constantemente ya no estoy segura de la pervivencia de nada. Las cosas se hunden en un silencio amarillo. Se orillan y mueren por las esquinas, las nuevas generaciones quizá las tiren al container sin preguntar su nombre, ¿cuándo supo un sombrero o un corsé que había empezado a ser de época? Jo me trae un cartón de Nespresso y me saca de la ensoñación. Improvisamos la plancha del papel adhesivo como si fuera una regla de treinta y funciona. Sin embargo, no abandono mi gesto de escepticismo, quiero dármelas de experta. Huir de la fila de especies amenazadas. Quedan también pocas cosas en las que me sienta experta, o útil, o necesaria, pero muchas estarán olvidadas en cien años: el forro de los libros, la psiquiatría, los filetes de ternera vuelta y vuelta.

El final de las vacaciones es un clásico reconocible al que me anclo con alivio, con todas mis garras. En el hospital he ensayado un “con ganas de veros” que ha provocado miradas asesinas, así que aprendo pronto a mentir y a decir que fatal. Que menuda putada. “Todo se acaba tarde o temprano” provoca expresiones más cálidas, el alivio trapacero de quien ve caer al vecino. Y yo me he propuesto pasar desapercibida. Pero llevo alto voltaje, pilas triple A, y puedo ver la pátina de abatimiento en todos ellos como si a mí nunca me hubiera pasado.

El hospital está diferente, es un animal vivo y se ha puesto más coqueto, como una momia pasada de cirugía estética; estrenamos un módulo especial Covid en urgencias y una cafetería tan aséptica como la franquicia de un aeropuerto. Elijo un rincón apartado entre las mesas para que la compañera me haga el pase del verano. Mientras sorbo el café, oigo noticias sobre crisis resueltas o sobrevenidas, chavales brotados o suicidados, bombas de todos los formatos; otra vez me siento como un artificiero de los Cuerpos Especiales. Y enseguida vuelvo a envidiar al alergólogo que visitó ayer tarde a mi hijo: unas pocas preguntas, un brazo taladrado de picotazos y en media hora en la calle. Por qué elegí esta especialidad: esa es la pregunta reina después de todos los veranos. Habla de mi vuelta al campo de minas. Habla de mi codicia, de mi inclinación por la épica del vencido. 

Los pacientes braman, los familiares descargan y en una semana descubro que alejarse de la medicina fue volver a soñar que era como en los libros: hermosos textos de ficción bellamente redactados, paisajes ficticios del enfermar y del sufrimiento. En mi mesa de trabajo, todo lo quiero saber de golpe, apurar los informes de un trago, convocar a equipos base y hasta ministros. Me remuerdo. Berreo. Necesito abarcar todo en un click o una llamada, desde los niveles de potasio hasta el conflicto profundo de un chico con su padre. Miro el reloj y me flagelo de ver cómo ha volado la mañana, quizá ya no sea tan rápida. Quizá me entrene en la lentitud, conserve el instinto de hacer una cosa detrás de otra en vez de cinco a la vez. ¿Y si llegan las tres y me voy limpia a casa, como un ramillete de lavanda? La ronquera del aire acondicionado ensordece el despacho y reparo de pronto en ella, descifro su mensaje. Dice lo mismo que el cansancio de mis compañeros, cuenta que el hospital está viejo y nosotros con él, que la pandemia nos ha echado años encima y nadie se ha detenido a pensarlo. Yo me he detenido a pensarlo. He estado en casa durante meses. Me he vaciado.

Pero, ¿qué cosa es la pausa? ¿Una pequeña muerte? ¿Un pequeño nacimiento? Para la cultura zen, todo contiene su contrario: el vacío de una taza da sentido a una taza al igual que las vacaciones pueden dar sentido al trabajo. Intento estos días no perder el Ma, ese instante de calma y desapego en el que uno admite que todo lleva implícito su opuesto, que en todo se funde lo que es y lo que no es. El vacío y el lleno. Pero tardaré poco en trastabillar entre los boxes y las consultas, dejaré de preguntarme sobre el no-ser porque una señora cabreada me espetará que y un señor taciturno y el que perdió su cita y el PIN y el PUK y el informe que no he firmado. Viviré sin sosiego porque en mi cultura no se venera al que se detiene, nada es sagrado ni remite a su contrario a no ser que ofrezca una oportunidad para la pulla. No hay remedio. En pocos días me veo hirviendo como un puchero.

Lo más importante es que la quinta ola queda lejos y también las que la precedieron. Lo noto en los rituales y en los gestos, en la charla de las limpiadoras que espío por el pasillo, en el fru-frú de los uniformes que ya no vienen plastificados; en la insidiosa vuelta de la singularidad. Ya elijo de nuevo el color de mis pantalones y alabo los pendientes o las mechas de una compañera. Mastico las rosquilletas que me ofrece alguien en Interna. Y ya nadie pisa un largo silencio de neones.

De camino al parking dejo atrás a los conductores del SAMU, que fuman relajados a la puerta de urgencias, y me gusta comprobar que este septiembre es muy septiembre, que el péndulo ha caído hacia el otro lado. Me digo que, por qué no, quizá septiembre sea como las reglas de treinta y no desaparezca del todo. Como le pasó a la radio y quizá le suceda al forro de los libros. Siempre tiene que haber nuevos inicios y este año a septiembre lo necesitamos regio, monumental, como un arco de triunfo romano.

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