VALÈNCIA. Tengo un poco de TOC con los números. Soy de los que, cuando acaban de correr, miran la distancia recorrida y necesita redondear. Como acabe y lleve 10.730 metros, sigo corriendo hasta llegar a los 11.000. Y si entonces veo que llevo 58.49 minutos, sigo corriendo hasta llegar a los 60. Y me ha llegado a pasar que al llegar a los 60 minutos, veo que llevo 11.659 metros y sigo hasta los 12.000.
Sí, soy imbécil.
También tengo facilidad para recordar alguna cifra concreta, que no quiere decir que tenga facilidad para recordar los números. Pero algunos sí, como que el máximo goleador en una edición de la Copa del Mundo es Just Fontaine con trece tantos.
Esto lo sé porque la única vez que fui brillante en el colegio, de niño, fue gracias al fútbol. Un profesor nos encargó una vez preparar una exposición sobre el tema que nos diera la gana. Yo entonces era un chaval nervioso, inquieto, con dificultad para concentrarme en algo que no fuera el deporte, y bastante respondón. Por eso mi experiencia escolar no es muy grata.
Salvo una vez.
Aquel trabajo, como todos, me traía de cabeza. Lo comenté en mi casa y nadie me hizo mucho caso. Hasta que me escuchó mi abuelo Fernando, que era de Mula, como Mo Katir, y se propuso ayudarme. “Pero habrá algo que te interese, ¿no?”, me dijo. Y yo, que en la vida solo quería jugar al fútbol y al baloncesto y correr, le dije que sí, que eso, que el fútbol. El hombre, todo buena voluntad, me soltó: “Pues ya está, haz una exposición sobre algo de fútbol”.
Yo le miré con extrañeza. ¿Acaso estaba diciendo que se podía hacer un trabajo del cole con algo que te gustaba? En lugar de contestar, me puso una mano en un hombro y me dijo: “Vámonos”. Mi abuelo y yo salimos de casa. Él, como siempre, iba impecable: afeitado, vestido con un traje y tocado con un sombrero que le cubría una calva magnífica, suave y que siempre olía bien porque se daba una loción perfumada todos los días.
Al cabo de un rato regresamos a casa con un libro de la historia de los Mundiales de fútbol que había escrito Pedro Escartín. Ya no necesité nada más de mi abuelo. Esa misma tarde me enfrasqué en su lectura mientras iba tomando notas. A la semana siguiente, salí a la pizarra y recité de memoria la historia de los Mundiales. Al acabar, el profesor, por primera y última vez en mi vida, me dio la enhorabuena.
En ese trabajo fue cuando descubrí que hubo un delantero francés llamado Just Fontaine que tenía el récord de goles marcados en una sola edición de la Copa del Mundo. El fino futbolista marcó trece tantos en Suecia 58. Y aquel dato no lo olvidé nunca.
Por eso me tocó la fibra la noticia que leí el miércoles sobre su muerte a los 89 años. Con él moría una parte de aquel trabajo, un recuerdo feliz del pasado y, claro, un capítulo de la historia de los Mundiales.
Fontaine, el hombre de las trece dianas en Suecia 58, merecía una investigación mayor, así que me lancé a leer los periódicos franceses para conocer algo más de él que lo que repetían los periódicos de aquí. Así descubrí que había nacido en Marrakech (Marruecos) en 1933, en tiempos del protectorado francés. Que su madre, que dio a luz a siete hijos, era española y se llamaba María Dolores Ortega. Y que su padre, que nació en 1900 y que había sido funcionario de la Autoridad de Control del Tabaco en Marrakech, no quería que su hijo jugase al fútbol.
Pero la rebeldía siempre se abre paso y el pequeño Just, o Justo, como le llamaba su madre, no solo acabó jugando al fútbol en Marrakech y Casablanca sino que acabó llamando la atención de un cazatalentos que se lo llevó a la Riviera francesa con veinte años, en 1953, para jugar en el Niza. Tres años después, en 1956, fichó por el Stade de Reims justo después de que este club hubiera traspasado a su gran estrella, Raymond Kopa, al Real Madrid por diez millones de francos.
En su debut con la selección de Francia hizo un ‘hat-trick’ en la goleada ante un rival tan pobre como Luxemburgo. Después no jugó demasiado y el invierno previo al Mundial sufrió una grave lesión en el menisco que le mantuvo alejado de las canchas desde diciembre de 1957 hasta febrero de 1958. Ese descanso forzado fue providencial, como lo fue que antes del Mundial se lesionara el compañero con el que se disputaba la titularidad. Por eso Fontaine llegó fresco al Mundial y allí, en Suecia, se asoció con Kopa, que le dio el pase decisivo en muchos de sus goles, para marcar en los seis partidos. Brasil, con aquel adolescente al que llamaban Pelé, les apartó de la final, pero Francia logró el tercer puesto en aquel Mundial en el que Just Fontaine tuvo la humildad de no pedirle a Kopa lanzar un penalti en la final de consolación ante la RFA.
Al año siguiente, el delantero francés alcanzó la final de la Copa de Europa y perdió ante el Real Madrid de Alfredo Di Stéfano y Paco Gento por 2-0. También ganó varias Ligas y Copas en Francia, pero su legado, el motivo por el que ‘L’Équipe’ le entregó su portada con su foto y el titular ‘Just une Légende’ (Simplemente una leyenda), fueron aquellos trece goles en aquella Copa del Mundial de 1958. Su carrera no duró mucho más. Una lesión le obligó a retirarse con solo 27 años. Demasiado pronto. Aquello motivó una de sus frases más célebres: “Vendería mi alma al diablo por volver a jugar al fútbol”.
Ya retirado, se asoció con Eugène N’jo y un abogado para fundar y ser el primer presidente de la Unión Nacional de Futbolistas de Francia (UNFP). Porque Fontaine, más que una estrella, o además de una estrella, fue un sindicalista del fútbol. En una de las entrevistas que concedió años después explicó que la prima por acabar terceros en el Mundial, en su momento el mejor resultado de Les Bleus, fue de 300.000 francos antiguos -se calculaba que cerca de quinientos euros- y que decidieron donar un tercio de ese dinero a los reservas, que no habían sido recompensados recompensa. Su premio por ser el máximo goleador -conviene recordar que los siguientes en la lista, Pelé y el alemán Helmut Rahn, marcaron seis tantos, siete menos que el francés- fue una escopeta que le regaló un periódico sueco y que Fontaine colgó a su vuelta, sin disparar ni una sola vez, en una pared de su casa.
El ‘Communiste’ logró en 1972, después de mucho pelear, que los clubes, que hasta entonces se podían deshacer de cualquier futbolista cuando les daba la gana, tuvieran que firmar un contrato por un tiempo limitado. Todo un avance.
Su habilidad para marcar con esos pies minúsculos -calzaba un 41- no duró mucho por aquella dichosa lesión, pero sí el tiempo suficiente para que un periodista de ‘L’Équipe’ le asignara una frase digna de un epitafio: “Fontaine marca goles como el manzano da manzanas”.
Cuando dejó el fútbol lo intentó como entrenador. Tuvo un breve tránsito como seleccionador y logró ascender al Paris Saint Germain a la primera división. Además se convirtió en comercial de Adidas y abrió varias tiendas deportivas en Toulouse, donde vivía con el amor de su vida, Arlette, desde 1965. Luego se jubiló y se dedicó a jugar al belote, un juego de cartas, hasta que su salud aconsejó ingresarle en una residencia de Toulouse, donde murió con 89 años y un récord que nadie ha acechado jamás.