Cuando el director de la planta de Ford Almussafes, Dionisio Campos, declinó en septiembre participar en el REDIT Summit, con una respuesta amable, cálida y personal, enseguida me dije: “ahí hay lío”. Los acontecimientos han confirmado que tocaba vivir uno de esos ciclos de incertidumbre tan característicos de la factoría y en cuya gestión, no exenta de teatralidad, la sección sindical de UGT ha sabido desarrollar una maestría tal, un tan versallesco estilo de negociación, que ha acabado permitiéndole también colocar a todos los secretarios generales de UGT-PV y al secretario de política sindical estatal, Gonzalo Pino, durante más de un cuarto de siglo.
La dinámica que han experimentado los sindicatos desde la crisis de la industria manufacturera de los años 2000, que remató el estallido de la burbuja financiera convirtiendo al sector en fosfatina sin liquidez, es uno de los fenómenos socioeconómicos más interesantes de la historia reciente de nuestro país. Y su incidencia en la innovación ha sido sensacional.
“Si quieres hacer la transformación digital de una empresa, comienza por ganarte a los representantes de los trabajadores”, me dijo una vez en su despacho de la Torre Picasso de Madrid el exCEO de Accenture, Juan Pedro Moreno. Las secciones sindicales y comités de empresa se han convertido en islas de poder y hacen auténtica política laboral, pero actúan con una lógica y un pragmatismo a menudo situados muy lejos de la de sus direcciones confederales, ocupadas cada vez más en la batalla ideológica, en ser actores de la otra política, la de los partidos.
Mientras España destruía un millón de empleos en un solo año, entre 2009 y 2010, y el sector privado y los comités de empresa hacían un memorable ejercicio de responsabilidad, negociando los expedientes de regulación temporal de empleo (ERTE), que tan famosos se han vuelto a hacer durante la COVID, las centrales UGT y CCOO mantuvieron la paz social y no realizaron ni una sola manifestación de entidad.
Pero cuando el Gobierno de Rodríguez Zapatero decidió congelar el sueldo de los empleados públicos en 2010, a instancias de una Angela Merkel a la que se le había acabado la paciencia, se produjo el estallido social. Grandes protestas sindicales en defensa de los trabajadores de la Administración, que no se habían realizado, por sentido común de los comités de empresa, para proteger a los del sector privado, pese a que éste que se desangraba en forma de despidos. Aquella movilización fue uno de los mayores ejercicios de deslealtad de una parte de la sociedad española respecto de la otra que he podido vivir.
Asfixiadas por la crisis las diferentes federaciones sindicales vinculadas a sectores empresariales, allí donde no hubo comités de empresa con fuerza suficiente, como el de Ford, los delegados de la función pública, mucho más fuertes y con la opinión pública entregada a su causa, impusieron su rodillo. Y su lógica ha sido siempre, en buena medida, política.
Los excelentes resultados que consigue cada año la planta de Almussafes en términos de calidad y de innovación serían probablemente mucho más difíciles de alcanzar sin el compromiso de los sindicatos, y en especial de la sección de UGT-PV. Por eso da la impresión de que, a la vista de las exigencias que formulan sus direcciones a nivel estatal en la negociación del nuevo marco laboral, la brecha intelectual y de objetivos que separa a las cúpulas confederales de las secciones sindicales no hace más que crecer. La digitalización está poniendo a prueba la coherencia de su discurso, y el resultado no puede ser más desalentador.
A la vista de las desigualdades que está generando en la sociedad la revolución tecnológica, el presidente de uno de los principales centros de innovación mundial, el MIT, Rafael Reif, encargó un estudio para averiguar cuáles debían ser los aspectos a corregir. Vio la luz hace unos meses. Se llama “Task Force on the Work of the Future: Building Better Jobs in an Age of Intelligent Machines”.
Curiosamente, se podría pensar, entre los aspectos que hacen que el modelo europeo sea más adecuado que el americano para asegurar un progreso tecnológico sin desigualdad, para acabar con lo que el MIT denomina “la gran divergencia”, el informe cita la implicación de los sindicatos en los consejos de administración de las empresas y las fuertes protecciones al trabajo. La revolución tecnológica no está reñida con los derechos laborales, más bien al contrario, pero los representantes sindicales a los que se refiere el MIT son los que hacen falta. Ese es uno de los cambios de mentalidad que requiere nuestro país.