LA LIBRERÍA 

Gilgamesh: un poema de hace cinco mil años, antídoto literario contra la ansiedad

18/09/2023 - 

VALÈNCIA. Si pestañeas te lo pierdes: nuestro planeta cabalga sobre la geometría en expansión de un universo que se estira como un globo inflado por pulmones inconcebibles. Nada puede viajar en el cosmos más rápido que la velocidad de la luz, pero el cosmos en sí mismo no solo puedo hacerlo, sino que lo hace. Así, nosotros, una mancha insignificante en esta goma celestial, nos alejamos de todo de la misma manera que todo pone espacio de por medio con nosotros. Pese a ello, esta expansión fuera del alcance de nuestra comprensión pasa desapercibida para la mayoría. Duramos demasiado poco para ser testigos de la oscuridad que esto provoca. Sin embargo sí asistimos, frenéticos y estresados, a la vertiginosa aceleración que hemos imprimido a nuestro mundo, que no es sinónimo de planeta: el mundo del ser humano son las condiciones que nos permiten existir, y en ese sentido, hemos pisado el pedal hasta límites inhumanos. Lo sabemos, pero no somos capaces de hacer otra cosa que correr más y más como quien cae hacia adelante sin poder frenar hasta el irremediable batacazo. Dada nuestra naturaleza mortal, es lógico querer aprovechar al máximo el tiempo del que disponemos: las tecnologías en las que trabajamos nos posibilitan comunicarnos sin apenas retraso en el mensaje, pero también nos obligan a tomar decisiones sin apenas pensar y a querer que cualquier acontecimiento llegue de forma instantánea. La paciencia es una virtud enemiga del presente. La satisfacción debe ser inmediata. Esto no es un homenaje a aquello de que el tiempo pasado siempre fue mejor, sino tan solo la evidencia del cronómetro. Quien decide ponerse a escribir no puede esperar a leer: debe publicar cuanto antes. Quien ha logrado tener éxito sigue trabajando asfixiado por esa soga que es el necroconcepto del deadline. El mercado, ente supersónico, no espera por nadie. Al mercado no le importa que tengas o no algo que decir o contar, lo único que busca el mercado es mantener una producción desbocada que haga girar la rueda. Las novedades literarias llegan a las estanterías con un diagnóstico funesto bajo el brazo: tan solo unos escasos meses de vida. 

Esta enfermedad es altamente contagiosa, y se transfiere vía existencial a buena parte de los lectores. La autora o el autor que hoy acapara artículos dejará de tener relevancia mañana. Los artículos deben salir ya para aprovechar el momento, el de una feria, el de un periodo de consumo intenso. A quien no se encarama a la ola le espera el almacenaje y la destrucción. Siempre han existido y existirán incontables más libros de los que podemos leer, pero ahora el fenómeno ha adquirido una magnitud jamás vista. Las editoriales necesitan tratar de mantener el ritmo para no quedarse por el camino. La distribución requiere seguir hinchando la burbuja para que el sistema, hipertrofiado, no colapse. Hay que colocar en los escaparates. Hay que vender. Hay que alimentar las redes sociales. ¿A qué precio? Conviene tirarse en marcha antes de descarrilar, adoptar medidas drásticas. Hacerse con un ejemplar del Poema de Gilgamesh, la primera epopeya escrita de la que tenemos noticia, y dejarse caer en sus cinco mil años de historia. No hay nada como volver a los orígenes para ganar en perspectiva. Desde tal distancia, la cacofonía de la mercadotecnia nos llega solo como un rumor distorsionado e ininteligible: deambulando a lo largo de la orilla del Éufrates con varias tablillas de arcilla grabada con caracteres cuneiformes, el pandemónium del tercer milenio se ve como una bruma tóxica en el horizonte. A medida que recorremos los versos de la historia del tirano semidivino Gilgamesh desaparece todo sentimiento de urgencia. Por alguna razón, las tribulaciones de los protagonistas de la epopeya nos resultan muy familiares. Cinco mil años, sí, pero no hemos cambiado tanto. 

A Gilgamesh, un déspota de tomo y lomo, los dioses le envían un adversario, el salvaje y fabuloso Enkidu, quien le iguala en fuerza y como sabremos, pese a los propagandistas del rey de Uruk, también le supera en sabiduría. En su caso, la lucha hace el cariño, y tras la primera escaramuza, ambos se vuelven compañeros inseparables, y como buenos bros de hace varios miles de años, salen en busca de aventuras y de monstruos que matar. De este modo acaban con el flamígero Humbaba, con leones y lobos (una gesta menos espectacular), y con el toro celestial enviado por la diosa Ishtar, a la que por si fuera poco humillan, granjeándose su odio y una enfermedad letal para el pobre Enkidu, tras cuya muerte se inician los mejores pasajes de la epopeya, con un Gilgamesh desolado, consciente de su humanidad y de su lamentable caducidad que vaga en pos de una inmortalidad reservada a los dioses que solo un ser humano ha conseguido, Utnapishtim, el superviviente del diluvio, que accede a compartir su secreto: una planta milagrosa que crece bajo el mar. Gilgamesh, devastado por la pérdida y por la asunción de su propia mortalidad, cada vez más demacrado, logra hacerse con ella, pero de vuelta a casa se la roban. Su caída en desgracia no es tal: solo ha comprendido que dos tercios de hombre y uno de dios no son suficientes: por lo menos en su paso por el valle de lágrimas cuenta con más comodidades que la mayoría. Admirando las murallas de su ciudad, Gilgamesh recupera la compostura, pero no le durará demasiado: a causa de su anhelo se le concede el privilegio de volver a ver a su difunto amigo. El tiránico monarca desea saber qué le espera en el inframundo, y comete el error de preguntar. De este modo, Enkidu, al principio renuente, termina por contarle la aterradora verdad. Y colorín colorado. La última tablilla toca a su fin. El viaje ha merecido la pena: ni rastro de FOMO. El milenario Gilgamesh ha vencido a la bestia novedad.