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ofendidita / OPINIÓN

Hacer hogar

Foto: EDUARDO MANZANA
19/02/2023 - 

Un mal recorre incansable los organismos de miles de individuos a nuestro alrededor. Una enfermedad arrolladora que afecta al cuerpo y al alma. Detectarla es sencillo: la mirada perdida, el cuerpo paralizado como un animalillo hipnotizado por los focos de un coche en mitad de la carretera, la piel grisácea de la angustia, la cabeza embotada y los ojos enrojecidos de explorar rincones de Internet en los que, y aquí está la clave, se anuncien viviendas para el arrendamiento o (aullido de espanto, escalofríos) la compra. Vacas contemplando el paso de un tren. El terror supremo, el décimo círculo de todos los infiernos: el mercado inmobiliario contemporáneo, echarle un visto es lanzarse al abismo.

Una necesidad tan básica, tan absurdamente obvia, está logrando convertirse en la enésima pesadilla generacional. Todas necesitamos un techo bajo el que existir y en ese carácter de imprescindible reside la perversión de todo este asunto. Encontrar un hueco digno en el que echar raíces se ha convertido en una gincana de los horrores. Pregunta a cualquiera que esté en busca y captura de una madriguera: ante sus pupilas se acumulan las ofertas desorbitadas por antros con ladrillo caravista, los domicilios que duran 20 minutos anunciados porque otra alma desesperada ha sido más veloz, los castings salvajes, las exigencias pantagruélicas para permitirte ser inquilino de un diminuto eco del desarrollismo (y que van de nóminas estratosféricas a 600 meses de adelanto). El festival de la infravivienda.

Conforme se acumulan los pisos visitados sin éxito, dos sentimientos complementarios hacen match en tu corteza cerebral. Por una parte, la furia arrolladora ante la proliferación de tantísima nada, de imposibilidad absoluta; por otra, la impotencia de ser incapaz de vislumbrar una salida colectiva, una respuesta que no parta del atajo personal, una opción conjugada en plural. Nos preguntamos por qué no estamos quemando nada, damos vueltas y más vueltas sobre nosotras mismas, nos desesperamos, nos frustramos, maldecimos a los fondos buitre que se apropian de edificios enteros, a los rentistas, a los particulares que juegan a hacer de especuladores aficionados con un par de pisitos heredados por aquí y por allá… Lanzamos conjuros, pero seguimos buscando o transigiendo con lo que ya hemos conseguido. Siempre con el temor agitándose en las entrañas: que el alquiler suba, que se acabe el contrato del piso y no te lo renueven, que el tipo de interés haga esa letra impagable, que pierdas el trabajo y tengas que fundirte unos ahorros paupérrimos en mantenerte aferrada a esas paredes pagadas a precio de huevo de Fabergé. Siempre con la certeza de que este precario equilibrio en algún momento tiene que saltar por los aires. De que este encaje de bolillos es insostenible.

Foto: KIKE TABERNER

Se puede sobrevivir en una infravivienda, sí. Y lejos de todos tus seres queridos. Se puede sobrevivir aislado, en zonas sin apenas servicios o añadiendo varias horas de desplazamiento a tu jornada laboral. Se puede sobrevivir existiendo al día, transfiriendo gran parte de tu nómina (o de tu facturación de freelance pringada) al casero de turno. Pero aspiramos a algo más que la supervivencia entre migajas.

¿Qué necesitamos? ¡Casas dignas y sueldos adecuados al coste de la vida! ¿Qué tenemos? ¡Inmuebles sobrepreciados, salarios raquíticos y precios disparados! ¡Y este estupendo juego del programa, un aplauso! Vivimos de prestado, pero es que los horizontes son o más intemperie o una certeza asfixiante, granítica. Susto o muerte.

Los guiñoles con cachiporras del mercado inmobiliario

La gincana inmobiliaria del pánico tiene dos grandes bloques de guiñoles con cachiporras. Por un lado, están los decoradores de interiores frustrados. Esos que animan con ardor a habitar cuchitriles infectos, a la pobreza cool, a fingir que un armario escobero es un coqueto e intimista estudio ‘con muchas posibilidades’. Es lo que hay, no te quejes, si no te interesa tengo a otros 30 interesados. Y claudicamos. No porque estemos inmersas en un delirio grupal, sino porque no parece haber otro remedio. Nos decimos unas a otras que está todo fatal, que en algún sitio hay que vivir. Nos dejamos los ahorros en zulos con ventanucos al pavor y el wc entre el microondas y el camastro. Si tenemos más margen de maniobra (llámese ayuda familiar en la mayoría de los casos), empeñamos diversos órganos para acceder a espacios que despeguen unos centímetros del averno. Aceptamos que no es completamente insostenible entregar una buena tajada del esmirriado sueldo para cubrir una necesidad básica. Aceptamos vivir con las sobras que nos quedan tras pagar el alquiler, no por desidia ni placer masoquista, sino porque todavía no hemos encontrado una alternativa.

Foto: KIKE TABERNER

El segundo grupo de guiñoles son los que tienen alma de urbanista y un plan muy claro de cómo debe ser cualquier ciudad: un decorado para vecinos pudientes y turistas. Esos son los que año tras año te van expulsando cada vez más lejos. Porque no se trata de que haya ciertos barrios de precios prohibitivos, sino que gran parte de las principales urbes se hayan convertido en un terreno imposible de habitar si no tienes tu buen saquito de privilegios. Si no te lo puedes pagar, vete a otra parte. Abandona ese barrio que consideras propio, aléjate de tus seres queridos, aléjate de tu trabajo, dedica una buena porción de tu día en ir y volver del trabajo, ¡seguro que eso no perjudica para nada tu calidad de vida! Vete lejos, donde los guiñoles consideren adecuado, regálale cachos de tu tejido social, precisamente, a quienes te animan a irte. Deja que la ciudad se convierta en un parque temático. Vete lejos, pero ¿cómo de lejos? ¿Dónde se detiene la mancha de aceite de los alquileres desorbitados y las hipotecas pantagruélicas? Ahí está la magia de esa escalada alpina que tan cachondo pone al sector inmobiliario: el ascenso de precios se va extendiendo sosegado pero imparable más allá de términos municipales y códigos postales. Puedes salvarte ahora, pero probablemente atrape a los que lleguen un poco después.

Entre los puntos que tienen en común los guiñoles de uno y otro bloque, además de la falta de empatía, está el desprecio hacia el anhelo de madriguera. Solo quien tiene asegurado un lugar de privilegio, solo el que tiene a buen recaudo su nido, quien lo ha construido, donde le ha dado la gana sin demasiado dolor en el proceso, puede despreciar los deseos ajenos de arraigo. Tras un puñado de años transitand la provisionalidad, haciendo de lo temporal virtud, colmando fugacidades, se va ensanchando en una esquinita del pecho cierto deseo de encontrar un lugar al que llamar tuyo. Donde no sentirte en una interinidad constante, en un 'de paso' eterno. Donde tus libros, tus plantas y el medio juego de café que te consiguió tu iaia con los puntos de la caja de ahorros hace 400 años puedan descansar tranquilos. Donde guardar abrigos y chanclas. Y dejar de meter y sacar de cajas el cojín azul con un pavo real (entre hortera y art decó) y la bandeja de erizo que conseguiste en rebajas y llevas arrastrando mudanza tras mudanza. Tener fichada a qué hora entra la mejor luz en tu salón. Sentir que germinas en un lugar. Al menos, durante un tiempo.

Y, sin embargo, se ridiculiza la idea de hogar por aburrida o anticuada, porque no encaja en las premisas de una sociedad en movimiento constante, dinámica, flexible y burbujeante, adaptada a las demandas del mercado en cualquiera de sus manifestaciones. O bien, se la considera algo superfluo, un capricho de estas generaciones debiluchas y malcriadas. O un lujo para quien lo pueda pagar.

Foto: KIKE TABERNER

Generar tejido social y establecer redes de afectos no tiene tanto caché como ser un nómada digital entrepreneur, claro. Convertir ciertos recorridos en parte de tu historia, ciertas aceras en un elemento clave de tu itinerario personal. Saber en qué local del barrio está el mejor pollo asado (el mío lo cerraron hace poco, llevo tremendo disgusto). Sentir que perteneces a un parque, a una panadería, a una plaza. Cualquiera de estos afanes entrarán en el cajón de cursiladas y ñoñeces. De esa domesticidad que no importa, que es pequeña e irrelevante. Que se conjuga en lo micro y no en lo macro. Como si el lugar en el que duermes y pelas las patatas no fuera un asunto político.

Eso sí, cuando se te ocurre hablar de hogares te enfrentas a otro peligro: caer en manos de la nostalgia reaccionaria y ser abducida por su perorata que idealiza un pasado en sepia construido a costa de los otros. Lo de antes sí que eran hogares y no la depravación postmoderna actual, blablabla. Me niego a entregarles la idea de nido, el concepto de cobijo. Un hogar puede ser a un tiempo barricada y alacena, un escondrijo que alumbre la disrupción y el disenso, la revuelta y la ternura; la morada como recoveco que nos salva y nos agita.

No creo que haya nada de frívolo en desear un refugio digno, en compañía o en entusiasta soledad. Una casa vivida con amigas, en pareja, con tu perro, tus hijos o contigo misma. Que esté ahí para las euforias y los insomnios. Para los llantos y los bailes. Para celebrar y para amortiguar los sufrimientos que tengan que llegar. Un rincón del mundo, el tuyo, en el que inventariar felicidades y heridas. Un hogar desde el que poder imaginar.

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