Hay vida más allá de los días oscuros. Más allá de ese goteo incesante de malas noticias, de los males de ojo y otros daños colaterales que caen innecesariamente sobre nuestras cabezas. No dejan de enredarnos en un bucle destructivo que va creciendo sin piedad. Pandemia, rebrote de contagios, muerte, vacunas, restricciones, mascarilla, control de horarios y de vidas. Y, ahora, además, la vacunación y los mensajes erráticos de los gobiernos, la guerra de laboratorios, de países, la mala información, la propaganda gubernamental, los protagonismos de acá y de allá, el elitismo y una campaña electoral. Demasiados virus para una pandemia que sufrimos desde hace catorce meses.
La desinformación se compone de varios ingredientes contraproducentes. No contar la verdad es uno de ellos. Ofrecer un exceso de información desordenada es otro de estos malditos componentes. Manipular una verdad incierta produce efectos secundarios dolorosos. Confundir y verter noticias falsas en todas las redes sociales, -una especialidad de los laboratorios de ideas de las potencias mundiales-, es otro de los efectos devastadores de este virus que, poco a poco, está acabando con los sueños de millones de personas y con una forma de vida que ya no sabemos si podremos recuperar. En una semana hemos pasado de vacunarnos a no vacunarnos con cierta vacuna, en un par de días volvimos a la casilla de salida, pero al día siguiente bailamos en el tablero de la incertidumbre. Y no solo es cuestión de los gobiernos. Aquí parece que hay muchos intereses en juego.
Mientras la polémica se apodera de la realidad, mi antigua vecina Carmen ya está vacunada con sus dos dosis de la vacuna “que no es normal”, “la vacuna mala” como ya la han bautizado. Pero ella está feliz por sentirse protegida tras más de un año de aislamiento y soledades. Ha añorado mis torrijas madrileñas, y yo he añorado sus roscas castellonenses de Pasqua. El pasado año comimos por encima de nuestras posibilidades. Además de los dulces tradicionales, intercambiamos numerosos sabores. Pero ninguno superaba esas lentejas y el bullit que Carmen compartía conmigo. Nos añoramos porque fuimos vecinas solas y desconocidas, pero muy unidas en tiempos difíciles. Generamos una convivencia que aún no hemos recuperado fisicamente. Cada vez que hablamos surge ese interrogante que ya parece un grito de guerra: ¿Hasta cuándo?.
Mi familia madrileña vive, frente al aparente orden de este pequeño país mediterráneo que habitamos, la incertidumbre en grado elevado. Allí la desinformación es preocupante, me dicen. Vacunaciones masivas pero desorganizadas. Personas mayores que siguen esperando mensajes a un móvil con el que, habitualmente, no saben manejarse. Y una campaña electoral que se interpone a la buena gestión de esta pandemia. Los avisos por telefonía móvil están generando problemas en todos los territorios, pero, menos mal, que el personal sanitario de la sanidad pública intenta superar estos obstáculos y los centros de salud están canalizando otras vías de comunicación.
Este lunes es Sant Vicent Ferrer, el día grande de las fiestas de Gavarda, uno de mis pueblos familiares de referencia. Hoy estaríamos escuchando la segunda mascletá desde el bar de la querida Tía Pepica que hace poco nos dejó para, seguro, irse a trabajar intensamente, como ella trabajaba, al cielo gastronómico con aquellos caragols, el famoso combinat de sepia, hígado y champiñones con su salsa verde, la ensaladilla, y les tellines de la tía Pepica que eran les pipes del mar, según decía el estimado Paco Sardina. Este año, otra vez, no hay fiestas ni de la Inmaculada ni de Sant Vicent, pero en Gavarda se siente que ha sido un fin de semana diferente, bello y pleno del olor de azahar que inunda la Ribera Alta del Xùquer. Mi prima María Antonia, a pie de cañón cocinando una paella valenciana dominical, me recuerda, hablando de la comarca y de sus paseos por la ribera del Xùquer, aquello que le decía su padre sobre las crecidas del río: A Beneixida entra el riu, en Alcàntera no pot, en Carcer s'emporta les cases i a Cotes fa el boig borinot… Recordar es volver a vivir y a sentir el sabor de aquella enorme salsa verde que reposaba en un mortero de barro mientras nosotras crecíamos y un pantano devastó hace décadas demasiados sueños.
Hoy es Sant Vicent Ferrer y estaríamos en Morella, en la antigua casa del estimado y añorado Sergio Beser, frente al altar del santo y su leyenda, uno de los milagros más estrepitosos del predicador dominico. En esta casa obró Sant Vicente Ferrer el prodigioso milagro de la resurrección de un niño que su madre enajenada había descuartizado y guisado y ofrecido al santo (1414). El famoso milagro, tan cruel como mitológico, es un atractivo turístico de las curiosidades morellanas. Como lo fue en la película La portentosa vida del Pare Vicent (1977), del desaparecido y buen director Carles Mira. En esta cinta, un magistral Ovidi Montllor, como Milón, probó aquel guiso sentenciando que no era conejo, ni cordero, ni puerco. La vida, toda ella, acaba siendo teatro y, desde luego, vivida entre bambalinas, esperando las subidas y bajadas del telón.
Tras la persiana de la sala de aquella vieja casa de Beser, se escondieron muchas veces Manolo Vázquez Montalbán y José Agustín Goytisolo, entre otros. Sergio era el anfitrión perfecto en aquellas horas en las que escuchábamos entre visillos los comentarios del turismo andante que se detenía en la calle Verge de Vallivana ante el referido milagro. Recordar es revivir y un día como hoy regresaría a las palabras, estima, a la ternura y bellos encuentros con los que Beser operaba en su ciudad natal.
Castelló amanece con la primavera a cuestas, con sus cambios radicales climatológicos y con algunas ráfagas del olor a azahar de sus huertos que se cuela por las ventanas.
A lo lejos llegan los graznidos de alguna gaviota perdida desde El Grau, y el arrullo de tanta paloma invasora en las calles del centro de la ciudad. Escribo en un domingo perezoso, impreciso. Parece un día de tránsito, uno más, uno menos. Una videollamada me trae la alegría del pequeño Aimar y sus dinosaurios, esos animales a los que estamos rebautizando como Manolo, Pepito, Marisol o el morellano, por eso de parecernos a quienes poblaron hace miles de años la Tierra y, mientras pasa esto, a su primo Biel le crece una inmensa sonrisa en medio de una mirada interminable. Huele a vida y transformación, a un mes de abril que parece desear ser positivo, luminoso, hasta insultantemente explosivo, para recordarnos que hay salida en esta prolongada oscuridad. Ojalá.