Dentro de diez días, se cumple un centenario que seguramente nadie quiera rememorar, pero que resulta absolutamente clave en la evolución del siglo XX español: el 13 de septiembre de 1923, el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, proclamó el estado de guerra y publicó un manifiesto (dirigido “al País y al Ejército” – se trataba de traer sosiego a ambos por igual) en el que prometía salvar al país de los “profesionales de la política”, si recibía los poderes necesarios.
Los golpes militares no ocurren en el vacío, y en 1923 el escenario internacional era especialmente propicio para los “hombres fuertes”: la revolución bolchevique de seis años antes había metido el miedo en el cuerpo a las fuerzas conservadoras, al tiempo que enfervorizaba al proletariado mundial. El mundo apenas había apagado las llamas de la Gran Guerra, y en Italia no hacía ni un año que un atrevido movimiento político, el Partido Nacional Fascista, se había hecho con el poder, encumbrando a Benito Mussolini, el primero de los “cirujanos de hierro” que con fuego y acero pretendían arreglar los problemas nacionales y llevar a sus países a un glorioso renacer.
Las causas del golpe de Primo, en última instancia, fueron las fallas del sistema de la Restauración, exacerbadas por la Primera Guerra Mundial. La Restauración arrancó con la Constitución de 1876 e instauró un turnismo de los dos grandes partidos dinásticos, conservadores y liberales. Al principio, el sistema era tan sólido que en 1898 se perdieron Cuba, Filipinas y Puerto Rico con una derrota humillante - y ni siquiera cayó el gobierno de Sagasta. Pero esa derrota llevó a un agresivo africanismo, con el objetivo de obtener en África colonias que compensaran las pérdidas de 1898, creándose un estado dentro del estado. En 1909, la oposición a la Guerra de África llevó a la Semana Trágica de Barcelona. Y la creciente industrialización y el surgimiento de sindicatos y partidos obreros que pedían voz y paso también aumentaba la inestabilidad.
Sobre este sistema cada vez más inestable cayó como una losa la Primera Guerra Mundial. Al principio como una bendición: los Aliados, particularmente Francia, tenían unas necesidades desbocadas de suministros y los pagaban a precio de oro. Esto habría sido una excelente oportunidad para modernizar la economía española – que se desaprovechó ciegamente en busca del beneficio inmediato. No se invirtió nada. Las fábricas no se expandieron, sino que se limitaron a añadir turnos de noche para funcionar 24 horas. Y en el campo, los terratenientes exportaron cosechas enteras, causando una aguda carestía de alimentos, sin reinvertir los beneficios. A partir de 1917, desesperadas por el hambre y la inflación, y alentadas por las noticias que llegaban desde Rusia, las masas (campesinos andaluces y obreros en Cataluña, principalmente) iniciaron desórdenes y revueltas cada vez mayores. 1918-1921 es recordado como “el trieno bolchevique” en Córdoba por las ocupaciones de fincas, y en las calles de Barcelona los pistoleros de la patronal y de los sindicatos se enfrentaron con cientos de muertos.
Al contrario que en Rusia, donde bajo la impresión de la guerra las masas, en alianza con las burguesías de las minorías étnicas del imperio ruso, sí lograron tumbar el sistema, en España se dividieron y fracasaron, pero mantuvieron suficiente fuerza para desestabilizar el país, empujando a las burguesías nacionalistas (particularmente la catalana) a los brazos del estado. Una sucesión de débiles gobiernos (hubo más de diez entre 1918 y 1923) alternó el uso del palo y la zanahoria, sin lograr pacificar la situación, exacerbada aún más por la recesión mundial de la posguerra. La Restauración, en el fondo, ya estaba finiquitada, y las únicas salidas eran la Revolución (inviable por la profunda escisión entre socialistas, anarquistas y comunistas), la Reforma democrática… o el Golpe. Primo de Rivera, políticamente ingenuo, bien conectado, bombástico y populista (el calificativo “trumpista” no se queda lejos, sustituyendo Twitter por sus “notas oficiosas” que dictaba borracho), se lanzó al ruedo – y el rey Alfonso XIII (al que la cosa le pilló de vacaciones en San Sebastián) bendijo su golpe nombrándole presidente del consejo de ministros, el equivalente al actual presidente del gobierno.
Hay un cierto debate sobre si el último gobierno liberal estaba preparando o no una reforma para una mayor democratización del sistema. Es cierto que hay algunos indicios de apertura, pero ese mismo gobierno hizo un uso masivo de la manipulación electoral por vía de los caciques para asegurar su poder. El problema de la Restauración, en el fondo, siempre fue ese: que la corrupción solo se podía quitar desde el poder… pero que la única vía para acceder al poder era esa misma corrupción. Por ahí fracasaron todos los intentos de reforma, y esto desgastó tanto al sistema que nadie se alzó en su defensa.
Para lo que son las dictaduras, esta fue muy poco sanguinaria. Anarquistas y comunistas fueron perseguidos y encarcelados, pero quien colaborara con el régimen, en cambio, podía beneficiarse. Notoriamente el PSOE, que entró en la Organización Corporativa Nacional, una especie de sindicato vertical que debía dirimir los conflictos laborales, y donde los socialistas participaron con la intención de absorber a los afiliados de los prohibidos sindicatos anarquistas. Por lo demás, Primo se limitó a cerrar el Congreso, ignorar a la clase política, e improvisar mucho saltándose a la torera las leyes existentes (incluyendo las que iba promulgando él mismo). Al régimen lo calificó de “monarquía constitucional”: el rey y la constitución, no hacía falta más.
La evolución de la dictadura fue realmente remarcable: Primo llegó al poder prometiéndole a todo el mundo (militares, burguesía catalana, conservadores, trabajadores, estudiantes…) que miraría por lo suyo, y en seis años se las arregló para poner a todos contra si. Partidario, curiosamente, de abandonar el conflicto colonial en Marruecos por la sangría económica y social que provocaba (Franco y los demás africanistas casi se le rebelaron por ello), se encontró fortuitamente con que las tribus del Rif empezaron a amenazar intereses franceses. Esto metió a los franceses en el conflicto, y en alianza con ellos Primo pudo aplastar a los rebeldes mediante el desembarco en Alhucemas en 1925. Habría sido el momento ideal para retirarse (al acceder había prometido resolver los problemas de España en seis meses), pero es lo que tienen las soluciones autoritarias: que una vez caes por esa deriva, no hay forma de detenerse. Primo cambió el Directorio Militar por uno Civil, pero se mantuvo al frente del mismo.
Punto aparte es la corrupción del régimen. Primo de Rivera insistió muchísimo en que llegaba para barrer la corrupción del caciquismo, pero a la postre su régimen resultó incluso peor: los encargados de quitar las corruptelas mayormente se apropiaron de ellas – y como ni la prensa censurada ni el parlamento cerrado podían hacerlas públicas, y la justicia militar arrebataba a la civil los casos más notorios, todos los diques reventaron y fue “tonto el último”. Incluyendo en la corrupción al propio dictador, que justificaba los generosos “regalos” que recibía en su sacrificio por la patria y en su modesta hacienda (siendo descendiente de terratenientes andaluces).
Políticamente, este régimen pretendía imitar otros más modernos: Alfonso XIII, en una visita al rey de Italia Victor Emmanuel III, presentó a Primo como “mi Mussolini”. Sin embargo, en el fondo era una copia tardía del bonapartismo decimonónico, y se vino abajo a partir de 1927, con la erosión de sus apoyos políticos, un proceso que se aceleró enormemente desde 1929 con la Gran Depresión. El bonapartismo ya no era viable en la era de los partidos de masas, y la Unión Patriótica, el remiendo de partido único, era demasiado endeble. Su proyecto de una nueva constitución que sirviera de “salida” se topó con la oposición del rey, que consideraba que debilitaba su papel, y cuando Primo tanteó a los militares estos evitaron apoyarle. Enfermo de diabetes (murió apenas dos meses más tarde), Primo dimitió y se fue al exilio. Alfonso XIII, incapaz de hacer creer a los españoles que aquí no había pasado nada, le siguió 15 meses más tarde.
Tras la dictadura, España volvió a la casilla anterior: Revolución o Reforma. La Segunda República, con sus luces y sombras, fue un intento de reforma, quizás demasiado ambicioso (o ciertamente eso les pareció a los conservadores, que la vieron como revolucionaria por cosas que hoy, la verdad, en un 90% están totalmente normalizadas). En 1923, de hecho, muchos de los futuros republicanos se habrían conformado con bastante menos, pero el inmovilismo de la Restauración primero, y la Dictadura después, les radicalizaron. A veces, una sencilla reforma a tiempo evita enormes desgracias posteriores.
¿Qué podemos aprender hoy, a cien años del golpe? Se podrían señalar los paralelismos, claro está: un régimen que arranca con una Constitución nueva (1876/1978) ha aguantado medio siglo con un turnismo de partidos “dinásticos”, pero se le empiezan a ver las costuras ante la aparición de nuevas formaciones políticas. Una crisis en 1909/2008 sacude sus fundamentos, y pandemias y guerras lejanas, a principios de los años 20, le impiden volver a la “normalidad”. En una Europa de países crecientemente autoritarios, la tentación de resolver los problemas mediante un “golpe” aumenta entre los círculos del poder. Hace 100 años, el golpe aún fue militar, pero como ahora eso estaría muy mal visto parece que las élites apuestan por los jueces y el lawfare. Y si todo lo demás falla, apelar a posibles tránsfugas.
(Por supuesto, también se pueden sacar las lecciones contrarias: que en 1923 las izquierdas estaban divididas pero que en 2023 están a partir un piñón; que el escenario europeo no es ni de lejos comparable; y que hoy no hay conflictos coloniales como la Guerra del Rif, de modo que nada que ver. Por eso hay que ser un poco escépticos con “aprender de la Historia”, porque las circunstancias nunca son las mismas. La Historia, cuando mejor funciona, no es cuando ofrece respuestas, sino cuando plantea preguntas.)
En última instancia, el golpe de Primo fracasó. Los golpes militares, tan comunes en nuestro siglo XIX, en el siglo XX han acabado fracasando todos: no se puede hacer política al margen del pueblo. Por eso fracasó también el golpe de julio de 1936 (que inicialmente solo pretendía tomar el poder como lo hiciera Primo en 1923). Pero sus instigadores, en vez de irse al exilio, optaron por doblar la apuesta y hacer una Revolución. Sí, las revoluciones de derechas también existen, y son tan desagradables como las de izquierdas. Quizás el legado más profundo del golpe, y que ha durado cien años, es que, incluso en su fracaso, arrastró consigo al liberalismo político español, que desde entonces no ha logrado materializarse en un partido duradero y vaga como “corriente” por el panorama político.
La monarquía parlamentaria liberal terminada con el golpe de 1923, por cierto, también había nacido con un golpe: el del general Arsenio Martínez Campos en Sagunto en diciembre de 1874, para proclamar a Alfonso de Borbón como rey (y otro del general Manuel Pavía once meses antes contra la Primera República española). A veces, los finales reflejan los principios. Así que si el acto legitimador inicial de nuestra monarquía fue el fallido golpe del 23-F (¡o al menos eso dicen nuestros monárquicos!), sería poético que esta finalizara por otro fallo similar en la búsqueda de “algunos socialistas buenos”.