Las historias sobre Terezin y el pabellón 31 de Auschwitz son bien curiosas. El primero fue utilizado como decorado para grabar documentales sobre lo bien que los nazis trataban a los judíos y, el segundo, como zona donde los judíos podían estar con sus hijos y tenía como finalidad enseñársela a la Cruz Roja Internacional. Ahora, una novela gráfica recuerda la peripecia que vivieron internos de estos campos que intentaron tener acceso a la cultura en mitad del infierno.
VALÈNCIA. En el aniversario de la liberación de Auschwitz, el escritor Antonio Iturbe explicó que había preparado un ensayo sobre la peripecia vital de Dita Kraus, pero que "le faltaba vida". La investigación que había realizado le había llevado muchos años, pero quería que el libro tuviese otro tono, así que le pidió permiso a la protagonista para escribir una novela. “Los libros de historia nos dan cifras, mapas, datos, pero no dicen nada sobre el sufrimiento de las personas, sobre los resquicios de la esperanza". Sin embargo, no le convencía el título, "la comercial estaba convencida de que era un título perfecto. Ni mi editora ni yo lo vimos claro, pero lo aceptamos. Si el título es burdo, que lo es, la culpa únicamente es mía. En cualquier caso, no creo que escribir libros banalice, lo que banaliza es la indiferencia".
Esas declaraciones fueron un interesante ejercicio de honestidad y humildad, pero también una queja indirecta, porque muchas veces las estrategias comerciales nada tienen que ver con las intenciones de los autores. Iturbe estuvo escribiéndose con Dita, la superviviente del campo de exterminio, que ya no vivía en Praga, sino en Israel. Aun así, se conocieron en Chequia y ella le llevó a ver los restos de Terezin, el gueto en el que había sido obligada a residir con su familia. Después pasó a Auschwitz y, más tarde, a Belgen-Belsen, donde sus recuerdos fueron atroces. De hecho, mientras acompañaba a Iturbe, al hablar de ese lugar fue la única vez que rompió a llorar y se derrumbó.
El campo de Terezin tenía cierto interés porque representó una anomalía. Por él pasaron 150.000 judíos, de los que 88.000 fueron destinados a otros campos de exterminio, donde murieron, 33.000 fallecieron ahí y solo 17.247 sobrevivieron. El caso extraño fue que Terezin fue empleado como los nazis como decorado para grabar un documental, que reseñamos aquí, sobre las supuestas inmejorables condiciones en las que se encontraban los judíos bajo la custodia del III Reich.
Ahora, ha salido publicada la novela gráfica del libro de Iturbe, La bibliotecaria de Auschwitz, con guión de Salva Rubio y dibujo de Loreto García. El cómic toma su significado de la historia en ese campo de concentración, donde la protagonista pudo montar una librería con unos pocos volúmenes. Si por algún motivo eso pudo hacerse fue porque los nazis, siguiendo la línea que habían marcado con los documentales de Terezin, en Auschwitz también reservaron un espacio para familias con niños con el fin de mostrar esa sección como prueba del buen trato que recibían. Especialmente, a ojos de la Cruz Roja Internacional.
El punto álgido de estas viñetas se encuentra en el curioso capítulo de la biblioteca. En sus estantes, solo estaban El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, Las aventuras del bravo soldado Svejk, de Jaroslav Hasek, un atlas, una gramática de ruso, un manual de geometría y Los nuevos caminos de la terapia psicoanalítica, de Sigmund Freud. En el pabellón 31 de Auschwitz, esta pequeña y accidental colección de libros sirvió para que los internos tuvieran un contacto con la cultura que se les había extirpado, especialmente los niños, que ya no podían volver a la escuela.
El otro personaje fundamental de la historia es Fredy Hirsch. Era un atleta y sionista alemán, como era homosexual abiertamente ya había salido de Alemania, sin embargo, se refugió demasiado cerca, en Checoslovaquia, donde le pilló la invasión. Cuando fue internado en campos de concentración se las arregló para acabar al cuidado de los niños, es así como conoció a Dita y entabló una amistad con ella que les llevó a montar la biblioteca de Auschwitz.
Aunque se encontraban bajo la vigilancia del mismísimo doctor Mengele, Hirsch se las arregló para organizar conciertos, concursos de pintura y talleres de esculturas con lo que tenía ahí a mano. De él dijeron otros internos, como bien refleja el guión de Salva Rubio, que para ellos su ánimo y sobre todo su buena presencia, siempre trataba de estar arreglado como buenamente podía, influyó en su moral en el día a día. El suspense de todo este relato se halla en cómo se jugó el tipo para proteger ese puñado de libros. Si los hubiesen encontrado en una inspección, les habrían matado en el acto a todos porque estaban prohibidos.
El desenlace de Hirsch no se trata en la novela gráfica porque es una historia en sí misma, solo se comenta de pasada o se sugiere. En realidad, no se sabe si se suicidó antes de que se produjera un traslado para asesinar a buena parte de los internos, o si lo mataron los propios médicos judíos envenenándolo porque temían que delatase la rebelión que planeaban llevar a cabo incendiando el campo como acto de resistencia. Al final, lo que se sabe es que murió en un horno crematorio junto a los niños que cuidó. Parece, según algunos académicos, que luego su historia fue silenciada en la posguerra debido a su homosexualidad.
Dita, por su parte, lanzó recientemente un libro con sus recuerdos. Yo, Dita Kraus, la bibliotecaria de Auschwitz (Roca Editorial, 2021) En él revela que Hirsch no se suicidó. Los médicos judíos, cuenta, le dieron una sobredosis de somníferos e, inconsciente, fue enviado a la cámara de gas el 8 de marzo de 1944. Cuando ya estaba todo dispuesto para la rebelión, incendiar los barracones, lo que se haría cuando él tocase el silbato, se empezó a angustiar pensando que los niños no tendrían ninguna posibilidad de huir en la situación que se iba a presentar. Por eso le pidió un somnífero a los médicos, para tratar de relajarse y vencer la ansiedad. Sin embargo, estos no aprovecharon su solicitud para matarlo y que no revelase el plan, sino para que no se produjera. Según Kraus, a los médicos judíos, Mengele les había prometido que no les sucedería nada y que los necesitaba en el campo. Una paradoja más en una sociedad llevada al límite por sus verdugos.