Michel Houellebecq, profeta y moralista, es un tipo de escritor en vías de extinción. Lleva su libertad hasta el límite de la provocación. Los nuevos fariseos se escandalizan y atizan campañas inútiles en su contra
Este verano he vuelto a leer a Michel Houellebecq. Lo último que cayó en mis manos fue Sumisión, la novela que cuenta cómo el islamismo toma el poder en la República francesa. Hace unos días entré en una librería de mi ciudad, donde era el único cliente, y compré Serotonina. Me la leí en dos tardes. Por si no había tenido suficiente, luego vi su conferencia Los intelectuales abandonan a la izquierda, leída en Buenos Aires a finales de la pasada década.
Y ahora voy a explicar por qué siempre vuelvo a Houellebecq, como si fuese mi primer amor.
La primera vez que tomé contacto con la obra del autor francés fue leyendo Ampliación del campo de batalla. De eso hace mucho tiempo. En esa primera novela, Houellebecq muestra ya su visión desolada del mundo actual. No hay salvación posible en un Occidente definitivamente condenado. Todo —incluido el sexo y lo que hemos dado en llamar amor— está sometido a las leyes del mercado. De ahí su nihilismo, el humor corrosivo con que traza situaciones y describe a sus personajes, la desesperación, no exenta de ternura, que se desprende de sus páginas.
Los protagonistas de sus novelas suelen ser masculinos, como el Florent-Claude Labrouste de Serotonina, un hombre de 46 años, asesor en el Ministerio de Agricultura francés, que se medica con Captorix, un antidepresivo. “Es un comprimido pequeño, blanco, ovalado, divisible”, escribe al principio de la novela. El antidepresivo le mata la libido y le provoca impotencia.
Es difícil desligar al autor del narrador en esta y otras novelas. Por ejemplo, la acción de Serotonina arranca en Almería, donde Houellebecq vivió. No conozco tan a fondo su vida como para delimitar el peso de lo autobiográfico en Serotonina, pero tengo por seguro que el novelista se habrá valido de episodios de su existencia para escribirla.
La incomunicación, la soledad, el cinismo, el mundo como un supermercado, la imposibilidad de amar y ser correspondido, el abismo insalvable entre los hombres y las mujeres y el fracaso de la cultura y el sexo como últimos anclajes en la vida, están presentes en Serotonina, al igual que en el resto de su obra. Todo bajo la mirada de un varón acomodado, blanco y heterosexual, entregado a practicar el hedonismo para tapar, inútilmente, el vacío de una vida.
Puede que Michel Houellebecq, el autor francés vivo más conocido en el mundo, no sea un gran novelista. No es Balzac, ni Proust, ni Céline. Algunos fragmentos de sus novelas se parecen unas a otras; hay un cierto déjà vu cuando lo leemos, pero aun admitiendo estas insuficiencias, en el caso de haberlas —¿quién soy yo para corregir al maestro?—, Houellebecq es un gran escritor. Y tengo por tal a aquel que acerca el oído al subsuelo de la realidad para captar el espíritu de su época, y acierta. Houellebecq ha sabido colocar el espejo en el lugar oportuno, y ese espejo feo y grotesco nos devuelve el fin de una civilización. Porque estamos en ello.
“HOUELLEBECQ AVISA DE LOS PELIGROS QUE AMENAZAN NUESTRA FORMA DE VIDA, DEL DECLIVE DE UN MUNDO DE ANTIGUAS CERTEZAS”
En la conferencia mencionada, se refería a sus dotes de profeta. Parece tenerlas. Hay ejemplos que lo atestiguan. El día que se publicó Sumisión en Francia, ocurrió la carnicería islamista en la revista Charlie Hebdo. En la conferencia leída en Buenos Aires dice: “La proliferación del Islam está en sus inicios y Europa, al no defenderse, tiene una actitud suicida”. Faltaban seis años para los disturbios que sacudieron Francia este verano.
Profeta en nuestro tiempo, el autor de Plataforma es también un forense. Trabajo ingrato este de forense. Consiste en abrir en canal a un Occidente a la deriva con el fin de comprobar el estado de putrefacción de sus vísceras. Como Casandra, Houellebecq avisa de los peligros que amenazan nuestra forma de vida, del declive de un mundo de antiguas certezas y códigos compartidos. Como a Casandra, nadie le hace caso, y a él no le importa esta indiferencia porque sabe que todo está irremisiblemente perdido.
No se ha reparado en que Houellebecq, de opiniones controvertidas sobre la prostitución y la pornografía, es un moralista a su manera, heredero de la tradición inspirada por La Rochefoucauld y Joubert. Y, bien mirado, también es un existencialista porque la vida sigue siendo una pasión inútil, muy a nuestro pesar. Puestos a ir más allá, el escritor galo sería además un romántico de principios del siglo XIX. Se presenta como un ser inadaptado, asocial, rebelde, inconformista y profundamente desdichado por la distancia entre sus ideales y la realidad.
Pero, por encima de todo, monsieur Houllebecq es un escritor libre. Quedan muy pocos que desafíen la dictadura del “nuevo progresismo”, como así etiqueta a sus críticos. Escribe sin tener en cuenta las consecuencias ni las conveniencias de sus textos. Combate por la libertad de expresión y de pensamiento. Por esta razón ha acabado en los tribunales, acusado de islamofobia. Fue absuelto. Es polémico, irreverente y desaliñado, con una vida privada nada ejemplar a los ojos de los biempensantes. La izquierda institucional, temerosa de que alguien le cuestione su hegemonía cultural, ha dicho de él que es un nuevo reaccionario, título que comparte —y a mucha honra— con otros escritores franceses como Alain Finkielkraut, Maurice Dantec, Phillipe Muray y Éric Zemmour. Sólo por eso se merece una ovación. Definitivamente, Houllebecq es uno de los nuestros.