Creo que quedó patente con Turgénev -si es que acaso el Don Quijote no supuso una clara distorsión del paradigma- que entre padres e hijos, entre una y otra generación, debe siempre producirse una ruptura. Claramente, sí. Entre dos espacios hay un hecho; y entre hecho y hecho aparece siempre un gap que se encarga de aliviar tensiones entre ambos. Los espacios son momentos de discordia y disciplina, elementos que permiten convivencias no impostadas. Tras la amnesia de los años de pandemia hemos olvidado rellenar esos silencios, y en el fallo se suceden los espacios que son brecha, los que no nos sirven para asimilar la transición. Ahora hay hechos entre espacios, y entre hecho y hecho no hay sino la nada, y la nada nos genera incomprensión, algo así como al nihilista de Turgénev.
En la fe de erratas no aparece la del chico que se quiso hacer pasar por abogado, ni la de ese genio que se llama Woody Allen que no admite que ha engendrado una película moderna. "Perdón por ser moderno e intrascendente". Lo que cala es lo ligero. Lo profundo es más un TOC, una apariencia. Lo ligero es instantáneo, lo profundo necesita ser tomado en consideración. Ahora todo es rápido y ligero, y si hay tiempo de por medio es que recalaste en uno de esos sitios en que sirven los cafés de especialidad. No te pidas un espresso y deléitate exigiendo procedencias, elaboraciones y un saquito de café que regalarás a algún amigo sin cafetera.
Tengo una teoría (tengo muchas en realidad) y es que la novela contemporánea que supera las cuatrocientas páginas no vale jamás la pena. Hace años, cuando nadie utilizaba todavía computadoras, uno tecleaba o escribía a mano y le daba tiempo (todo en uno) a pensar, decir, establecer, ordenar, maldecir, corregir y teclear. El proceso era más lento y más preciso, y lo que uno plasmaba en el folio era casi permanente o sin el "casi". Ahora, inmersos en dinámicas mecanizadas, uno puede solamente transcribir el pensamiento que aparece -tan fugaz y deletéreo- escupido en la pantalla. No hay tiempo ni esfuerzo, ni siquiera precisión, uno escribe en automático, a lo Breton (André), como si el objetivo fuese expiar culpas ignotas. Superar las cuatrocientas es un acto de onanismo literario, es el conocerse y construirse en cada frase sin contar con la aquiescencia de la corrección.
Soy más libre cuando digo que los libros que son gruesos pertenecen a apellidos rusos o franceses. Lo demás son excepciones de individuos que deciden ser outsiders cuando toca. No es que under 400 sea más ligero, sino que es más razonable. No alcanzar los cuatrocientos es maduro, es real siempre que evites el extremo del que escribe unas nivolas infumables que es el nombre para el cuento incapaz de convertirse en la novela pretendida. Soy más libre todavía cuando afirmo que ese género pertenece en exclusiva a Unamuno, y que aquel que lo practica sin permiso ni talento sólo ansía la inmortalidad entre tapa y tapa de colores con un título sacado de algún óleo manierista.
He descubierto que Carlos Pumares se parecía a Anthony Hopkins o más bien al primer Hannibal Lecter. Se parecía en la mirada, en actitud y en pensamiento. Dos tipos que hablaban desde el canibalismo con pasión, profundidad y rigor. Igual que Turgénev y Jordi Savall que se parecen en lo obvio y en lo etéreo. No he encontrado parecidos a Bad Bunny, perdonadme. A lo sumo otro cantante de lo suyo.
Algún día quisiera escribir un artículo al estilo Netflix, con mucho flashback, la fotografía saturada de color y personajes que no importan. Hace tiempo decidí no ver más tele. No me he arrepentido de esa decisión. El refugio sigue siendo el cine. Sigue siendo más que nunca porque no es ligero ni es mentira, no hay nivolas ni exégesis de algún hecho que se vende como real, no hay más cuatrocientos que los de Truffaut ni funcionan las palabras del aprendiz de prestidigitador.
Padre e hijos fue considerada una ruptura en su conjunto, y entre Turguénev y Mayakovski existió ese espacio transitorio de repulsa evolutiva -en ningún caso una brecha-. Los espacios configuran unos vínculos inseparables que en su proceso de alejamiento justifican ambos hechos. Ni siquiera el dadaísmo intentó imponer la brecha antagónica que se exige hoy en día. El dadá -habrá que recordar- fue profundo y fue moderno al mismo tiempo. Que Wes Anderson nos advierta de lo intrascendente de estudiar el cine clásico no es un buen ejemplo de modernidad sino el reflejo de lo atávico, conflictual y específico del buen antiguo (buen salvaje) que repudia al más antiguo todavía. Perspectivas de un futuro Turguénev, Mayakovski o Dostoievski no hay ninguna. En la nada no supura el germen de lo nuevo, ni siquiera se consiguen escuchar los estertores del que ha naufragado. Cuánto echo de menos al amante del Negroni, cuánto a los que se ejercitan en la erudición y en el manejo de conceptos tan banales como espacio y como hecho, tan banal y tan profundo como huérfanos de la tormenta.