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PUNT DE FUGA  / OPINIÓN

Inflación

8/04/2022 - 

Tras la masacre de Bucha se ha intensificado el debate en Europa acerca de la ampliación de las sanciones contra Rusia para extenderlas al gas y al petróleo. Sin duda estas sanciones dañarían sobremanera la economía rusa pero la cuestión, por supuesto, va más allá, porque toda sanción que le imponemos a Rusia es a su vez una sanción que nos imponemos a nosotros mismos. De modo que la cuestión debe ser replanteada: ¿cuánto más daño le harían a Rusia esas sanciones del que le harían a Europa? Más aún, ¿las sociedades europeas están preparadas para resistir medidas de este tipo?

Cuando se aprobaron los primeros paquetes de sanciones algunos argumentaban con entusiasmo que estas hundirían la economía rusa y permitirían doblarle el brazo a Putin. Era previsible, y de hecho así se previno, que eso no funcionaría. La amenaza de sanciones puede prevenir una agresión militar pero difícilmente puede lograr detenerla. Para desesperación de muchos de estos visionarios, Rusia logró hace unos días que la cotización del rublo volviera a los niveles de preguerra, eso sí, a costa de una fuerte elevación de los tipos de interés por parte de su banco central. Por supuesto, lejos de revisar su expectativas y de demostrar una mayor cautela, su reacción ha sido la de doblar la apuesta.

Se está volviendo habitual en las últimas semanas que el Parlamento Europeo albergue discursos que compiten en su grado de beligerancia y de dureza, que se retroalimentan y que promueven medidas que pueden acarrear graves consecuencias para millones de personas. Cuidado con esto porque puede producirse una desconexión total entre una élite política europea comprometida con la guerra financiera contra Rusia, pero que no padece en primera persona las consecuencias de sus propias decisiones, y el estado de ánimo de nuestras sociedades. Entre millones de ciudadanos europeos existe un profundo sentimiento de solidaridad hacia el pueblo ucraniano por a la enorme tragedia que supone la invasión de su país pero eso no significa dar carta blanca a medidas que pueden resultar muy dolorosas, sobre todo cuando no se han tomado contramedidas para paliar sus efectos ni hay un compromiso suficiente para ayudar a los sectores sociales más afectados por la inflación.

La huelga de transportistas junto con los paros de pescadores y taxistas han sido un síntoma de un descontento larvado que puede extenderse mucho más allá. El Gobierno de España ha logrado superar ese trance con un paquete de ayudas de los sectores económicos más afectados por la subida de los hidrocarburos y a las familias más vulnerables. Ahora bien, parece claro que estas medidas no servirán para atajar la inflación, la clave está en la propuesta ibérica de limitar el precio del gas en el mercado eléctrico que tiene que autorizar la Comisión Europea después de que los jefes de Estado de los 27 aceptaran que España y Portugal pudieran tomar medidas específicas al margen del resto.

Aún así, los efectos del shock inflacionario del mes de marzo van a seguir dejándose sentir los próximos meses. Es inaplazable que se traslade a la opinión pública un debate sobre cómo se van a repartir los costes de la inflación sabiendo, además, que ninguna política económica resultará neutra en términos distributivos y que la capacidad del Estado para atemperar la situación es limitada. Los llamamientos para lograr un "pacto de rentas" han ido subiendo de intensidad, ¿pero en qué términos debe producirse? Para algunos esto no es sino otra forma de enmascarar la congelación de los salarios y las pensiones para que sean los trabajadores quienes acaben absorbiendo el impacto de la inflación. Esta es la cara b de los discursos enardecidos emitidos desde las tribunas de Bruselas.

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