Ser malo y ser loco son dos cosas distintas. Ser malo o bueno ya se parecen más, pero todo el mundo cree que son cosas opuestas. Cuando un señor o señora acuchilla a un desconocido las noticias del suceso se salpican de consultas al experto, la psiquiatría debe proporcionar alivio. Hablamos del mal. Se nos atraganta el mal. Los alienistas tienen que facilitarnos la digestión y trazar la línea divisoria; nadie hará un acto atroz hasta que no caiga enfermo de la cabeza, leemos. Sin embargo, nadie corre a consultar un psiquiatra cuando se anuncia el Nobel de la Paz. Hablamos del bien. Qué bien deglutimos el bien. Nos entra de maravilla. En una sociedad laica, nadie en su sano juicio renunciaría a las limpias comodidades de Occidente para montar una misión en la India pero sí, es hermoso, ¿quién quiere hablar de delirios?
El altruismo extremo es una rareza simpática, decorativa, pero es una elección moral igual que la del que asesina o mutila. Es libre albedrío. No vende periódicos, sin embargo, y no vende tan bien como el suceso sangriento con su pie de foto psiquiátrico. ¿Cuántos señores han asesinado a sus parejas en lo que va de año? Eso sí es una lacra social. No eran enfermos. Elegían. Optaban. Movidos por sistemas de creencias o patrones culturales, ellos tomaban su decisión. Y, cuando se ha señalado alguna de sus dolencias, ¿cuántas veces hemos sabido si padecían diabetes? ¿Hipertensión? ¿Triglicéridos?
Publicar de forma impune el historial médico de un agresor no está libre de consecuencias, sobre todo si se trata de su historial psiquiátrico. Porque la enfermedad mental no es como un juanete ni una hernia de hiato: se imbrica en la personalidad, se es lo que se padece más allá de lo que el afectado quisiera. Uno no es su juanete ni su hernia de hiato pero, gracias a la miopía de una sociedad vocinglera e insensible con el sufrimiento emocional, a titulares como los de estos días, se es enfermo mental, o sea, peligroso. Lo que un especialista ha volcado en un informe de la administración pública correrá como la pólvora por las pantallas del país.
Una esquizofrénica abandona el psiquiátrico penitenciario de Foncallent tras cumplir catorce años por un triple homicidio cometido en pleno brote. Los equipos que la supervisan hablan de estabilidad clínica y, aún así, reincide: agrede de nuevo a dos desconocidas en el supermercado de su pueblo. Leo con preocupación la marea informativa del caso y me sobrecoge asistir a su foto y sus apellidos multiplicados en los titulares, al juicio precipitado de unos y otros y hasta al vídeo en la que es reducida en la calle por los agentes. Una no puede evitar compadecerse, no sólo por las víctimas, sino también por todos los que son esquizofrenia paranoide, delirio, paranoia, y leen la noticia estos días. Aquí es donde se estrellan todos los esfuerzos de sus rehabilitadores. Aquí es donde la sociedad que nos hemos dado vuelve a ligar de forma implacable violencia y locura.
Imaginemos un escenario en paralelo: imaginemos que se pudiera etiquetar a los malos. Malos del mundo, aquí tienen su informe acreditativo, cuñado y registrado por el departamento tal sección cual. Que todos los inmorales, los psicópatas y los canallas estuvieran filiados. Que engrosaran un archivo autonómico, nacional y local. Imaginemos que en el cajón de su mesilla, junto al paquete de tabaco y las pastillas para dormir, amarillease el certificado de Malo con su código de la OMS (“el señor tal ha sido diagnosticado de: M.23.8. Malo maloide subcrónico en remisión parcial con curso episódico y pronóstico no especificado”). ¿Cómo se sentirían ahora mismo todos ellos? ¿Se atreverían a bajar a por el pan? ¿Cogerían el autobús al centro?
Para un enfermo mental, desgraciadamente loco es malo porque es lo que ha aprendido a fuego. En la charla benévola de su control médico se escucha otra cosa pero no vale nada al lado de la jauría que espera fuera; aún sigue en pie este falso mito. Por eso ahora, tras un año y pico de pandemia, los vemos sufrir porque se les recuerda que hay que salir de casa. Hay que enfrentar miradas. Guardaban un prodigioso silencio, una sorprendente paz durante el estado de alarma: el mundo no les exigía nada, el mundo y el dolor del mundo callaban. Nadie censuraba su retiro. Ahora no damos abasto con sus crisis porque las puertas se abren y nuestro frenesí les hace daño, el gran jaleo del mundo al que queremos lanzarles es su veneno. Y en ese afuera al que los empujamos está el rechazo. Está no me hables de esa forma, no discrepes, no te cabrees, no me digas que te pinchan un antipsicótico. También lo decimos sin palabras cuando apartamos la mirada en el bus o en el mostrador del pan, al entregarles el cambio sin una sonrisa natural o al cambiarnos de asiento en el metro. Decimos: te tengo miedo, ahora puedes hacerme cualquier cosa. Leo los titulares de este caso desafortunado en El Molar y me inunda una petición velada: encerrémolos otra vez, a todos. Dado que un caso puede ser fatal, devolvamos a todos al manicomio. Matemos moscas a cañonazos.
Pero las cifras están ahí: los enfermos mentales son responsables de entre el 3 y el 5 % de los actos violentos y la mayoría no conllevan uso de armas. Es más: se ha cuantificado la violencia ejercida sobre ellos y se encuentra por encima de la media. O sea, es un colectivo igual o menos violento que la población general pero sufre más violencia. Y con cada noticia de este calibre que se publicita, el estigma y el deseo de mantenerse lejos de ellos aumenta hasta niveles difíciles de revertir. Tenemos un problema con la salud mental pero no es precisamente el que indican algunos medios estos días. Tenemos una sociedad desatendida y desinformada en lo emocional, junto a una red de atención deficitaria.
Hablemos más de ello. Anunciemos que es más difícil sucumbir por la cuchillada de un enfermo que por una bomba terrorista o un accidente cualquiera. Demos voz a todas las personas que ahora mismo se medican, responden, acuden a sus controles, agradecen la atención y el cariño de cuidadores y vecinos. Salen a por el pan o a coger el bus. Desatienden a la jauría. Incluso aquellas que son puestas en libertad tras su paso por un penitenciario lo consiguen en su mayor parte. Esquizofrénicas son unas 600.000 personas en nuestro país, en torno al 1 % de todos nosotros. Y todas cuentan con sus familias, que los acompañan, toleran, escuchan y quieren. Que hipotecan su vida por ellos. Una legión silenciosa y valiente. Todas ellas guardan su certificado en el cajón estos días y se remuerden. Se pasman. Puede que sientan más miedo de sí mismas que de nuestra jauría.