Impedimenta suma a su catálogo una nueva obra del autor asturiano, una novela que nos sumerge en una atmósfera inquietante en la que los ovnis inquietan menos que una maleta
VALÈNCIA. Lo que nos resulta siniestro ha sido definido como una normalidad truncada; una cotidianeidad que nos eriza el vello porque bajo su piel común percibimos las aristas de una amenaza difusa. Una anécdota: contaba una noticia en un periódico que un día, en un país que podría ser Estados Unidos, pero también Rusia o Brasil, un hombre entraba en un supermercado decidido a hacer la compra: en un momento dado, el hombre —nuestro protagonista— sentía algo —un algo inexplicable—, y víctima de un arrebato de pánico, huía del escenario de lo que más tarde sería el espacio espectacular de un hecho macabro. Tiempo después, el hombre, que para colmo había sido formado para responder de un modo operativo a las amenazas, reconocería que había sentido un escalofrío en la espina dorsal que no lograba explicar ni manejar, hasta el punto de que ni siquiera su instrucción impidió que soltase las bolsas de la compra y saliese corriendo de allí. Tiempo después, con los hechos consumados, sometido a minuciosas entrevistas —como ese personaje [Devon Sawa] de la película Destino Final al que nadie creía—, el hombre lograría explicar a unos, presuponemos, desconfiados investigadores, que algo de toda aquella situación le resultaba —digamos— inquietante: algo era normal pero no lo era; el hombre —un profesional adiestrado en la violencia defensiva— sintió un pavor cerval, un terror instintivo que le obligó a huir. Aquel hombre había sido preparado para desenfundar un arma y disparar contra un ser humano: le dicen protocolo Amok al aprendizaje para abatir —un eufemismo— a un individuo que decide matar sin razón aparente y sin que le importe un desenlace fatal. Lo que a aquel hombre —el protagonista de nuestra anécdota— le hizo escapar preso del pánico no fue un cuchillo ni una pistola, sino el intuir que bajo una capa de rutina asomaban los pelos ásperos de algo que no era lo que parecía ser: en aquel comercio de una gasolinera cualquiera se estaba escribiendo un relato al margen de los esquemas. Se supo después que la explicación oficial de los hechos que allí acontecieron no era suficiente para provocar en él, diestro en matar, una reacción tan atávica.
Lo que nos resulta inquietante nos cautiva profundamente, a la vez que nos pone en alerta: Jon Bilbao es un autor maestro en generar este tipo de atmósferas; Impedimenta publica ahora Los extraños, una novela breve del autor asturiano en la que nos encontramos de nuevo con dos protagonistas, Jon y Katharina, que habitan un hogar de ensueño en Ribadesella: a esta casa familiar que les sirve de refugio arriban dos personas, Markel y Victoria, que desde un primer momento despiertan en nuestra mente animal una sensación que hibrida la atracción y la repulsión. En este caso, que nadie se preocupe, no caben spoilers: la inquietud se manifiesta, voluntad de Bilbao mediante, desde su irrupción en las páginas al poco de comenzar: el avistamiento de unos UFO —en inglés: Unknown Flying Objects, objetos voladores no identificados— antecede a la llegada de un pariente lejano —Markel—, que se instala, por la obligación de los lazos de sangre, en la casa en que Jon y Katharina habitan una nueva etapa de su relación: los visitantes son bellos, sexuales, misteriosos; ese tipo de personas que han nacido con el don de seducir y a los que es difícil negarle hasta lo más inapropiado. ¿Quién querría acoger en su casa a la tentación disruptiva, a la imagen de lo que en el fondo inmediato, justo debajo de la superficie, queremos? Los extraños cortazarianos que se convierten en huéspedes dicen ser un familiar lejano y una acompañante contractual: parecen haber sido diseñados a medida para poner a prueba las costuras de una relación: “Entra Virginia, vestida con unas mallas y una camiseta. Se le han escapado varios mechones del moño. No dice nada, ni siquiera lo mira. Empieza a quitar el polvo usando un plumero. Jon se pregunta de dónde lo ha sacado. En la casa nunca ha habido un plumero. ¿Llegó con su equipaje? Virginia trabaja con desgana. No ordena, cambia las cosas de sitio. Se inclina delante de Jon para desempolvar las patas torneadas de una silla. Se acomoda un mechón que le vuelve a caer frente a los ojos. Ignora a Jon. Se coloca detrás de él, estira el brazo y pasa el plumero sobre los libros y papeles de la mesa. Se mueve con languidez. Esquiva los muebles sin mirarlos, como si estuviera en su casa. Se detiene frente a la ventana. Mirando su reflejo en el cristal, se peina el flequillo con los dedos. Puede que a través del reflejo mire a Jon. Tira de las mallas para sacárselas de entre las nalgas. Dando un toque aquí y allá con el plumero sale del comedor. Esa noche, Jon y Katharina follan por primera vez en semanas”.
Los extraños son, qué duda cabe, demasiado buenos para ser ciertos. Los extraños son unos invasores oportunos, unos bárbaros sofisticados demasiado evidentes: en los alrededores de la casa familiar en la que todo sucede, unos ufólogos aguardan la llagada de los mesías siderales. El autor dibuja un paisaje que es una excusa: en Los extraños, lo más extraño son las conversaciones que se desarrollan en la frontera; una relación es un pacto tan frágil o tan sólido como permitan las circunstancias. ¿Importa más el ahora o cómo se despierta uno mañana? Los perros ladran. El mar invita una tormenta. Las paredes se vuelven de cartón piedra. Todo es un decorado. Un decorado genera recelo: un decorado es apariencia, atrezzo, impostura. Bilbao dirige la función: ¿qué está pasando? El spoiler está sobrevalorado: están pasando cosas, no está pasando nada más allá de una incomodidad. ¿Qué pretenden los extraños? ¿Qué significan las luces en el cielo? ¿Qué efecto queremos evitar cuando por fin hemos alcanzado eso que se supone, es la tranquilidad?
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