La obra El día que maté a mi padre, confesiones de un ex comunista relata el viaje intelectual de un militante de cuna del Partido Comunista. Sus padres ya lo eran y él fue enviado a estudiar a Moscú cuando era pequeño. Luego llegó a formar parte del Comité Central en Argentina, pero su caída en desgracia y la evolución de sus convicciones, sobre todo ser consciente de los errores del partido en la dictadura, le valieron el calificativo de traidor
MURCIA. La historia de Jorge Sigal es la de muchas personas en el siglo XX, independientemente de dónde vivieran. Los padres de este periodista eran comunistas. Le enviaron de niño a estudiar a la URSS y entendió la militancia como un credo. Sobre todo desde que, tras la trágica muerte de su padre, necesitó algo a lo que aferrarse y, en este caso, fue una creencia. La fe en el comunismo. Un sueño compartido por cientos de miles de militantes que, con los años, fue diezmando en su número.
Pudiera ser que, en los países europeos, la sofisticación de la sociedad de consumo o eso que se quiso llamar economía postindustrial, acabara con el proletariado como había existido hasta las guerras mundiales. También pudiera ser que la aparición del llamado obrero opulento, el trabajador manual que se convierte en propietario, difuminase las aspiraciones de su clase.
Quizá fuese que las intervenciones soviéticas en Hungría y Checoslovaquia dieron una penosa imagen de la URSS. Los cimientos de todos los partidos comunistas se resintieron con estas cacicadas y se multiplicaron las escisiones, las expulsiones y las deserciones. En esa sopa de letras muchos también se desmoralizarían y a la next big thing, el maoísmo, le cortó las alas su sucesor, Deng Xiaoping, de forma bastante clara.
La vida de los comunistas fue dura y heroica en países como España, donde estuvieron en la clandestinidad, luchando por una democracia en la que no obtuvieron mayorías y alcanzando unos logros que desprecian las nuevas generaciones de sus propios seguidores. Es un hecho. La vida comunista fue un viaje de desilusiones. Todo ello coronado con la caída del Muro de Berlín y la demostración patente de que el paraíso de los trabajadores era una distopía exhausta que no podía ocultar una enorme cantidad de vergüenzas, inmoralidades y crímenes.
De esta manera, siempre ha habido muchos ex comunistas. En España, de hecho, es muy común que sean ellos, como Federico Jiménez Losantos, los que ahora acusen de comunistas a los que ni lo son, ni lo han sido. El movimiento en su vertiente más radical llegó a dar ministros del PP, como Pilar del Castillo o Josep Piqué. Sin embargo, ahora ha llegado a mis manos un libro de una persona, Jorge Sirgal, un argentino, que, si bien fue comunista y luego entró en el gobierno de Macri, ha tenido siempre muy claro que no cambió para luego acabar acusando a los demás de comunistas.
La obra se titula El día que maté a mi padre, la acaba de editar en España Libros del Zorzal, a la vez que el interesante ensayo El derecho a cagarse en dios. Se trata de un libro en el que se relata algo que era realmente complicado para un militante. Salirse del partido. Cuando el partido lo era todo y te había dado todo, salirse sencillamente era tan complicado en algunos casos como escapar de una secta. Al autor, llegó un momento en el que solo podía continuar su vida por dos caminos distintos, el de la traición o el que le dictaba su inteligencia. De forma muy apropiada, el prólogo del periodista y escritor Jorge Fernández Díaz, -el de Buenos Aires, no confundir con nuestro ex ministro- empieza con una cita de Voltaire: "cuando el fanatismo ha gangrenado el cerebro la enfermedad ya es incurable".
En las propias palabras del autor, se había hecho comunista antes de la primera erección. Estaba perfectamente integrado, todo venía de lazos familiares, y además llegó a ser miembro del Comité Central. El problema fue que al mismo tiempo se encontraba con otro tipo de referencias. Por ejemplo, el caso de Galina Novodkova, a la que conoció en Moscú cuando tenía 17 años. Esta mujer tenía un retrato de Stalin al lado del de su marido, que había sido mandado ejecutar por él. La mujer le explicó que no lo podía entender, que todo había sido un error. Ella misma seguía realizando activismo en el partido. Eso explicaba cómo era la lealtad al mismo. Pronto lo supo él, cuando cayó en desgracia y su mejor amigo, también militante, le abandonó. No solo eso, intuyó que habría estado dispuesto a ejecutarle.
El grueso de la obra trata de este tipo de desencuentros, de lo que supone desvincularse de una secta. Es muy descriptiva la parte en la que recuerda de sus años en la Escuela Komsomol que, en la asignatura Ateísmo Científico, recibían verdaderos sermones. El problema, en esa situación, era dudar.
"Sin darme cuenta fui creciendo como un monje tibetano. Casi sin percibirlo fui inoculando el virus de la pureza hasta enfermarme de debilidad; porque la búsqueda de la pureza fue la antesala de la desilusión. Con el paso del tiempo, cuando los héroes comenzaron a escasear y su lugar era ocupado por gente de carne y hueso: cobardes, trepadores, miserables de variada gama, emergió como un azote la otra cara de la moneda, la fragilidad genética de mis convicciones".
Uno de los líderes comunistas españoles de los 80, Gerardo Iglesias, que después de la política volvió a la mina en la que trabajaba inicialmente, recordó en una entrevista que en los años 90 se encontró en un bar con unos empresarios búlgaros en viaje de negocios por España. Eran, todos ellos, antiguos miembros del Politburó. Esa escena es bastante descriptiva de lo que sucedió tras la caída del Muro. Pese a las décadas de adoctrinamiento, los propios miembros más destacados del partido cogieron las riendas del capitalismo; un capitalismo en una vertiente especialmente desigual. En este libro hay un momento idéntico, debió pasarle a muchos.
Es cuando le cuenta a la foto de su padre que ha estado en Moscú y ha visto que el antiguo Hotel Presidente, donde se alojaban los líderes del comunismo internacional, ahora era la sede de la Asociación de Bancos privados. El presidente de esta entidad bancaria había estado diez años en el Comité Central. "Son los mismos, pero aggiornados", dice, pero el problema era verlo. Ser consciente era la traición.
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