En 1985 se vieron dos flamencos en La Albufera. Luego desaparecieron y a principios de siglo volvieron. Cada año vienen más y este año ha sido ya una explosión con más de doce mil ejemplares. En 2023, por primera vez en la historia, han criado en la reserva de Racó de l’Olla
VALÈNCIA. Si Ramonet, el Bonico, se hubiera despertado de su noche de bodas, hubiera salido del motor de Cabiles donde durmió ese día y hubiera visto lo que este invierno había en los campos de al lado, hubiera creído que aún estaba soñando. Porque allí, a solo unos días del fangueo, apurando los últimos arrozales con una lámina de agua, había seis mil o siete mil flamencos. Un espectáculo —y casi un milagro— si tenemos en cuenta que en 2011 se contaron nueve ejemplares, que en 2012 eran 152 y que hasta 2015, hace menos de diez años, no se superó el millar de estas llamativas aves de plumaje rosado.
Este año han venido a La Albufera más de doce mil flamencos y, por primera vez, en un hito que aún están celebrando los ornitólogos, han criado en la reserva de Racó de l’Olla. El espectáculo, pues lo es que estas coloridas aves se junten a miles en un paraje tan hermoso como el Parque Natural de la Albufera, ha atraído a multitud de curiosos que, unos por ignorancia, otros por desprecio por la naturaleza, han intentado acercarse demasiado a una especie que necesita un perímetro de seguridad. Un par de mujeres uruguayas han sacado el móvil y se han adentrado por un campo de arroz para posar al lado de los flamencos. Un trofeo muy cotizado en Instagram. A otros, con cámaras de más fuste, se les ha visto dar palmas o espantar a la zancudas para que salieran volando y que, así, la fotografía fuera más espectacular.
No es difícil encontrarse con una de estas escenas y Juanmi se enfada, desde su vehículo del Ayuntamiento de València al ver que abundan los irrespetuosos. «Ya los están acosando. Esto habrá que controlarlo», advierte Joan Miquel Benavent, director general de Conservación de la Albufera a Pablo Vera, coordinador del Servicio de Conservación de Ambientes Acuáticos de Devesa Albufera, que está al volante y conduce despacio por un caminito del Tancat de Cabiles.
El camino avanza en paralelo al Sequiol de Romero. Al lado hay varias casetas, algunas en ruinas, que se utilizaban para guardar los aperos de labranza y que, curiosamente, tienen un par de azulejos en cada esquina. Al parecer su cometido era evitar que las ratas escalasen por los vértices de la construcción.
La mañana es radiante y los flamencos se alimentan junto a las gaviotas reidoras. Así están durante horas. Estiran su largo cuello hacia el agua, meten el pico y remueven el fango con movimientos laterales. Unas laminillas que tienen en el pico filtra el agua y conserva el alimento, que básicamente se compone de insectos, crustáceos, moluscos, anélidos, microalgas y protozoos. Uno de los crustáceos es la Artemia, que habita en aguas salinas, y que, a su vez, se alimenta de unas bacterias que son las que contienen ese pigmento que pasa de la bacteria al crustáceo y del crustáceo al flamenco. Cuando el ave cambia el plumaje, ese pigmento sale a relucir y le da su característico color rosáceo.
Desde el Sequiol de Romero se ve este bando enorme de flamencos y, al fondo, pasando por la carretera, la CV-500, el 25, el autobús de línea desde el que casi se puede divisar la colonia. Algo insólito. Antes de que criaran —aunque aún está por ver si resisten los meses en los que el campo estará seco hasta la siguiente perellonà, la inundación de los arrozales— los flamencos solían llegar en otoño, en noviembre y hasta en octubre, y permanecían en Racó de l’Olla, en la reserva de la reserva, mientras está abierta la veda de caza. Durante esas semanas, descansan durante el día y salen a comer por la noche, cuando están a salvo de las escopetas. Por eso nadie los ve. Hasta febrero, que acaba la caza y entonces invierten el ciclo: salen por el día y duermen por la noche. «En ese momento es cuando empieza a verlos la gente y cuando los periódicos sacan noticias con titulares que anuncian que ya han vuelto los flamencos, cuando, en realidad, llevan ya cuatro meses aquí», explica Vera. Durante esos meses de salidas clandestinas a la luz de la luna, los flamencos realizan largos vuelos, de ida y vuelta, hasta Castilla-La Mancha, Pétrola y Manjavacas. «El año pasado seguimos a un flamenco que iba marcado con un emisor satélite, venía de Francia y estuvo aquí todo el invierno. Y es curioso porque se veían sus desplazamientos: de día estaba en el Racó y, por la noche, se recorría todo el Parque Natural. Era el marcador del grupo, no iba él solo. Otro de los flamencos anillados, uno joven, salió de La Albufera la tarde del 20 de febrero y volvió al día siguiente por la tarde tras darse una vuelta por el interior. Fue hasta Almansa y Alcázar de San Juan. Una explicación es que pueden estar explorando por si se acaba aquí el chiringuito, cuando se sequen los arrozales». Juanmi añade un dato más sorprendente todavía: «El del control llegó un día a ir a Orán, al norte de Argelia, a 400 kilómetros de València en línea recta, y al día siguiente volvió a la Albufera».
Los dos expertos están contentos por el aumento de la población de flamencos, y también por la del menos popular morito —un ave acuática de tonos oscuros que no llegaba a los cien ejemplares en los 80 y que en 2010 solo había un par de cientos, pero que ahora se ha ido por encima de los 20.000—, pero saben que esto trastocará el equilibrio que había hasta ahora. Estas aves arrasan con la dafnia, el crustáceo microscópico del que se alimentan, y ahora se preguntan si habrá que preocuparse por esto.
Hasta ahora solo criaban en otras zonas. «En Fuente de piedra, en Málaga, está la gran colonia española, pero también hay en Doñana, en las Marismas del Odiel (Huelva), las salinas de la Mata, en Torrevieja, en Santa Pola, en Delta de l’Ebre», advierte Vera. Ahora también en La Albufera y Juanmi Benavent cree que hay un motivo fundamental: «Esto guarda relación con la protección del espacio desde 1986. Yo recuerdo salir de crío a La Albufera, estar todo el día en el lago y ver una garza real y algún otro bicho. No había control alguno de la caza, ni los espacios que se crearon después. Todo eso ha favorecido la aparición de lugares con condiciones de tranquilidad que han permitido que estos bichos vinieran aquí».
Estas aves son una bendición para los responsables de los principales humedales. «El flamenco es una especie que se ha beneficiado mucho de la protección de los humedales. Pero es que donde hay un flamenco criando, se protege. No es, ni de lejos, la especie más importante de conservación, pero es muy llamativa. Todos los sitios donde hay colonias de flamencos, se han protegido y se han dotado de condiciones estables de hábitat, y eso conlleva que aumente la población».
El flamenco es un ave que vive cuarenta años y está habituada a fracasar en su cría. Esa protección de los humedales ha favorecido a que cada vez haya más. Y también influye el cambio climático, que está haciendo que los flamencos ya no tengan tanto frío y dejen de necesitar pasar el invierno en África. «Eso afecta sobre todo a los jóvenes, que son los que menos migran. Los adultos migran de Europa a África, pero los jóvenes se suelen quedar. Esa mortalidad juvenil que había antes por el frío, la falta de hábitats y alimentos, ha dejado de existir y sobreviven mejor. Cada vez hay más, cada vez sobreviven mejor y el hábitat está cada vez más protegido y tienen más lugares de descanso», ilustra Pablo Vera.
Otra de las características de los flamencos es su sociabilidad. En La Albufera se han reunido este año flamencos que provienen de Francia —de las Salinas de Aigües Mortes y, sobre todo, de Camarga, la principal colonia del Mediterráneo Occidental—, Italia —Salinas di Comacchio, Laguna de Molentargius, en Cerdeña, y Salinas de Priolo, en Sicilia— o Argelia —Garaa Ezzemoul—. Solo ponen un huevo por pareja y eso significa que hay dos adultos que se ocupan del pollo. «Eso dice mucho de la necesidad que tienen. Al tener solo una cría por puesta hace que aseguren más la cría, porque hay dos pendientes», indica Benavent.
Junto a estos dos expertos está Vicent Llorens, un técnico de la Fundación Assut que hace años decidió aparcar su vida estresante en una agencia de comunicación y publicidad en la ciudad para apaciguar el paso y consagrar su vida a la observación y divulgación de La Albufera. Él fue uno de los que empezó a ver cómo cada año aparecían más y más ejemplares en el Parque Natural y que ahora vive preocupado por la invasión de los urbanitas para ver y fotografiar el flamenco. «Es importante que la gente sepa que no se les puede molestar, que esto es un entorno natural que hay que proteger». Este año han visto, los tres, juntarse más de veinte coches en los tancats donde se agrupan los bandos para comer. Y no es lo mismo que un día vaya Dave, un ornitólogo que organiza excursiones para avistar aves y que es todo un experto que cuenta con material y lentes adecuadas para fotografiarlo a distancia, que gente que llega de la ciudad con sus móviles y que se mete por la primera mota que encuentra.
«La protección de los humedales ha favorecido que cada vez haya más. Y también influye el cambio climático, los flamencos ya no necesitan pasar el invierno en África»
La gente del campo suele ser mucho más respetuosa y en una esquina del Tancat de Cabiles, por ejemplo, está Ximo, que es barquero y que vive al final de la acequia, en El Tremolar. No hace mucho se quedó el motor que perteneció en su día a Ramón Torrentí, El Bonico, y acude allí a acondicionar el terreno sin preocuparse de los flamencos y los curiosos. Aunque Vera, que sabe que el fenómeno es imparable, celebra que la presencia del flamenco ayudará a darle más valor al humedal. Da igual que estas aves sean solo una más de las 350 especies citadas en La Albufera, con cerca de 280 fijas en este hábitat.
La inundación invernal es determinante para La Albufera, como apunta Benavent. «Es importante para miles de patos, garzas, moritos… Y ahora se suma el flamenco. Pero si no se hubiera dado esa estabilidad estos últimos años, el flamenco estaría unos años sí y otros no. Porque el flamenco es un ave longeva y que aprende. Ha habido muchos años en los que no estaba asegurada una aportación de agua para hacer la perellonà. En el año 75, en La Mancha oriental había cinco mil hectáreas de regadío, ahora hay más de 150.000. Eso significa que le quitan al tramo final del Xúquer 400.000 metros cúbicos de agua al año. De repente, vimos que no había forma de hacer la inundación y no había hábitat invernal. Pero en el plan de cuenca hay una asignación expresa de caudal para ese periodo. Creemos que eso tendrá una gran repercusión y veremos cambios significativos. Este año creo que hemos tenido la extensión de perellonà más grande de los últimos veinte años. Lo ideal para La Albufera sería que, en invierno, la inundación se extendiera por toda la superficie de lo que era el antiguo lago. Ahora no llega a tres mil hectáreas de laguna, pero antes de la transformación eran treinta mil. La cubeta original está ahí. Se transformó en arrozales, pero el espacio sigue estando y, si aportas agua, el sistema recupera su extensión. El humedal no puede ser un secarral, que es lo que había sucedido los últimos años…».
Estas aves zancudas de la familia Phoenicopterus roseus pueden criar en un humedal y alimentarse en otro, como ocurría con La Albufera. Pablo Vera nos hace un retrato: «Es un ave que ha sabido aprovechar terrenos explotados por el hombre, como las salinas o los arrozales, tanto para criar como para alimentarse. Y gracias a su presencia se han beneficiado otras especies porque se protege el entorno. Los flamencos, para criar, necesitan formar una comunidad. Y necesitan una zona de aguas someras o islas en el interior de la laguna para construir sus nidos, una lámina de agua extensa, con al menos doscientos metros hasta la orilla de la laguna, su cordón de seguridad, y preferentemente con cierta variación de profundidad para impedir el acceso de predadores».
Los flamencos pueden cubrir grandes distancias —algunos adultos migran hasta Mauritania— y eso hace que conozcan muy bien la red de humedales del Mediterráneo Occidental y coincidan desde diferentes países. Pero tienen la capacidad de aprender de su experiencia, y si no les gusta, pueden marcharse y no volver. En sus largos vuelos habrán visto algún humedal alternativo y lo almacenarán en su memoria por si un día lo necesitan para mudarse.
Pablo Vera pisa con sutileza el acelerador para no asustar a la comunidad rosa. Cerca de ocho mil flamencos se alimentan, mientras tanto en una lámina de agua de un arrozal que no tardará en secarse. En algunos contiguos ya están los tractores haciendo el fangueo, roturando la tierra, oxigenándola. Los flamencos emiten una especie de trompeteo que resuena por todo el tancat, mientras Ximo sigue limpiando la entrada al motor de Cabiles, el antiguo hogar del Bonico, que no tenía tele, ni radio, ni moto, pero sí una bicicleta y una escopeta que le bastaban para alimentarse cada día, antes, mucho antes, de que el flamenco decidiera venir hasta la Albufera para crear una enorme comunidad.
* Este artículo se publicó originalmente en el número 102 (abril 2023) de la revista Plaza