Aquel mes de noviembre de 1975 murió el dictador en Madrid. El barrio militar de mi infancia y adolescencia vivió un duelo que no decaía, que sigue activo, a pesar de los años pasados y de los cambios que ha experimentado esa zona castrense del Manzanares, que acabó privatizando todas las viviendas militares.
Aquella noche del veinte de noviembre fue la primera vez que cuatro amigas regresamos de madrugada a nuestra casa. La excusa era perfecta, visitar la capilla ardiente del generalísimo en el Palacio de Oriente, y seguir la cola que daba vueltas en el parque de Atenas, dentro del barrio, bajo la cripta de la Almudena, el mismo sitio donde patinábamos a cuatro ruedas todos los sábados y los domingos.
Lo tuvimos muy claro, queríamos saber qué se sentía en la libertad de la noche. Recuerdo que compramos una caja de galletas maría de la marca Fontaneda y un litro de vino tinto de mesa, cabezón donde los hubiera. Las cuatro amigas nos aposentamos en los asientos de piedra, con las espaldas pegadas a las barandillas de forja de hierro del río Manzanares, a su paso por la ermita de Virgen del Puerto.
Esa noche descubrimos que algo importante estaba pasando en nuestro entorno, y no era por la preocupación de nuestros mayores. Sabíamos que la ciudad iba a cambiar. No éramos conscientes de la trascendencia, de qué iba a pasar, pero teníamos el pálpito de la llegada, por fin, de tiempos mejores. Porque aquellas niñas descubrieron que había otras vidas y otras formas de convivir y poseer ideologías progresistas. Las rojas, nos llamaban en ciertos círculos del barrio. La roja del séptimo, las del cuarto, la del tercero…. En los ascensores pintaban nuestro nombres.
A partir de esos momentos nos sentimos libres, contestatarias, activistas de la izquierda, de la mayor de las izquierdas, trotskistas de corazón y convicción, entregadas a la causa de la Revolución Permanente que predicara León Trotski. (Mi primer perro, un bellísimo pastor alemán, se llamó Trotski). Íbamos a cambiar la ciudad, el país y el mundo. Y así, en aquel tiempo, la vida se llenó de colores, de reivindicaciones pendientes, de reclamar derechos, de participar en aquella inolvidable manifestación para celebrar la legalización del Partido Comunista, de llorar en el entierro de los abogados de Atocha, asesinados por la ultraderecha que operaba en toda la ciudad.
Eran tiempos para salir a la calle, para gritar hasta perder la voz, para sufrir cócteles molotov en la Facultad de Periodismo, para sufrir a los peligrosos guerrilleros de cristo rey y su extrema violencia, tiempos para llegar a casa después de las diez.
Escuchando a Aute y Rolling Stones, Leonard Cohen, Yes, Jethro Tull, Lluis Llach, Ovidi Montllor, Pau Riba, Jaume Sisa, Raimon, Els Pavesos, Al Tall, o Lole y Manuel, de escuchar en directo a Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzman, a un joven Sabina en La Mandrágora, de conocer a Luis Pastor…
De transitar por Malasaña en busca de sueños y noches perdidas, de casi dormir en La Vía Láctea donde era fácil ver a Almodóvar, a Carlitos Berlanga, Alaska, las Nancys Rubias, Radio Futura, Tequila y su bello Ariel Rot…
De perdernos en el Elígeme, de bailar hasta rendirnos en aquellos conciertos inolvidables del Rock-Ola, de aplaudir a rabiar a Burning, donde algunos eran compañeros de clase en la Facultad, nos sabíamos de memoria las letras Qué hace una chica como tú en un lugar como este y Mueve tus caderas.
Mueve tus caderas era una consigna vital cuando topábamos con la tristeza y tantos muros a derribar. Los domingos compartíamos un puesto en el Rastro y celebrábamos lo que hoy se llama ‘tardeo’ en la plaza de Cascorro. (En Madrid, los domingos se toman cañas hasta que el sol se esconde). Éramos invencibles.
Una noche, en Rock-Ola, vimos de cerca a aquella mujer que era una especie de ninfa deslizándose por un espacio onírico, sublime, bella, increíblemente atractiva. Junto a un añorado Hortelano, el artista valenciano José Alfonso Morera Ortíz, y también con un admirado Ceesepe. Una santísima trinidad imprescindible en aquellos inicios de la movida madrileña. Ella, Barbara Allende Gil de Biedma. Ella pintó, de todos los colores, la ciudad, el alma abierta y aquel corazón que estalló de libertad en el Madrid de los ochenta. Ouka Leele enterró el blanco y negro, y el gris de una ciudad que explosionaba, que precisaba definirse y consolidar esa libertad que nos hervía en las venas.
Ouka Leele, a quien recuperé hace unos años en las redes sociales, nos regaló su mirada feminista, progresista y revolucionara de la nueva Madrid, con ella descubrimos los significados de una transgresión necesaria, de la ruptura con las marcas del pasado, del nuevo grito libertario que precisaba una sociedad hambrienta de nuevas identidades. Ahora, ella, a sus 67 años se ha ido, como se fuera El Hortelano y Ceesepe, tan jóvenes, tan pronto.
La muerte de la genial artista Ouka Leele, así como la llegada a Madrid, el pasado jueves, de Rolling Stones, ha revuelto mi memoria, reviviendo un tiempo de revolución que abrió puertas y caminos, en la villa y corte, en la meseta y también en los territorios autonómicos. Lo que pasó en Madrid, sucedió antes en València o Barcelona, sociedades pioneras en los pasos agigantados hacia la transformación de un país.
En cualquier caso, la juventud de los setenta y ochenta asentaron el concepto de cambio que precisaba con urgencia este país mediterráneo. Y revivo cómo se mueven las caderas y se revuelve la satisfacción en un concierto de los Rolling. Es la segunda gira, tras la última, que pierdo desde que los viera en el estadio Vicente Calderón en los ochenta. Los he seguido por todo el país, he repetido conciertos, desde Gijón, Barcelona o Zaragoza. Ojalá pudiera estar en Madrid esta semana. Moveré mis caderas al ritmo del idolatrado Mick Jagger, que ocupó las paredes adolescentes de mi habitación con varias fotografías, junto al siempre adorado Ovidi Montllor.
Ouka Leele ha sido, asimismo, profeta y visionaria. Sus últimos trabajos eran, además de excepcionales, el aviso de un nuevo orden mundial, de la llegada de tiempos oscuros e inciertos. Hoy, seguro, necesitemos nuevas revoluciones, más revoluciones. Gritar hasta perder la voz.