La mayoría de los jueces de este país son conservadores. No es que lo diga yo; lo dice su origen social, que determina en buena medida quién puede ser juez y quién no. De entrada, lo tiene muy difícil serlo quien no pueda dedicar varios años a estudiar para presentarse a las delirantes oposiciones que siguen rigiendo en España, con su obsesión memorística, y sin olvidarnos del dinero que hay que pagar a los "preparadores", que a menudo cobran en negro, en una curiosa forma de iniciar a sus pupilos en el camino del servicio público. Todo ello dificulta sobremanera que personas que no cuenten con un colchón económico, y en particular que no estén conectadas previamente con el ámbito judicial o, al menos, jurídico, puedan preparar y aprobar unas oposiciones.
Por otra parte, los jueces españoles que están vinculados con algún tipo de asociación profesional tienden a hacerlo, por aplastante mayoría, con asociaciones de perfil conservador. Sólo el 8% de los jueces están vinculados con Jueces para la Democracia (la asociación progresista), por un 47% con diversas asociaciones de perfil conservador (Asociación Profesional de la Magistratura, Asociación Judicial Francisco de Vitoria, Foro Judicial Independiente), y un 44% restante de jueces no afiliados.
Nada de esto presupone nada, por supuesto. Precisamente, en la naturaleza de la función y atribuciones de un juez está que tenga que ser imparcial y ecuánime en su interpretación y aplicación de la ley, con independencia de su ideología u origen. Pero es inevitable que mucha gente pueda tener el temor o la sospecha de que un sesgo socio-ideológico de tal calibre pueda tener consecuencias en su visión del mundo que inevitablemente se acaben filtrando en sus dictámenes e influyan en sus decisiones.
En los últimos años, el sistema judicial ha estado sometido a enormes tensiones en su vinculación con procesos o interpretaciones políticas, que han producido una importante merma de credibilidad del colectivo ante buena parte de la ciudadanía. Sobre todo, por dos cuestiones. Por un lado, el papel de algunos magistrados en el enjuiciamiento del procés independentista, y posteriormente en sus críticas al gobierno de Pedro Sánchez por sus sucesivas modificaciones y tramitaciones de leyes, vía reforma de la malversación, indultos y finalmente amnistía, para dejar sin efecto los delitos que los líderes independentistas catalanes y demás partícipes en dicho procés (y, sobre todo, en la organización y celebración del referéndum) hayan podido cometer, y sobre todo las penas por dichos delitos.
El contraste entre la gravedad de las penas aplicadas por la sentencia del Tribunal Supremo y los continuos varapalos que recibió la justicia española cuando quiso hacer valer procedimientos de extradición en diversos países fue más que llamativo. Ahora, cuando la aplicación de la amnistía es inminente, proliferan declaraciones críticas por parte de magistrados que anuncian que torpedearán o intentarán limitar lo máximo posible su aplicación. En paralelo, diversos jueces mantienen vivas causas grandilocuentes contra los líderes independentistas, por terrorismo o traición, pero muy pobres en indicios que justifiquen tanta pompa y circunstancia.
Más allá del caso específico del independentismo, en los últimos años han aparecido casos abiertos a determinados dirigentes políticos que parecen funcionar siempre o casi siempre de la misma forma. Se trata de cuestiones que afectan a políticos siempre del mismo lado (la izquierda), fundamentadas en indicios que acaban revelándose falsos o inconsistentes, y protagonizadas por magistrados con una fértil trayectoria previa en lo que podríamos llamar "aplicación creativa del Derecho", centrada siempre en aplicarse en la misma dirección. Ya sabemos que quedaron en nada todos los casos "gravísimos" instruidos en relación con las fuentes de financiación de Unidas Podemos, igual que previsiblemente quede en nada la instrucción del caso que afecta a la mujer del presidente del Gobierno, Begoña Gómez. E igual que creíamos que había quedado en nada la imputación de la exvicepresidenta de la Generalitat Valenciana, Mónica Oltra, una vez el juez instructor terminó su instrucción detallando la ausencia del menor indicio que pudiera sostener el caso.
Pero no ha sido así. Muy pronto la Sección Cuarta de la Audiencia de Valencia ha decidido seguir adelante con el caso, con el argumento de que hay que esclarecer, hay que buscar la verdad, como piden las acusaciones particulares (José Luis Roberto y Cristina Seguí), digan lo que digan el juez instructor, la fiscalía, o la investigación policial. Cómo será la cosa que el propio instructor ha acatado esta decisión "por imperativo legal" de una sección de la Audiencia presidida por un juez del que tanto Compromís como los medios de comunicación ya han destacado oportunamente que, en su trayectoria previa, cuando le ha tocado enjuiciar casos que afectaban al PP, no ponía tanto énfasis en la necesidad de investigar sin límites. Una vez más queda claro, en todo caso, que la dimisión de Mónica Oltra fue un error (convenientemente inducido por la presión de los medios de comunicación, sus socios en el gobierno del Botànic y sus propios compañeros de Compromís) y que, desde luego, la lógica de que una imputación debiera suponer la dimisión de un cargo público es enormemente nociva.
El poder judicial español tiende a asimilar entre mal y muy mal los comentarios críticos que menudean por parte del público, de los medios de comunicación y, cada vez más, de los partidos políticos. Hacen mal, porque ellos, como todos los demás, están sometidos al escrutinio público y a las críticas. Y esas críticas arrecian no sólo por la evidente polarización de la opinión pública española, o por partidismo o una visión errónea del quehacer propio de los jueces; sino también por las decisiones de algunos de estos jueces.
De telón de fondo de todo esto tenemos el bloqueo que imposibilita renovar el Consejo General del Poder Judicial, el órgano de gobierno máximo de la judicatura. El actual CGPJ se escogió en una situación de mayoría absoluta del PP, que no quiere renunciar al control de este órgano crucial para, digámoslo así, supervisar el rumbo de la justicia española. Argumenta el PP que es una disfunción del sistema de división de poderes que el órgano de gobierno de los jueces sea escogido por el poder legislativo y no por los propios jueces, y posiblemente tengan razón... pero el caso es que este es el sistema vigente, y no tienen ningún derecho a bloquearlo cuando ni siquiera están en el Gobierno ni cuentan con la mayoría requerida para propiciar un cambio de ese calado. Por otro lado, vistos los porcentajes de afiliación a las diversas asociaciones de jueces españoles, el lector puede hacerse una idea precisa de cuál sería la composición del CGPJ si fueran los jueces quienes eligieran a sus representantes.