Impedimenta publica esta divertida novela en la que el ser humano se estrella una vez más contra sí mismo
MURCIA. Genios, lo que se dice genios, hay muchos menos de lo que nuestra efusividad y benevolencia aseguran cuando, como se suele decir, nos venimos arriba alabando a alguien. En las redes más torpes los genios de saldo crecen debajo de cada tweet, pero lo cierto es que fuera de ellas cuesta hallarlos, sobre todo, porque como predijo aquel, es tal el volumen de información que manejamos, que si bien por estadística (o no) este tsunami debería arrastrar en su interior animales excepcionales, también ocurre que la propia monstruosidad de la marea impide encontrarlos. Las posibilidades de autoedición y autopublicación que ha traído esta era —y las redes son el mayor exponente de hasta dónde ha llegado la autopublicación— han borrado la mayoría de los obstáculos que impedían a cualquier persona compartir con el público el producto de sus inquietudes creativas y comunicativas, y la velocidad imposible y zeitgeist de este presente ha hecho el resto: la red humana es un océano inabarcable de imágenes, mensajes, sonidos y relatos que se renuevan cada día por millones. Es un viaje de ida y de vuelta: la primera vez en la historia en que podemos decir con tanta facilidad, pero también el momento en que más ruido ha habido. La humanidad es una cacofonía: la conversación social, un auténtico laberinto. Uno, además, trucado. A saber la de mentes geniales que se están ahogando en el maremágnum. Antes también se perdían, claro. En la falta de oportunidades, sin ir más lejos, pero eso ahora también. Y luego está aquello de la falta de reposo que exige una buena idea para asentarse, y después, materializarse: el frenesí de la industria editorial exige a los autores que escriban mucho, que publiquen muy a menudo, y también que presenten, que firmen, y que participen de las redes sociales. Lo de la marca personal. Aquel al que nos referíamos antes era un visionario. Aquel al que nos referíamos antes, era el genio polaco Stanisław Lem.
Dos mil veintiuno puede haber tenido muchas cosas malas, pero una de sus virtudes es indiscutible: es el año del centenario del nacimiento Lem, e Impedimenta lo está celebrando con ganas, con una campaña espectacular para seguir desarrollando la biblioteca del polaco que llevan años configurando para deleite de las legiones de fans de este hombre, que al ponerse a escribir lograba parecer esa mente superior que en Golem XIV nos dejaba en la estacada y con cara de primates confusos. La último en sumarse a la fiesta ha sido una genialidad en formato breve que lleva por título El profesor A. Dońda, inédita hasta ahora en castellano, traducida por Abel Murcia y Katarzyna Mołoniewicz, y prologada por Patricio Pron: en esta ocasión Lem coge carrerilla y nos presenta un mundo que ha retrocedido hasta un estadio primitivo, en el que la gente se vale de lo que puede para sobrevivir de un modo tragicómico —en Lem siempre encuentra uno esto, porque no puede ser de otra manera la caracterización de los aciertos y errores de una especie, el Homo sapiens, que habiendo salido hace nada de la cueva, se lanza propulsado por fuego hacia los astros, e incluso ve nacer a un congénere tan inmenso como el propio Lem—. El protagonista del relato es un personaje alumbrado por obra y gracia del equívoco, un ser difícil de explicar de antemano, cuya vida ha sido un cúmulo de errores menos o más afortunados, que de rebote, en una suerte de pinball del destino, lo han llevado a proponer una serie de ideas ante sus colegas científicos que le han supuesto la mofa como sambenito, el escarnio, y el autoexilio a unos países infradesarrollados, saqueados y corruptos, en los que por fin podrá obtener los recursos necesarios para llevar a buen (o mal) puerto el trabajo revolucionario de su vida. Una vez más, la idea que lo sustenta todo es tan buena, que dan ganas de presentarla aquí mismo, pero no, porque aunque muchas obras no sepan de spoilers por su propia naturaleza, las historias de Lem sí suelen tener explicación final, y aquí nadie pretende aguar la fiesta, y menos esta, un aniversario que solo celebraremos un año, en dos mil veintiuno.
Lem debía pensar mucho en el error: el error siempre se encuentra de un modo u otro en sus novelas y relatos. El error como consecuencia inevitable del querer llegar más lejos, pero desprovisto de revestimiento "autoayudesco". El error puro y duro, en muchas ocasiones catastrófico, fruto de nuestra incapacidad para aceptar que mucho de lo que no sabemos hoy, probablemente esté fuera del alcance de la imaginación del más imaginativo de nuestros vecinos; errores producto de disparar primero y pensar después, de nuestro miedo de mamífero huidizo que en el fondo de su ser sigue esperando que cualquier amenaza llegue en mitad la noche, esquivando la escasa luz de las ascuas de un fuego que no debería haberse apagado, para arrastrarnos al miedo, a la oscuridad y al final. La humanidad protagonista de Lem es prodigiosa porque sus reacciones son muy realistas, muy creíbles: escasean las heroicidades y abundan las equivocaciones, las salidas en falso, los tiros en el pie, las respuestas erróneas ante las incógnitas, los acertijos y los enigmas. Lem no deja las historias inacabadas para que nosotros las completemos en base a lo que queramos suponer, una práctica que en muchas ocasiones responde a la incapacidad para cerrar bien un relato: él lo que hace es terminar historias acerca de lo que escapa a nuestro entendimiento con gran maestría, dejándonos con cara de homínido pánfilo, pero al mismo tiempo arrebatado por haber tenido la oportunidad de entrever, al menos durante algunos cientos de páginas, esos futuros que quienes escribimos o leemos esto nunca conoceremos, pero que sin embargo, como a él, y pese a todo, nos encantaría conocer.
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