Llevamos un tiempo inmersos en las culture wars. Ya saben: conflictos entre grupos sociales por imponer sus valores y creencias. Aquí estarían metidos las políticas LGTBI+, las peatonalizaciones, la Ley Trans, el feminismo militante en general, el veganismo, y otros asuntos similares. Debido a la polarización y al revuelo mediático que causan, puede parecer que la política gira exclusivamente en torno a ellas, pero en realidad esto no son más que las olas que nos llegan ahora mismo a la playa, y que en breve estarán olvidadas. Si ustedes no lo recuerdan: hace 15 años teníamos las mismas polémicas en torno al matrimonio homosexual, la píldora del día después, la prohibición de fumar en establecimientos de restauración o en el trabajo, o la obligación de recoger las heces de los perros. Todo ya asumido sin remedio, pese a que en 2008 poco menos que iban a significar el Hundimiento de Occidente.
Como dijimos, esto son las olas de la política. Capaces de volcar una barcaza e incluso decidir elecciones como las que tenemos en dos semanas. Pero hoy queremos hablar de todo lo contrario: de las corrientes de fondo oceánicas, que en política también existen. Concretamente, de la Gran Cuestión de toda sociedad, toda ideología, y todo proyecto político: la cuestión de la Propiedad, o, dicho de otra forma, ¿quién debe tener la propiedad final sobre la riqueza social - o, por usar una expresión un poco pasada de moda: los medios de producción?
Vaya por delante que la idea liberal predominante actualmente en Occidente sobre la propiedad (que debe ser lo más "libre" -léase sin restricciones- posible, y siempre privada y nunca pública o social) no es ni “natural”, ni “lógica”, ni “la única posible”, ni nada por el estilo. Todo lo contrario, es el resultado de imposiciones violentas, actuales y de hace siglos. Y cualquier alternativa no es automáticamente “socialismo”: las sociedades feudales de la Edad Media organizaban la propiedad de manera muy diferente a la nuestra, y dudo mucho que quepa calificarlas de “comunistas”.
El nacimiento de la sociedad burguesa-liberal, de hecho, viene acompañado de muy violentas redistribuciones de la riqueza. La Francia revolucionaria abre el camino, expropiando las tierras de la aristocracia y dándoselas a la emergente clase burguesa (gran parte de la violencia revolucionaria viene de esto: de gente dispuesta a defender el Antiguo Régimen y gente dispuesta a luchar por el Nuevo – no por elevados ideales, sino para quedarse las tierras). Una redistribución tan efectiva, que cuando vuelven los Borbones en 1815 es lo único que no se atreven a revertir: saben que si fuerzan eso el estallido se los llevaría por delante. Tres cuartos de lo mismo ocurre en España: en los pliegues de la Primera Guerra Carlista y sus postrimerías están escondidas las desamortizaciones de Pascual Madoz y Juan de Dios Álvarez Méndez “Mendizábal”, que disolvieron monasterios y expropiaron bienes comunes de ayuntamientos, iglesias y carlistas. El liberalismo político español, que hoy se presenta como el mayor defensor de la libertad de culto y la propiedad privada, nació como consecuencia del mayor golpe a la santa madre iglesia, y de la mayor redistribución de tierras y riqueza de la Historia de España.
En Estados Unidos, en cambio, no hubo desamortizaciones, pero algo igualmente violento: conquista de tierras a los nativos, con quienes se firmaron cientos de contratos que posteriormente fueron ignorados. La tan invocada inviolabilidad de los contratos, parece, no es tal cuando se firman con gentes no blancas.
Gran Bretaña en cambio combina un poco de todo: por un lado, el “enclosure” o cercamiento de tierras, y por otro, el envío de su población “sobrante” (10 millones de personas nada menos a lo largo del siglo XIX) a las llamadas “colonias blancas”: Canadá, Australia y Nueva Zelanda, donde también se arrebatan tierras a los nativos. De haberse quedado en casa esas masas, y sin un Imperio Británico al que abastecer mediante exportaciones de manufacturas, la “cuestión social” habría sido mucho más apremiante. Así (y no por la mesura de sus políticas e instituciones, como piensan algunos), Gran Bretaña se libró de violentas revoluciones políticas. Pero al mismo tiempo, en Irlanda los británicos sí hicieron una serie de reformas agrarias a finales del siglo XIX, las Irish Land Acts, para desactivar el incipiente nacionalismo irlandés (y porque el absentismo de los terratenientes, que poseían el 97% de la tierra, pero en la mayoría de los casos ni siquiera vivían allí, clamaba al cielo).
En cambio, ni Alemania ni los territorios de Europa del Este vivieron redistribuciones similares en el siglo XIX – pero precisamente por ello nunca dieron el salto a estados “liberales”. Y también ellos tuvieron que exportar sus masas de oprimidos para evitar estallidos violentos, generalmente a EEUU. Fue ya en el siglo XX que se realizaron las reformas agrarias al este del Elba, pero ya no de la mano de los liberales sino o bien de nacionalistas que justificaron la reforma no en la justicia social, sino en que los terratenientes eran extranjeros (turcos en los Balcanes, alemanes en el Báltico, polacos en Ucrania, rusos y austriacos en Polonia…), o bien de socialistas o comunistas. Y como en 1815 en Francia, cuando cayó el comunismo en Europa del Este y se deshizo toda su obra, ese reparto nadie se atrevió a tocarlo.
Los actuales liberales suelen justificar las amortizaciones de antaño en que había que liberar las “manos muertas”, las propiedades inmovilizadas y sustraídas a la economía común en virtud de testamentos o voluntades de personas muertas tiempo atrás, generalmente a la Iglesia a cambio de rezos por las almas. Terminada la faena, y con reformas que limitan lo que puede condicionar la voluntad de los fallecidos, aseguran, ya nada debe impugnar la propiedad existente. Pero sigue habiendo manos muertas: sin ir más lejos, mientras vivimos una brutal crisis de la vivienda, hay en España 3.4 millones de viviendas vacías, una de cada siete. Incluso descontando segundas residencias y casas en la España Vacía, eso son muchas propiedades sustraídas a la economía común. Y el argumento meritocrático de que “es que la gente las ha pagado” se cae con su propio peso con los precios actuales: los grandes tenedores han heredado la mayoría, si es que no la totalidad, de su patrimonio inmobiliario. Por no mencionar que una casa no sería más que un montón de ladrillos y tuberías si la sociedad no hubiese urbanizado, alcantarizado e integrado esa finca urbana. Y obviamente lo ha hecho para satisfacer el derecho a la vivienda, no la especulación. Vamos, que Mendizábal, Madoz o Espartero lo tendrían claro.
Una definición histórica de la “izquierda” es que ser de izquierdas consiste en creer que los derechos humanos son más importantes que la propiedad privada. Históricamente, la derecha ha afirmado lo contrario… y lo ha plasmado en leyes: en la Inglaterra del XVIII, 220 delitos, muchos de ellos contra la propiedad, estaban penados con la muerte. Incluyendo cualquier robo por más de 12 peniques. Hoy, y esto deberíamos verlo como una victoria no de la izquierda sino del humanismo más elemental, solo un nazi o un fascista se atrevería a decir abiertamente que la propiedad privada es más importante que vidas y derechos humanos. La derecha conservadora o los liberales a lo más que llegan es a alguna coletilla de tipo “es que la propiedad privada también es un derecho humano”.
Sobre esto, cabe también enmendar que los derechos humanos solo son tales derechos cuando son totalmente universales. ¿La propiedad privada es universalizable? Pues todo el mundo puede tener propiedades, cierto, e incluso las necesita, pero no todo el mundo puede tener avión privado y dos yates a juego. Por eso la izquierda siempre ha distinguido muy claramente entre “propiedad personal” y “propiedad privada”. La primera es aquello necesario para una existencia mínima y digna, que por ello es tuyo y nadie -ni el estado ni una corporación- debe poder quitarte, y la segunda suele serlo de los lujos o de los medios de producción, que te permiten apropiarte de la plusvalía de otras personas.
La cuestión de la propiedad es una a la que se enfrenta cualquier sociedad. Y siempre vuelve: una ley no escrita de las sociedades humanas parece dictar que con el paso del tiempo la riqueza tiende a acumularse en grupos sociales cada vez más cerrados y pequeños. Especialmente si dejas de tasar las herencias. Ya las polis griegas solían sufrir revueltas de las clases populares cada 50 años, cuya principal exigencia era la reforma agraria y una tabula rasa financiera. La Biblia dicta un Jubileo cada 50 años (Levítico 25,10: “Declararéis santo el año cincuenta, y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes. Será para vosotros un jubileo; cada uno recobrará su propiedad, y cada cual regresará a su familia.”), y los gobernantes mesopotámicos solían declarar uno como primera medida tras subir al trono. Eran muy conscientes de que los conflictos sobre la propiedad podían destruir una sociedad.
Como mucho, este conflicto se puede desactivar durante un tiempo en base a una continua expansión. La República Romana resolvía sus conflictos sociales mediante la expansión bélica (y el subsiguiente botín, en tierras o tributos), y en cuanto esta se paraba volvían a aflorar. En el siglo XIX, fueron la expansión territorial de los EEUU, o los imperios coloniales europeos, los que permitían una salida al conflicto. Y en el XX, el capitalismo financiero, que permite mantener los niveles de vida cargando de deudas a las generaciones futuras, o explotando a obreros en Bangladesh o China, o quemando hidrocarburos baratos, o tirando de inmigrantes, o mediante un fuerte crecimiento económico (“agrandar el pastel en vez de dividirlo”).
Pero China se está volviendo más asertiva, la era de la energía barata está terminando, y en general empezarán a escasear los recursos. La era del crecimiento económico, que comenzó tras la Segunda Guerra Mundial y que ha librado a Occidente de la Revolución, parece haber terminado: Japón lleva 30 años con su PIB estancado, y ese puede ser el estado final de nuestras economías. Y cualquier mínima convergencia social a nivel planetario implicará reducciones del nivel de vida, ya insostenible, de los países occidentales. Así que disfruten de las inocentes culture wars de estas elecciones, porque cuando la Cuestión de la Propiedad vuelva a resurgir se acabó la diversión.