Supongo que no soy la única que aprovechó su juventud para picotear entre las diferentes personalidades existentes en el ecosistema de la época. Queriendo llegar a adulta en un formato clarividente, exploré la cultura, los gustos y las aficiones como si de un buffet libre de la definición humana se tratase. Ahora un montadito de senderismo por si quiero convertirme en la Spice deportista y luego un sorbete de horticultura por si mi auténtico rollo es co-presentar Bricomanía.
Una de las tantas opciones de manera de ser que probé fue la de aficionarme a las películas que echaban en La 2 de Televisión Española por si la esencia de mi personalidad pudiese radicar en la cinefilia. Spoiler: no. De aquella temporada haciéndome la entendida en títulos de culto solo me quedé con algunos datos básicos para conseguir el quesito rosa del Trivial y con una imagen que me vuelve a la memoria con muchísima frecuencia.
Se trata de la escena del cricket de La gran seducción, una comedia canadiense que se ha readaptado varias veces. La versión que yo vi, la del año 2003, transcurre en el pueblecito costero de Sainte-Marie-La-Mauderne y diría que la historia coincide con el resto de remakes: la gente de allí, cansada de vivir de subsidios tras la debacle del sector pesquero local, busca que una empresa se afinque y cree puestos de trabajo y, para ello, el municipio requiere de la presencia de un médico. Con el objetivo de convencer a un posible candidato, un cirujano procedente de Montreal, los lugareños deciden recrear un escenario idílico de acuerdo con las aficiones de él, que son la música jazz y el cricket. En la escena en concreto que mencionaba al principio se ve cómo una veintena de hombres vestidos de blanco simula que están jugando a ese deporte del que desconocen las reglas. Al verse sorprendidos por la atenta mirada del doctor al que pretenden impresionar, y sabiéndose incapaces de hacer ningún movimiento que delate que no han jugado a cricket en su vida, optan por aplaudir con entusiasmo como si estuviesen celebrando algo.
Como decía, esta escena me viene a la cabeza con frecuencia. De alguna manera, me recuerda a este rollo europeo de querer caer bien sin saber exactamente cómo. La torpeza de la seducción en la película, ese amigos para siempre means you’ll always be my friend, retrata con precisión milimétrica la postura que mantenemos los progresistas blancos molones con respecto a asuntos muy cuestionables que deberían sacudirnos a diario. ¿Cómo cuáles?, diréis. Pues como el uso del hiyab, por poner un ejemplo así al azar. Sin apenas sonrojarnos, hemos zanjado el posicionamiento occidental respecto a este elemento censor del cuerpo femenino como quien barre la casa escondiendo la mierda debajo de la alfombra. En algún momento dijimos “esto no es cosa nuestra y ya se apañarán entre ellos” y luego dimos la orden de sigan circulando, que aquí no hay nada que ver.
Ahora, sin embargo, la valentía de cada vez más mujeres ha puesto de manifiesto la traición que soportan desde hace años por parte del feminismo blanco. Por fin, y aunque sea con cuentagotas, empezamos a conocer los testimonios de varios referentes de origen musulmán que claman contra la opresión del patriarcado islámico, por un lado, y contra el abandono al que han sido sometidas por parte de las instituciones europeas, por el otro. Gracias a un Sense ficció de TV3 y a un reportaje firmado por el excelente Jaume Portell en el Diari Ara, decenas de víctimas han podido denunciar que quitarse el velo les ha supuesto el repudio de sus familias y comunidades y que a día de hoy reciben amenazas de muerte a través de las redes sociales.
Las feministas, las ateas, las lesbianas y un largo etcétera de disidentes que se han revelado contra la ferocidad del machismo del Corán no solo han sufrido la soledad de la huida y del abandono del hogar sino que también han tenido que tragarse el sapo de nuestra indiferencia. Sukaina Fares, una de las caras visibles de esta lucha lo explica mejor que yo: “Mi familia nunca me permitió ir de excursión o de colonias siendo una niña porque eso no era adecuado para mí. Si algo así hubiese sucedido con una niña blanca alguien habría intervenido”. Como ella, y a diario, miles de jóvenes son privadas de su libertad ante el silencio negligente de nuestro feminismo, un feminismo que jamás titubea a la hora de condenar las violencias que son inaceptables para nosotras pero que siempre se pone de perfil a la hora de encarar las vejaciones que sufren las musulmanas.
Porque ya no solo es el hiyab. Estamos hablando de humillaciones tales como tener que comprarse un kit de himen artificial por internet para poder fingir un sangrado vaginal creíble al contraer matrimonio. Si supiésemos de la existencia de alguna europea obligada a pasar por esto saldríamos en tromba a quemar las calles. Pero con ellas, con las musulmanas, callamos. Nos ponemos nuestro atuendo de blancos que quieren caer bien a cualquier precio y nos limitamos a aplaudir borrachos de entusiasmo, como si fuésemos los jugadores de cricket de La gran seducción. Igual que ellos, nosotros también somos conscientes de que si hacemos cualquier otro movimiento que no sea el de aplaudir lo único que conseguiremos es delatar nuestra profunda ignorancia jugando a un juego cuyas reglas desconocemos por completo.