Allí estaba el Federico ejecutado en 1936, allí estaban la España de ayer y la España de hoy. Duele que tantas invitaciones al odio, la homofobia, el machismo, los bulos, la ley de la selva y la desigualdad hayan vuelto a presentarse sin pudor en nuestra vida cotidiana. Es parte de un artículo de Luis García Montero en InfoLibre, tras asistir a la representación teatral de Una noche sin Luna, la obra que Juan Diego Botto y Sergio Peris Mencheta le dedican a Federico García Lorca, y que se ha convertido en un acontecimiento teatral.
Duelen tantas invitaciones al odio, al machismo, homofobia, racismo, hacia todas las desigualdades, y con la violencia que cada día ocupa más espacios. Duele que en este siglo XXI sigan vigentes estos sentimientos destructivos, ese peligroso discurso de quienes ocupan instituciones públicas con el principal, único, objetivo de confrontar y romper la convivencia. Si cambia un gobierno, para un portavoz político del Congreso significa “cambiar de secuaces”. Para otro señor de la derecha el país se rompe, vamos, que ya está hecho añicos. Si un gobierno municipal presenta declaraciones institucionales a un pleno contra la violencia de género, por la igualdad de las mujeres, por los derechos lgtbi, un portavoz de la ultraderecha niega la realidad y defiende que hay más personas agredidas en Castelló por lucir en la muñeca la bandera de España que por ser homosexuales. Tremendo. Son invitaciones al odio contra la diversidad, contra las personas. El odio es un virus que la derecha y ultraderecha están inoculando en la sociedad, aquí y en otros muchos países.
Los delitos de odio han crecido peligrosamente, según indica el Ministerio del Interior. Estamos respirando un aire cargado de rencor, ira y venganza, con personajes mediocres y líderes y lideresas que han perdido el rumbo. Señalar, vejar y perseguir a las personas es fascismo. Muchos de los mensajes que se vomitan en las redes sociales incitan y provocan a las bestias, a esa jauría que se envalentona como buenos machos ibéricos que son. Porque se trata de la perversidad de imponer, de ser una horda cegada de ese odio que respiran de los líderes políticos de estas manadas. Las imágenes del asesinato de Samuel, en A Coruña, son escalofriantes, brutales. La jauría enloquece, y no resta culpabilidad el consumo de alcohol u otras sustancias tóxicas. La violencia es extrema, es la muerte. Y, la única persona que media para defender a la víctima es un joven senegalés sin papeles, con un instinto humano y solidario que nadie posee en ese escenario de rabia. Un inmigrante que ha podido llegar a este país, que no ha perdido la vida en las travesías de la muerte de nuestros mares y océanos.
Es Samuel y otras agresiones homófobas, racistas y también es la violencia machista. Porque este año ya han perdido la vida 47 mujeres, según los últimos datos de la red Feminicidio.net. Asesinatos y feminicidios de mujeres, hijas e hijos que, en muchos casos, no se computan en los datos oficiales al producirse fuera del entorno doméstico. Es la muerte de las mujeres, esposas, parejas, familiares, amigas, prostitutas y sus niñas y niños por dedicarles el mayor dolor y horror que puede soportar una madre. Un exceso de violencia y de muerte que tendría que remover los cimientos de esta sociedad y de todos los gobiernos.
Frente a este panorama desolador, este domingo que escribo el calor es insufrible. Es indignante, además, que sea calificado como “la bestia africana” por ser vientos del continente. Porque en cuestiones de vientos y clima no se pueden aplicar este tipo de conceptos. El calor es algo que ya no pertenece al sur, las altas temperaturas están marcando una tendencia que nadie quiere ver y se llama cambio climático.
Los picos de calor que superan los cuarenta grados son peores en las zonas de interior, entre las montañas que conviven con estas elevadas temperaturas sin casi índices de humedad. Un calor seco irrespirable. Un mes de julio, dos niños habían instalado en un balcón aquella pequeña balsa de plástico hinchable que se utilizaban para remojar a los bebés en las playas. Las risas infantiles se escuchaban en medio del silencio del mediodía abrasador. Los dos niños saltaban en aquella balsa como si no hubiera un mañana. Acababan de trasladar sus vidas de la ciudad a un pueblo. En aquella casa, decían, había piscina y jardín. Muchas noches salían a cenar a la entrada de la vivienda, frente a dos maceteros rebosantes de romero, espliego y albahaca para combatir los mosquitos. Era el jardín imaginario. Eran las cenas más felices, las mismas que nos dejó la infancia en los pueblos a tantas niñas y niños de ciudad. Un bocadillo de marienetes, butifarras y longanizas del tío Daniel El colegial, estas últimas con pimiento verde o con ese tomate de conserva que confitaban las abuelas a finales del verano y duraban todo un año. Cenas de sobaquillo con bocadillos de esgarraet y bacalao, o un blanco y negro, o aquel magro con pisto, con su laurel y piñones. Mi abuela bordaba los bocadillos del verano.
Con el repunte del virus crecen las ganas de arrullar a nuestros pequeños, de estrujar a besos a los nietos y beberse de golpe el zumo de la ternura, de abrazar con fuerza a la gente querida, compartir, viajar, vivir colectivamente. Es desesperante el deseo de una normalidad que no llega, al tiempo que sentimos cómo está cambiando nuestra rutina, cómo ese tiempo encerradas en nosotras mismas ha movido las instantáneas fijas de la felicidad, del bienestar y de la seguridad.
Frente a la vida real, un millonario se ha ido de viaje al espacio, inaugurando estos viajes privados, compitiendo con otro millonario en un juego ostentoso e indecente en tiempos de desigualdades y de pobreza mundial. Los millonarios, que gozan de grandes beneficios fiscales, se dedican a estas travesías y el mundo les mira como si fueran los nuevos descubridores, aunque no merecen ninguna consideración.