VALÈNCIA. Electrizados, acelerados, en nuestro afán por vivir intensamente ya no somos intensos, sino intensivos (esclavos de la intensidad). Paradójicamente sucede que el cambio constante es una rutina, y no percibir ya nada como novedad por vez primera vez, una novedad. La vida moderna no es cosa sencilla: una venta es una conversación, y la clientela, una comunidad que ansía experiencias memorables de las que proporciona el llamado marketing experiencial. La política ya no se esfuerza en aparentar decoro: del patriota de hojalata a llamar hijo de puta al presidente del Gobierno (y a vender merchandising de ello) en tan solo una década, ni mucho menos en promover el pensamiento crítico y la razón. Lo único que importa es la emoción, lo que uno siente o cree sentir en cada momento. Vota la animadversión. Y luego, impregnándolo todo como una marea oleaginosa están las redes, la epítome de lo intenso, de la exposición más descarnada. Las fotos muy medidas y los estados de autoayuda pronto quedaron fuera de juego: el alcance y el like se encarecieron. El usuario medio se cansó de regalarlo; el algoritmo entendió que lo que se premiaba eran las emociones fuertes —además de la carne—: en la era Red Bull lo que atrae y atrapa la atención —el oro digital— es lo extremo, lo excesivo: hacer el pino en lo alto de un rascacielos, saltar desde un acantilado, jugarse el pellejo con pranks en favelas, comer cantidades sobrenaturales de hamburguesas surrealistas que no cabrían ni en cinco bocas. Todo lo que quede por debajo resulta normal, monótono, rutinario, carente de interés: si no es un acontecimiento que genere efecto wow, es nada, menos que eso. Es la insignificancia más mediocre que se pueda imaginar. Una vivencia del montón. Con una masa de usuarios ávidos de lo más viral, y con unos umbrales de paciencia cada vez más escasos, el creador de contenido tiene que llevar los límites cada vez más lejos. Son las reglas del juego al que media humanidad ha decidido jugar.

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