¿Quién no ha oído alguna vez cómo se les llena la boca a todos los políticos con la palabra “transparencia”? La transparencia se ha convertido en un arma arrojadiza para atacarse entre unos partidos y otros. Si no lo eres, estás perdido. ¿Pero qué es realmente la transparencia? Y lo más importante: ¿lo saben los políticos?
Desde hace ya años, se comenzó a debatir sobre la necesidad de que las instituciones y la clase política en general difunda datos sobre su organización, su financiación y sus actividades. ¿El objetivo? Rendir cuentas a los ciudadanos, ser responsables, ser honestos y abiertos.
La cultura de la transparencia en otros países es mucho más larga que en España. La primera ley que reguló el acceso a documentos públicos del mundo se aprobó hace más de 250 años en Suecia. Se trató de la Ley de Libertad de Prensa y Expresión. Sin embargo, hubo que esperar dos siglos y medio, hasta 2013, para que viera la luz la ley española que permite en acceso a la información pública, que fue la Ley 19/2013 de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno.
Tras mucha polémica y una oposición en contra, se dio luz verde a estar norma que obligaba a las instituciones a publicar una serie de datos en sus portales digitales. ¿Cuál es el problema, entonces? Esta norma tiene pocas garantías y pocas exigencias, de modo que muchos de los sujetos obligados no se esfuerzan en aplicarla.
En un principio, pareció que estos portales de transparencia tenían como uno de sus principales objetivos entretener a la población con los sueldos de los políticos de turno. ¿Quién no ha leído noticias sobre el acalde o alcaldesa que más cobra y su comparación con el salario del presidente del Gobierno? Pero lo cierto es que en la última década se ha creado un caldo de cultivo en la sociedad. Una fuerza social creciente exige a los políticos que difunda más y más información. Nos hemos acostumbrado a buscar en portales de datos institucionales (muchos de ellos laberínticos) para encontrar la información que nos interesa, ya sea el presupuesto de una autonomía dedicado a la educación, la composición de un gobierno municipal o las funciones de un ministerio.
Y es que la transparencia no es más que información de carácter público difundida para el conocimiento de la ciudadanía. Y no solo tenemos que poder acceder a ella, sino entenderla. Por ello, la pandemia ha supuesto un antes y un después para la transparencia que ha desvelado las carencias del sistema y también la importancia que esta tiene.
Durante meses, vivimos encerrados en nuestros hogares y tuvimos la imperiosa necesidad de entender qué estaba pasando. Pero eso no era posible si no teníamos los datos. ¿Cuántos contagios diarios hay? ¿Cuántos fallecimientos? ¿Qué porcentaje de la población está en peligro? ¿Qué edad tienen las personas más afectadas? ¿Cómo están los hospitales? ¿Cómo están las residencias de mayores? Cada día teníamos más preguntas y estas solo las podía responder la información publicada por las entidades responsables de esta.
Las instituciones públicas tuvieron entonces la oportunidad de organizar sus portales de datos de acuerdo con las necesidades informativas. Estos datos, además, resultaban de enorme importancia en un contexto de alta desinformación en el que los bulos estaban a la orden del día y correteaban por las redes sociales y de mensajería a su antojo.
El problema fue que las administraciones no estaban preparadas para esta avalancha. En primer lugar, la mayoría se limitaba a cumplir con lo que les dictaba la Ley de Transparencia, así como las correspondientes normas autonómicas. Pero esas leyes no preveían una pandemia de estas dimensiones. Por otro lado, las instituciones tuvieron que aprender sobre la marcha cómo se transmitía la enfermedad y cómo gestionarlo, de modo que también se vieron obligados a reorganizar el modelo de comunicación. Lo habitual es que la información la otorgaran las consejerías de Sanidad, pero también hubo datos correspondientes a otras carteras (Familia, Educación…). Además, surgió también una enorme confusión en la forma de contabilizar los datos diarios. Sanidad lo hacía de una forma, mientras que las autonomías de otras.
Todo ello nos ha llevado a la situación actual, con un enorme mapa de cifras distintas, nuevas necesidades informativas (como las vacunas y las variantes) y unas administraciones que ya saben por qué es importante la transparencia (incluso aunque no la ejerzan).
Cuando el 14 de marzo se decretó el estado de alarma, sabíamos poco sobre este virus. Y, además, se pusieron dificultades, como la paralización de los trámites administrativos que implicó el freno de las peticiones de información. Ahora sabemos mucho más y tenemos que aprender a buscar mejor la información. La cultura de la transparencia no avanzará solo de la mano de los políticos, sino también de las personas que peleen por tener más datos.
Lo cierto es que esta situación crítica puede enseñarnos que no debemos conformarnos con lo que está regulado actualmente. Existen muchos más temas que queremos conocer. Esos datos deben difundirse de forma accesible y comprensible y tienen que ser útiles. ¿O acaso la información es transparente si solo sirve para quedar bien en un ranking?
María Díez Garrido. Profesora de Periodismo, Universidad Complutense de Madrid