En la montaña, vestida de otoño, se respira ese aire que anuncia los primeros fríos que ya no se marchan y permanecen hasta la primavera. En la montaña, las tardes oscuras, que han llegado con el cambio horario, anuncian el cambio de ciclo, esa íntima soledad que se pasea por las calles empedradas de los pueblos del interior.
En Morella, vuelve a respirarse el aroma de la leña de carrasca quemada en las chimeneas y, en los buenos fogones de Montse, Raquel, Carlos, Concha, Mary, Nadina, Avelino, Encarna, Cornel, Rosi, Àngela, Miriam, Ivana, Blanca, Lorenzo, Mario… los aromas del puchero y de la sopa morellana componen el mapa sensorial de los sabores de estas montañas.
El puchero de Montse contiene la respuesta a casi todos los secretos de la tierra. Las lentejas, alubias y algún garbanzo bailan con la poderosa penca de cardo, y lo hacen sobre el lecho de chorizo, longaniza y panceta. Como sucede con la sopa morellana de Mary, donde el caldo cura y revive todas las enfermedades del alma.
Los pequeños buñuelos flotan en los mejores caldos cocidos a fuego lento para convertirse, emplatados, en la humeante sopa morellana. Esos caldos, que albergan una sinfonía de elementos, de carnes y verduras, acaban siendo, asimismo, el origen de las croquetas morellanas. Aquí se cocina desde la memoria y el corazón. Y no solo en los restaurantes, porque en cada casa de esta ciudad de Els Ports, las mujeres guardan celosamente la sabiduría de las anteriores generaciones de buenas cocineras. Se trata de una gastronomía artesanal que se crece en las mesas morellanas, culminando entre cuajadas y flaons…
“…Beser les daba a picar migas de pan fritas con chorizo y butifarras de sangre de Morella. Sacó una garrafa de vino de Aragón, y los vasos parecían una cadena de cubos de agua en el trance de apagar un incendio. Fuster había traído del coche una caja de cartón aceitosa... Curioseó Beser el contenido y gritó: ¡Flaons! ¿Tú has hecho esto por mí, Enric? Se abrazaron como dos paisanos que se encuentran en el Polo y explicaron al avinado Carvalho que el flaó es el escalón superior del pastisset dels Països Catalans”.
En Los mares del sur, Manuel Vázquez Montalbán escribía sobre su amigo Sergio Beser, "setenta y ocho kilos de mala leche pelirroja”. Los dos se fueron hace años, y deben brindar cada día con aquel vino aragonés entre nubes celestiales y flaons. Vázquez Montalbán incorporó la gastronomía morellana en alguna de las recetas que Carvalho degustaba, entre otros locales, en Casa Leopoldo.
El sábado, la tarde morellana se despidió con el bellísimo correfoc de la VII Trobada de Dimonis. Diversas collas de Aragón Catalunya y País Valenciano, recorrieron las principales calles con una algarabía y con un fuego en el que nos reconocemos en esta ciudad. El espectáculo suma la magia del fuego, la belleza de las indumentarias, la música de gaita i tabal con el perfecto escenario de las calles estrechas, empedradas, con las chispas volando entre soportales. Mis pequeños nietos descubrieron el fuego, y Aimar vio cómo hay demonios que abren la boca y lanzan llamaradas. Como bien escribía el alcalde de Morella, Rhamsés Ripollés, en las redes sociales, Foteu-li foc!. Y las calles se encendieron de luces y fuego.
El fin de semana transcurre en estos pueblos lejos del ruido, mediático y ambiental, lejos de las patochadas de esas y esos políticos que gobiernan con formas y fondos delirantes. Los mismos que pagaron una sede madrileña con una caja B sin fondo, literalmente agujereada para alimentar remodelaciones arquitectónicas de interiorismo, bolsillos de autoridades judiciales así como de tantas y tantos cargos públicos manchados por una corrupción que sigue coleando en los juzgados. La derecha y la ultraderecha de este país tiene estas cosas, este pasado y este presente. En Madrid y en otros territorios como este pequeño país mediterráneo.
El estimado periodista Alfons Llorenç ha recordado en diversas ocasiones como se han ido perdiendo los ritos valencianos de la Festa dels Morts o del Dia de les Ànimes. “Nuestro pueblo creía que, a partir del mediodía de Tots-Sants, del primero de noviembre, las almas abandonaban el Purgatorio y volvían a la Tierra, a las casas que habitaron para comunicarse y reencontrarse con sus parientes y descendientes”. Llorenç recuerda tradiciones, que aún se celebran en muchos hogares valencianos, como aquellas animetes, pequeños recipientes con aceite donde flotaba una mecha encendida, que llenaban la casa de mi abuela Pepica, entre el día 1 y 2 de noviembre. Y se abrían todas las puertas, se dejaba el fuego encendido toda la noche, se les preparaban camas para su descanso, se disponían sobre las mesas bandejas de panellets, legumbres, castañas y almendras para su refrigerio.
El recuerdo de los muertos, de nuestros seres queridos, de nuestros muertos, es uno de los rituales más antiguos en todas las civilizaciones. Unos ritos que se fueron moviendo en el calendario tras la cristianización de esta celebración. Pero han sobrevivido costumbres de la cultura celta, romana y griega. En todos los casos, seguimos buscando la proximidad con nuestros muertes, ofrendando la luz, las flores, y el fuego cómo esa cálida llamada que debe guiar el camino de la eternidad. Y seguimos acudiendo a los cementerios, a limpiar lápidas, cruces, viejas fotografías encristaladas, a cambiar las flores de búcaros y jarrones, a pasar nuestra mano con ternura sobre el frío del mármol o de la piedra.
Hoy, entre estas calles morellanas, siento a mi lado la vida de Lourdes Igual, su sonrisa, su fuerza, vitalidad, sus sueños, esa mirada que te abrazaba, ese movimiento emocional que envolvía con calidez y cercanía. Esos paseos y carreras rodeadas de sus nietos. Esa excelente médica que dirigió el hospital valenciano Arnau de Vilanova. Esa risa interminable.