VALÈNCIA. Mi adolescencia no tuvo ninguna emoción, sinceramente. Correr delante de los skinheads y gracias. Pero se debía a un fenómeno urbano de tribus y de degradación cultural de quienes se excitaban con la violencia. No era como correr delante de los grises, que suponía indirectamente sacar a España del agujero de la dictadura, ni haber luchado en la Guerra Civil. Mi pasado es, seamos claros y sinceros, el de un consumidor. Eso es lo único que le puedo explicar a los jóvenes, cómo consumía. Ellos valorarán si lo hacía bien o mal.
No obstante, así de sofisticada es la sociedad post-industrial, encuentro tantos matices en aquellos años que me cuesta hacerlos entender. Con mis amigos de la época, en plena crisis de los cuarenta ya todos, dedicamos horas de WhatsApp y de cháchara cuando nos vemos a escudriñar todas las ambigüedades de nuestro heroico pasado como consumidores. Concretamente, de música.
En este contexto, los que fuimos adolescentes al principio de los 90 estuvimos muy influenciados por el tsunami anglófilo. Fue una reacción de rechazo a los grupos de la Nueva Ola de los 80, conocidos con el sobrenombre de Movida, término que activa neurosis realmente divertidas e hilarantes en amplias capas de la población. Se conoce que antaño también, porque para no tener nada que ver con eso, desde finales de los 80 muchísimos grupos se entregaron a cantar en inglés.
Partiendo de la base de que me encantan grupos que se fabricaban sus propios instrumentos con basura, como la leyenda afincada en València de Ulan Bator Trio, no soy nadie para no respetar todo lo que haga un artista, aunque sea cantar en inglés. No obstante, pasadas las décadas, creo que aquel fenómeno fue una rémora inaudita. Esos grupos renunciaron a comunicarse con su propio público. Supongo que por los motivos señalados de cambio de época, pero también por vergüenza de no tener nada que decir, por pereza de no esforzarse en hacerlo o por el oportunismo de tomar el atajo de eludir el problema con el inglés, ser unos estetas únicamente, y no complicarse lo más mínimo. Otros seguramente entendieron que lo guay era parecerse a las estrellas extranjeras en sentido estricto, lo cual resulta cómico, francamente, y un poco tercermundista. Opino que la sensatez y el buen gusto estaba en coger lo de fuera y pasarlo por los códigos locales e individuales, donde la lengua es fundamental.
La gracia e inmediatez de la música pop está en que cojas cualquier género musical, pero que le pongas el estribillo aquí y ahora y guachi guachi no está en ninguna parte. Como venganza, el dios judeocristiano, en su vertiente castigadora del Antiguo Testamento, le dio el éxito en España y en el extranjero a Héroes del Silencio, propuesta profundamente detestada por los connoisseurs y demás peñita en la onda, todos muy afines al inglés.
A todas estas conclusiones he llegado con el paso de los años. En esos días ni me lo planteaba. En los grupos en los que estuve unos fueron en castellano, pero también otros en inglés. Igual que todo lo que escuchaba nacional, donde había mil ideas circulando. Adoraba a Pixamandurries, por ejemplo, por tener temas en árabe y eran catalanes. Todos los géneros, del pop indie al hardcore, tenían propuestas en todos los idiomas, pero solo ahora creo que lo del inglés era en realidad un lastre. Sobre todo para esos grupos en inglés, de los que ahora, aunque triunfasen, queda muy poco, porque ¿a qué chaval le mueve en la actualidad un guachi guachi caducado? Lo que queda son los estribillos en lenguas locales, esos son los que trascienden. Para más dolor cerebral de los neuróticos con la Movida, la paradoja es que ese fenómeno para no parecer Movida ha hecho que cuarto de siglo después solo sea recurrente recordar a grupos de la Movida por la cuestión de la lengua. No se puede jugar a ser dios.
Toda esta contextualización para, en resumidas cuentas, poner de manifiesto que mirábamos nuestro propio país y nuestra cultura con cierto desdén. Ahora todo el mundo es fan de La Polla y Eskorbuto, y dieron la vida por el Rock Radical Vasco, etc... etc... pero les voy a decir la verdad, no se asusten. En los 90, esos grupos se consideraban cutres. Un poco música de pringaos que se habían quedado estancados en los catorce años. Ahora soy el primero que considera Cerebros destruidos una obra magna del punk mundial, y conservo mis musicasetes de Eskorbuto originales, nunca los intercambié, pero cuando Nirvana y Pearl Jam, cuando el doom, death y black metal, cuando un público ex-rockero empezaba a meterse en la electrónica o ambos mundos se fusionan, en fin, a mediados de los 90, no era cool Eskorbuto. Era tirando a infantil. Pueden hacerme caso a mí que me da igual todo y adoro a Modern Talking o a los que han reconstruido el pasado para darse brillo en el presente. Elijan lo que más les guste.
La cuestión es que ese prejuicio hacia la música española se traducía en que para la inmensa mayoría de nosotros, con la excepción de las gentes procedentes de tribus mods, la música española de los 60 y 70 era gualtrapas. No me desvinculo de ese sentimiento, aunque, por suerte, personalmente, desde mis inicios como melómano, siempre estuvo Triana. Llegaron a mí por casualidad y eso me salvó de ser totalmente ignorante. Puede que en esa afición temprana se depositara una semilla que luego me permitió avanzar en la buena dirección, es decir, hacia atrás y en lo local, el caso es que descubrir la música pop y rock de España fue un proceso. Lento y costoso, porque ni había aficionados a mi alrededor, ni muchos sitios donde encontrar información, ni mucho menos discos. El antes y el después para mí fueron los dos tomos que sacó Salvador Domínguez, luego Internet ya hizo el resto ella sola.
Ahora llega a mis manos Los 100 mejores discos del rock español de los 60 y 70 del periodista valenciano Cèsar Campoy Pacheco y Juan Puchades, director de la revista Efe Eme, y me maravilla la selección. Jamás pensé que leer una lista de discos recomendados podría ser un placer y un ensayo en sí mismo, pero aquí no solo lo es un gran repaso, sino que encima descubres cosas.
Leyendo de atrás adelante, me alegra encontrarme a Mermelada. Fueron el reflejo de Dr. Feelgood, grupo fundamental a finales de los 70 pero que como todo el pub rock quedó sepultado por las modas del punk y la Nueva Ola, mucho más pintonas. Coge el tren fue un disparo de disco. Lanzado en aquella seminal Chapa, es un álbum que pone de manifiesto que a finales de la década Madrid ya era un hervidero antes de que llegasen los colorines y se impusiera esa idea de que antes de la Movida no había nada y todo era gris. Como dice la obra: "Mermelada siguió funcionando hasta mediados de los noventa y Javier Teixidor, infatigable, continúa en activo y dándole al rhythm and blues con la J. Teixi Band, sin importarle lo más mínimo las modas, las tendencias o por dónde sople el viento".
También muy de acuerdo con la inclusión del primero de Medina Azahara. Ese álbum fue la mejor réplica que tuvo un legado de la magnitud del de Triana. El libro explica el fenómeno como la mezcla de Triana y Deep Purple, grupo anglosajón de gran influencia en España, que por lo que fuera siempre estuvo atenta a los ingleses más que a los estadounidenses. Sus letras, como se explica, evocaban la búsqueda de la libertad, tal y como habían hecho años antes los Rodway y Co., y esa tal vez fue la diferencia fundamental. El público no estaba en esa onda con la Constitución aprobada y, aunque luego el grupo ha acabado mostrándose indestructible, acusó el deceso del llamado rock andaluz.
Javier García-Pelayo me contó que fue esa etiqueta la que se cargó a los grupos que englobó. Por mi parte, no sé cómo, pero en el casete que me grabaron con el primero de Medina Azahara, me metieron de relleno dos temas de Sin tiempo, el disco que acababan de sacar en 1992, Necesito respirar, que ya la recuerdo como secreto inconfesable decir que me gustaba y solo tenía 13 o 14 años, y Todo tiene su fin, que era una versión de Módulos, escrita por Juan Antonio García Reyzábal y Pepe Robles.
Por supuesto, este volumen recoge ese excelente disco de Módulos, Realidad, de 1970. La paradoja con lo que comentábamos con anterioridad llega al leer en este libro que con la entrada del rock progresivo los grupos se pasaron al inglés. Era lo mismo que pasó en los 90 de mi adolescencia. Esos nuevos grupos, sofisticados y modernos, sintonizados con lo último de la esfera anglosajona, querían romper con los anteriores. "Entienden que el castellano o las distintas lenguas locales no son lo suficientemente auténticas y no resultan creíbles para interpretar rock". En ese aspecto, los Módulos rompieron la pauta y demostraron que sí que era posible.
La paradoja fue que en inglés en esa época se hicieron discos memorables, pero que no han trascendido entre el público general. En el sur, destacaría Smash, del que aquí se recoge Todas sus grabaciones (1969-1978), y por arriba, Màquina! Ambos tuvieron sus motivos para la elección de idioma. Gualberto me dijo que el rock no le sonaba bien en castellano, que le daba cosa. Mientras que a Màquina! en un concierto les escuché explicar que se debía a las restricciones que sufría el catalán durante la dictadura. Aunque, ciertamente, si estos dos grupos no tienen el relieve de Led Zeppelin y King Crimson más que por la lengua tal vez sea por la profesionalidad de la industria en aquel momento y la mediática posteriormente, que en España, durante años, muy al estilo estadounidense, ha sido de usar y tirar tendencias y volver poco la vista atrás. Dicho sea de paso, Why? para mí es de una belleza inconmensurable, es empezar I Believe y que se me ponga la piel de gallina.
Lo mismo que ocurrió con Solera, grupo con el que concluiré el repaso, aunque podría contar mi experiencia personal con casi toda la lista que despliega el libro. Tengo pocos discos de música pop más perfectos que este elepé. ¿Badfinger quizá? ¿Big Star? Campoy y Puchades dicen: "de ahí saldría un disco con el que no sucedió nada en lo comercial, pero que con el paso del tiempo se ha elevado a los altares de la música española. Una obra preciosista con, sobre todo, identidad propia: a unos exquisitos arreglos se suman esas armonías vocales y toques beatle (...) la impronta dylaniana y californiana (...) [e] insólitos, para aquellos tiempos y estos parajes, apuntes latinos". Todo ello con morbo y tabús, rozando el incesto en Linda prima y la homosexualidad en Una singular debilidad (a la que yo veo más tintes homofóbicos, como a Marica de terciopelo de Ramoncín, también explicada en la obra, pero esa es otra historia).
Repasar este libro con Spotify o YouTube al lado es una muy grata experiencia. Las posibilidades que abre cada disco a través de los artistas que participaron en ellos y sus diferentes trayectorias dan para muchas y muy gratas horas escuchando música y aprendiendo de todo lo que hemos dejado atrás. Es toda una afición. Yo, personalmente, no tengo otra.