Están ahí pero no los vemos. Son los chicos raros. Se niegan a ser borregos como los demás. Tiene voz propia, una sensibilidad para observar el mundo con otros ojos. Por eso sufren más, porque nadie los comprende.
En la butaca 15 de la fila 11 de un cine municipal de reestreno, en una sala medio vacía, vi la película irlandesa The quiet girl (La chica tranquila), escrita y dirigida por Colm Bairéad y premiada en los festivales de Valladolid y Berlín. Cuenta la historia de Cáit, una niña de nueve años, en una familia pobre y numerosa, en la Irlanda rural de los años ochenta.
Al llegar las vacaciones de verano, en vísperas de que su madre dé a luz otra vez, la niña es transportada por un padre malhumorado a la casa de unos parientes lejanos, el matrimonio Kinsella. Allí, la niña conocerá el significado de la palabra amor y descubrirá los secretos de la familia.
Cáit, interpretada soberbiamente por Catherine Clinch, es una chica rara. Vive en un mundo de soledades y silencios, apartada de los demás, víctima de las burlas de los compañeros y del carácter áspero del padre (la madre ocupa el papel secundario de parir más hermanitos).
Cáit nos habla con la mirada. No necesita recurrir a las palabras. Sus ojos azules lo dicen todo. Poco a poco esta chiquilla, entre pelirroja y rubia, conquista al espectador que entró en un cine porque no sabía qué hacer con su vida. Es mi caso, por ejemplo. La niña es un primor de sentido, sensibilidad y belleza. Como otros chicos singulares, su dolor lo expresa refugiándose en sí misma. Para descorchar su corazón sólo se necesita la fuerza del cariño, y ahí están los Kinsella para ofrecérselo.
Todos hemos conocido a esos chicos y esas chicas raras. En mi infancia era el compañero que se sentaba en una esquina del campo de fútbol viéndonos pasar la pelota delante de la portería del equipo rival. Cuando metíamos gol y nos abrazábamos para celebrarlo, él se mostraba indiferente a nuestra alegría. En estos días, un chico raro prefiere jugar al ajedrez en la biblioteca del instituto, o leer a Epicteto en inglés (doy fe de que existe), antes que permanecer idiotizado delante de una pantallita.
Esos chicos raros son, algunas veces, los genios que tiran del motor de la historia, pero casi siempre carecemos de la lucidez y del coraje para apoyarlos cuando eligen un camino diferente al resto. Sólo por ellos aún merece la pena ser profesor. Son uno o dos en cada clase. Hay que reivindicar a estos perros verdes, al niño y la niña singulares, frente a los malvados que conspiran en favor de un igualitarismo pernicioso que arrasa con cualquier atisbo de talento en la escuela.
El sistema educativo, tal como está concebido, sólo premia al mediocre y al vago. Es como un sol de agosto, abrasador, que seca las mejores plantas. El objetivo de toda ley educativa —especialmente la última, la más funesta de todas— es fabricar promociones de alumnos unidimensionales, cortados según el patrón ideológico de los que mandan.
“La escuela no suele reconocer a los chicos raros. La sociedad tampoco. El riesgo de que se pierdan es muy alto”.
La escuela no suele reconocer ni comprender a los chicos raros. La sociedad tampoco. El riesgo de que se pierdan y malogren es muy alto. Detrás de tantas enfermedades mentales y de algunos suicidios de niños y jóvenes puede haber un chico raro que careció de la fortuna de ser acogido por una familia como los Kinsella.
Al final todo se reduce a algo muy sencillo. Lo que necesitan estos niños es amor; lo que precisan es de un padre y una madre que los acompañen y los quieran; no sentirse como una pelota que cambia de manos cada quince días; notar, en definitiva, que alguien se preocupa por ellos. Sólo en el amor hay salvación, lo escribe quien tiene el corazón de cartón piedra, pero el mundo tiene demasiadas preocupaciones como para perder el tiempo en sentarse a escuchar a chicos raros como la pequeña Cáit.